El olor a pandeyuca era el despertador. Significaba que, aún sin salir el sol, la abuelita Lola ya estaba en pie preparando “los tragos”, que era lo que había que meterle al buche al inicio de cada jornada. El radio prendido en la cocina la acompañaba, mientras el resto de la familia se levantaba. Para la abuelita era impensable que por más niña o viejo que alguien fuera, empezara la jornada sin esos tragos, que en su casa incluían aguapanela o tinto con pandeyuca. Las más de buenas, como mi hermana Ana Sofía, tenían la fortuna de repetir, pero esos pandeyucas eran muy contados, porque no éramos poquitas las nietas y nietos (hasta trece) que pasábamos las vacaciones en esa casa, suficiente para toda la familia y visitantes, antes de piso de tabla y después de cerámica, ubicada en el barrio Hoyo Caliente de Concordia, a media cuadra del hospital, a cinco faldas de la plaza principal de ese pueblo cafetero en el que nació mi familia paterna. Más o menos a las nueve y media ya debíamos estar bañadas y listas porque la abuelita nos encomendaba la misión vital de llevar los desayunos de la tía Patricia, en la Alcaldía, y del tío Julio César, en la Cooperativa de Caficultores de Antioquia. Pocas veces esos portacomidas de peltre blanco con florecitas de colores y bordes negros llegaban intactos: el chocolate se chorreaba sobre la arepa con quesito y otras goteras podían resbalar hasta el compartimento del calentado (de frijoles, arroz, huevo revuelto, carne). No era con mala intención, éramos adolescentes torpes y la geografía de Concordia es falduda y resbaladiza por el rocío de la madrugada. Ni la tía Patricia ni el tío Julio nos regañaban, pero en algún momento de diciembre o de julio le ponían la queja a la abuelita y ella nos advertía, pero la revoltura volvía a repetirse.
La cosecha, abundancia y multiplicación de la comida en la casa de la abuelita empezaba en El Brechón o en El Morro, las fincas entre las que vivía, labraba y se movía el abuelito Félix. En la plaza del pueblo, él sostuvo por muchos años un toldo en el que vendía revuelto los domingos, como complemento del café que en tiempos de cosecha le compraban en la Cooperativa más temprano. En el toldo, según la época del año, se vendía kiliado lo que diera la tierra: plátanos, yucas, guineos, bananos, arracachas, zapotes, mangos, aguacates, limones, piñas, guamas, aguacates, guanábanas, carambolos, mandarinas, naranjas, estropajos y hasta quesitos traídos de Urrao. Con interés, seguro, pero también con ese amor infinito que le teníamos al abuelito, lo visitábamos para que nos enseñara a calcular el precio según gramos y kilos, a envolver en periódico y a despachar el revuelto. Al final de nuestra ayuda, floja y escasa, nos repartía la ración igualita para cada nieta y nieto: 50, 100, 200, 500 pesos. Muchas veces la abuelita nos mandaba por el revuelto para el almuerzo y nos entreteníamos entre los toldos o loleando en el supermercado El Cafetero, viendo —y a veces robando— credenciales y chocolatinas Ítalo en los almacenes, o mecatiando en la panadería La Mía. Tarde, y con la barriga medio llena, llegábamos por fin con el revuelto, y la abuelita, aunque no nos regañaba, nos decía con la mirada que si el sancocho o el sudao estaban retrasados era por culpa nuestra.
Esa casa, levantada a punta de los trabajos de modistería de la abuelita Lola y el trabajo en el campo del abuelito Félix, luego también por la suma de esfuerzos de los tíos, tías y papá cuando se hicieron mayores, era de la familia, pero también era la casa del pueblo: allí, antes de que abriera la primera sala de velación concordiana y fuera prohibido velar los muertos en las casas, se hacían los velorios de parientes cercanos y lejanos; llegaban familiares enfermos desde veredas distantes; se hacían las fiestas por bautizos, matrimonios, primeras comuniones, grados o aniversarios. Allí se rezaban las novenas navideñas al lado del pesebre sencillo y muy alumbrado que armaban el tío John Jairo y la abuelita Lola; y allí llegábamos nietas y nietos cada vez que empezaban las vacaciones de mitad y fin de año, también en Semana Santa. En esa acera, coronada por un curazao morado que daba flores todo el año, jugamos, peleamos, conseguimos novios prohibidos, lloramos, cantamos y nos dimos cuenta de que la vida no era eterna y se ponía más y más dura a medida que crecíamos y se morían la abuela Lola, mi mamá, el abuelo Félix, mi primo Felipe, la gente del alma.
En cada velorio, en cada fiesta, cuando fuimos niñas y adolescentes, la comida alcanzó para cuanta gente llegara y nunca se le negó ni un vaso de agua a ningún forastero. “Se me lo comen todo. La comida no se bota, eso es pecado”, nos insistía la abuelita Lola mientras escuchaba la misa por el radio y hacía oficios en la cocina o bajaba de descolgar la ropa seca y coger las cebollas de rama que tenía sembradas en una ponchera, en la terraza.
El recuerdo de los años alegres y andareguiados en Concordia y en la casa de la abuelita Lola me sabe a pandeyuca recién horneado con chocolate negro, caliente, batido a mano en una mañana con mucha neblina.