Número 143 // Marzo 2025

Estos dos relatos hacen parte de Colcha de recetas, publicación editada por La Bruja Riso y que se presentará el próximo 29 de marzo en su sede. Historias, saberes y trabajos del cuidado; una especie de conjuro para que no nos deshilachemos y nos habite la fuerza de quienes nos trajeron a este mundo.

Colcha de recetas

por MARITZA SÁNCHEZ HERNÁNDEZ
Fotografías Archivo familiar

Los pandeyucas de la abuelita Lola

El olor a pandeyuca era el despertador. Significaba que, aún sin salir el sol, la abuelita Lola ya estaba en pie preparando “los tragos”, que era lo que había que meterle al buche al inicio de cada jornada. El radio prendido en la cocina la acompañaba, mientras el resto de la familia se levantaba. Para la abuelita era impensable que por más niña o viejo que alguien fuera, empezara la jornada sin esos tragos, que en su casa incluían aguapanela o tinto con pandeyuca. Las más de buenas, como mi hermana Ana Sofía, tenían la fortuna de repetir, pero esos pandeyucas eran muy contados, porque no éramos poquitas las nietas y nietos (hasta trece) que pasábamos las vacaciones en esa casa, suficiente para toda la familia y visitantes, antes de piso de tabla y después de cerámica, ubicada en el barrio Hoyo Caliente de Concordia, a media cuadra del hospital, a cinco faldas de la plaza principal de ese pueblo cafetero en el que nació mi familia paterna. Más o menos a las nueve y media ya debíamos estar bañadas y listas porque la abuelita nos encomendaba la misión vital de llevar los desayunos de la tía Patricia, en la Alcaldía, y del tío Julio César, en la Cooperativa de Caficultores de Antioquia. Pocas veces esos portacomidas de peltre blanco con florecitas de colores y bordes negros llegaban intactos: el chocolate se chorreaba sobre la arepa con quesito y otras goteras podían resbalar hasta el compartimento del calentado (de frijoles, arroz, huevo revuelto, carne). No era con mala intención, éramos adolescentes torpes y la geografía de Concordia es falduda y resbaladiza por el rocío de la madrugada. Ni la tía Patricia ni el tío Julio nos regañaban, pero en algún momento de diciembre o de julio le ponían la queja a la abuelita y ella nos advertía, pero la revoltura volvía a repetirse.

La cosecha, abundancia y multiplicación de la comida en la casa de la abuelita empezaba en El Brechón o en El Morro, las fincas entre las que vivía, labraba y se movía el abuelito Félix. En la plaza del pueblo, él sostuvo por muchos años un toldo en el que vendía revuelto los domingos, como complemento del café que en tiempos de cosecha le compraban en la Cooperativa más temprano. En el toldo, según la época del año, se vendía kiliado lo que diera la tierra: plátanos, yucas, guineos, bananos, arracachas, zapotes, mangos, aguacates, limones, piñas, guamas, aguacates, guanábanas, carambolos, mandarinas, naranjas, estropajos y hasta quesitos traídos de Urrao. Con interés, seguro, pero también con ese amor infinito que le teníamos al abuelito, lo visitábamos para que nos enseñara a calcular el precio según gramos y kilos, a envolver en periódico y a despachar el revuelto. Al final de nuestra ayuda, floja y escasa, nos repartía la ración igualita para cada nieta y nieto: 50, 100, 200, 500 pesos. Muchas veces la abuelita nos mandaba por el revuelto para el almuerzo y nos entreteníamos entre los toldos o loleando en el supermercado El Cafetero, viendo —y a veces robando— credenciales y chocolatinas Ítalo en los almacenes, o mecatiando en la panadería La Mía. Tarde, y con la barriga medio llena, llegábamos por fin con el revuelto, y la abuelita, aunque no nos regañaba, nos decía con la mirada que si el sancocho o el sudao estaban retrasados era por culpa nuestra.

Esa casa, levantada a punta de los trabajos de modistería de la abuelita Lola y el trabajo en el campo del abuelito Félix, luego también por la suma de esfuerzos de los tíos, tías y papá cuando se hicieron mayores, era de la familia, pero también era la casa del pueblo: allí, antes de que abriera la primera sala de velación concordiana y fuera prohibido velar los muertos en las casas, se hacían los velorios de parientes cercanos y lejanos; llegaban familiares enfermos desde veredas distantes; se hacían las fiestas por bautizos, matrimonios, primeras comuniones, grados o aniversarios. Allí se rezaban las novenas navideñas al lado del pesebre sencillo y muy alumbrado que armaban el tío John Jairo y la abuelita Lola; y allí llegábamos nietas y nietos cada vez que empezaban las vacaciones de mitad y fin de año, también en Semana Santa. En esa acera, coronada por un curazao morado que daba flores todo el año, jugamos, peleamos, conseguimos novios prohibidos, lloramos, cantamos y nos dimos cuenta de que la vida no era eterna y se ponía más y más dura a medida que crecíamos y se morían la abuela Lola, mi mamá, el abuelo Félix, mi primo Felipe, la gente del alma.

En cada velorio, en cada fiesta, cuando fuimos niñas y adolescentes, la comida alcanzó para cuanta gente llegara y nunca se le negó ni un vaso de agua a ningún forastero. “Se me lo comen todo. La comida no se bota, eso es pecado”, nos insistía la abuelita Lola mientras escuchaba la misa por el radio y hacía oficios en la cocina o bajaba de descolgar la ropa seca y coger las cebollas de rama que tenía sembradas en una ponchera, en la terraza.

El recuerdo de los años alegres y andareguiados en Concordia y en la casa de la abuelita Lola me sabe a pandeyuca recién horneado con chocolate negro, caliente, batido a mano en una mañana con mucha neblina.

Pandeyucas con cinco ingredientes y sin afán*

Lo primero: el almidón. Se debe pelar la yuca cruda, rallar y colar con ayuda de un cedazo o paño. Es preciso sacar los pabilos —parte central fibrosa que se encuentra en el interior de algunos tubérculos— y distribuir con uniformidad la yuca rallada sobre un charol. Lo segundo, y para esto puede ser buena idea usar una escalera si es del caso, es ubicar el charol en el techo de la casa (el de mi abuelita Lola era de zinc). Si no se tiene acceso al techo ni a una escalera, no importa; es posible buscar para el secado del almidón un lugar fresco, seco y bien ventilado. Funciona hacerlo en terrazas, patios, balcones y ventanales. Es necesario voltear la yuca rallada cada cierto tiempo para buscar un secado uniforme. En este paso del proceso es necesario cuidar el charol de aves, gatos, perros u otras especies. El tiempo de secado de la yuca rallada varía según varios factores: la cantidad de yuca, que caiga un aguacero o que pasen gatos o pájaros que devuelvan todo el proceso hasta el primer paso, la temperatura del territorio, la paciencia. En un estimado muy general, este secado puede tardar entre ocho y veinticuatro horas. Si la textura aún es húmeda o pegajosa, se necesita más tiempo de secado. Se sabe que está lista cuando está bien seca y quebradiza.

Ya listo el almidón, el siguiente paso para llegar a los pandeyucas es mezclar una taza de almidón de yuca con dos de queso rallado —queso fresco campesino, cuajada, queso costeño o el que se prefiera y se consiga sin líos—. También se agrega panela raspada, un huevo y una pizca de polvo de hornear. Antes de amasar se puede precalentar el horno. La textura de la masa debe ser suave y sin grumos y para esto no es necesario amasar por largo tiempo. Con pequeñas porciones de la masa se forman bolitas que luego se pueden convertir en cilindros, en la letra C o en rosquillas pequeñas si se unen los extremos de los cilindros. Según cada horno, los pandeyucas se deben hornear por entre 15 y 25 minutos.

*Esta receta se originó en el relato y saberes de mi tía Olga Patricia Sánchez Vergara, hermana menor de mi padre, que vivió y cuidó de mi abuelita Lola, María Aurora Vergara, desde siempre y hasta el día de su muerte en el año 2008. Mi tía Patricia vive en la zona urbana de Concordia.

| La abuela Lola en la cocina, en Concordia.

Sabores de El Silencio

Todo pasaba entre la cocina, el corredor y el lavadero. A esa triple frontera, que hasta entonces para mí había sido la vida contenta y sin preocupaciones, llegó Cagao, un trabajador de la hacienda El Orillo que, con gritos tristes y sin bajarse del caballo, avisó que mi abuelita Leonor se había muerto. Mamá, papá y el tío Toño estaban de pesca en el río Cartama. Rosa María, la esposa del tío Toño, cuidaba de mí mientras hacía oficio en El Silencio. A pocos metros de esa casa, en una chocita de tablas y paja, había nacido mi mamá 31 años antes. Con cinco años, vi a mi mamá partirse en pedacitos cuando esa misma noche, en medio de un aguacero afilado, llegó el ataúd con la abuelita muerta: un infarto fulminante se la llevó pocos días antes de cumplir los sesenta años. A mi hermana Ana, en Itagüí, le tocó escuchar la caída de la muerte y pedir ayuda. Como luego pasó con mamá, la abuelita Leonor murió por males del corazón muy, muy pronto.

El Silencio es mi raíz materna y el espacio-tiempo en donde aprendí lo más amable y terrible de la existencia: el juego y la dicha prolongada de las vacaciones; las angustias pasajeras o enquistadas de las disputas familiares más mezquinas o más inocuas; la fiesta navideña eufórica e irrepetible; el descubrimiento de amores y amistades que prometían ser para toda la vida; la crueldad y la cofradía que brotaban de un mar de aguardiente; la comitiva y el amor por la comida compartidos con primas y primos debajo de la sombra de un palo de mangos; el sonido atronador de la pólvora; la incomprensión de la enfermedad más atroz que cae sobre la gente más noble y buena; la barbarie con la que los paramilitares exterminaron la tranquilidad y a familias como la de doña Marta; el dolor que diluye y nubla para siempre la existencia cuando se muere la madre.

Rosa María era capaz de hacer mucho, de todo, en tiempo récord: despescuezar una gallina criada por ella misma, despresarla y alzar un sancocho en fogón de leña, lavar cantidades incompresibles de ropa con jabón azul y a mano, preparar un remedio para el guayabo o la picadura de un tábano, correr a la finca vecina a cocinarle a los ricos que la contrataban en temporada alta, volver para darnos el almuerzo, correr de nuevo a donde los patrones ricos, imaginar nuevas obras en la finca solo posibles con dinero imaginario, armar arepas a mano, coser vestidos de baño, mermar volumen al radio, contarnos historias de mi abuelita Leonor o de los tiempos de noviazgo con el tío Toño. Rosa podía con todo, nunca nos mandaba a nada y nos enseñaba algunas cosas de buena gana, como no interrumpir a las gallinas cuando dan señas de que van a poner el huevo, nunca arrancar las frutas de los árboles acalorados, pasar en cierta dirección el cuchillo para limpiar el pescado sin que las escamas vuelen en todas las direcciones y batir con mucha fuerza, con tenedor y sin descanso, las claras de huevos con azúcar para lograr un ponche muy esponjoso.

El recuerdo de los días de vacaciones en El Silencio me sabe a un transistor que sintoniza Radio Santa Bárbara en la mesa del corredor, y a unos huevos amarillitos revueltos en manteca de los cerdos criados por el tío Toño y Rosa María.

Chocolatinas caseras de tierra templada*

Lo primero, luego de cosechar el cacao y extraer sus granos frescos, es lavarlos muy bien y secarlos con un paño. Lo segundo es el secado del cacao con mucha paciencia, al sol, durante varios días y hasta que estén bien secos y crujientes. Este proceso puede tardar una o dos semanas, dependiendo del clima. El tostado es el tercer paso, ahí se calientan los granos sobre una callana o parrilla de hierro en las brasas del fogón de leña sin permitir que se quemen; el olor que se expande por la cocina, los corredores y cercanías es muy agradable en este punto. Lo cuarto es el descascarillado. Cuando los granos están fríos, se pueden frotar con las manos o con ayuda de un molino para retirarles la cáscara, pues esta no es comestible y puede afectar para mal el sabor de las chocolatinas. En el quinto paso se muele el cacao con ayuda de una máquina de moler bien limpia y seca; se puede pasar varias veces por el molino para lograr una pasta muy moldeable y uniforme a la que se le agrega panela raspada al gusto. También se le pueden integrar especias como canela. En estos últimos instantes, quizá por la cercanía al calor del fogón de leña y al manipularlo con manos, ya el cacao libera sus aceites y se hace moldeable. Según el gusto, es posible armar bolas, pastas o pastillas que se pueden almacenar en un lugar fresco para luego hacer chocolate de taza. Las que están en esta memoria familiar son unas chocolatinas recién hechas, naturales por completo, que comíamos en El Silencio de inmediato y con todo el gusto.

*Esta receta se originó en el relato y saberes de mi papá, Fernando Antonio Sánchez Vergara, quien presenció varias veces la cosecha del cacao en El Silencio (Támesis) y el modo en el que preparaban las chocolatinas entre mi abuelita Leonor (su suegra), mi tío Toño (su cuñado) y mi mamá, Lucía, su esposa. Mi papá, ahora que es pensionado, cocina con pereza pero muy rico.

| Sentadas con ropa oscura se ven de izquierda a derecha la abuela Leonor y la tía Margarita. Adelante y de pie, mi mamá, Lucía. Más atrás, el abuelo Ramón y el tío Toño.