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La partera tomó polvo de oro y lo echó sobre el pedazo de cordón umbilical recién cortado, “que el universo la libre de maleficios y de envidias”, dijo envolviéndola en una sábana y acostándola sobre el pecho de su madre. María nació el 13 de noviembre bajo el signo de escorpio, blanquísima, repolluda, con el cabello rojizo, los pómulos salientes, las nariz respingada.
Fue la menor de siete hermanos trigueños, ñatos y bajitos. Creció siendo una niña briosa y deslenguada, flacuchenta de huesos duros, haciendo lo que le mandaran hacer: arrancar el maíz, recoger la cereza del café, lavar la ropa de los otros y recorrer el monte con una batea a la espalda para buscar chispitas doradas en el río. Todo aquello era para ella un juego. No sabía para qué servían aquellas chispas. Lo supo a los ocho años, en uno de los viajes al Cauca.
Los adultos estaban metidos en el río y ella trepada a los árboles, observando la espiral de agua que dejaban las bateas y a los pescadores, que después de varios intentos abandonaron la atarraya en el suelo y se fueron para donde las mujeres que alimentaban con leños secos la fogata. María se deslizó por el tronco del árbol hasta alcanzar la red de pesca.
Se aferró la guindaleza, la lanzó al río y vio cómo la malla de nailon se desplegaba contra el viento húmedo. Cayó sentada, las piernas delgaduchas y finas abiertas atenazando la piedra para no ser arrastrada por la fuerza del Rey Mono, como le decían al Cauca. María empezó a gritar.
Los pescadores corrieron hacia el alto. La hicieron a un lado y cogieron la red. Era un pez tan grande que apenas podían sostenerlo. Sacaron un cuchillo y lo abrieron de los bronquios a la cola. Del estómago del animal salió un dedo humano con un anillo, delgado y liso, hecho del oro más brillante que jamás hubiera visto. Hubo algarabía, estupor y risas.
María no había visto nunca antes en lo que podía transformarse el polvillo amarillo que sacaban sus padres, sus abuelos, sus tíos, sus vecinos del río. Para ella aquella ceniza era sal, como le decían desde siempre los indios; y con esa sal, guardada celosamente en un talego de cuero, sus padres conseguían todo aquello que no podían sacarle al monte ni al Cauca.
La gente fabulaba sobre el origen del dedo mientras comía el sancocho de pescado. María los observaba escondida desde el matorral, ignorando el llamado del almuerzo.
—Adiós. Con eso tuve pa yo no volver a comer dorado en la vida —dijo sacando la lengua, haciendo una arcada—. Era anchototo, y esas escamas todas bonitas… Del mero cuerpo sacaron cuatro pedazos para el almuerzo. Y la gente decía: “Ay, esa muchacha nos trajo suerte”.
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Caminaba aireada, el rostro severo, observando los corrillos de músicos sentados en el borde de las jardineras que afinaban guitarras. Andaba en una ronda vigilante, en medio de viejos que se lamían los labios cuando ella pasaba y grupillos de turistas que observaban todo alrededor, boquiabiertos.
María aguzaba sus ojos ferinos oscurecidos con sombra gris y lápiz negro, advirtiendo que esa tarde de jueves habría baile, buen tiempo, nada de lluvia, noche serena. Aguzaba los oídos y escuchaba cuerdas, cuchicheos, tráfico, canto de pericos, silbido del metro, risas.
Apenas lo vio llegar, se le acercó como si hubiesen venido juntos.
—Oí, vos no me has regalado nada, ni el colombianito ese donde decís que trabajás —le dijo a Juan F. Ospina, que llegó con su cámara, esperando al bailarín que sacaría a bailar María.
—Esperá y verás, que hasta te voy a invitar a unos tragos —le respondió él.
—Yo ya no bebo.
—María, ¿vos sabes hace cuánto nos conocimos?
—Como hace quince años.
—No, tampoco, como hace ocho.
—Ah, cuando eso ya había aplanado el parque —dijo y soltó su risa desquiciada.
—María, se va a oscurecer. Yo compro unas cuatro canciones, pero deciles que empiecen pues —dijo Juan, con el atardecer muriéndosele encima.
María soltó su domesticada tos de perro, hizo una seña a los músicos y ellos se juntaron en la jardinera que bordea la efigie delgada de Pedro Justo Berrío.
—¿Y vos sabes quién es ese? —le preguntaron sobre la estatua.
—Ese es el marido de todas las mujeres del parque. Ja, ja, ja. Juan, vaya pelando la liga que esos no dan puntada sin dedal.
La primera vez que María vino al Parque Berrío fue recién llegada de Liborina. María no vio la plaza, vio los edificios que la rodean. Dijo que todo aquello parecía una radio cuando la destapan. La ciudad le aterraba, lloraba y pedía a gritos que la devolvieran donde su mamita. Luego de los edificios, María vio los músicos. Los acordes de las guitarras la devolvieron a su pueblo. Descubrió que su forma de quedarse era yéndose.
Los músicos tendieron en el suelo el estuche de la guitarra. El primer billete de cinco mil pesos cayó sobre la gamuza como hoja seca. La música sonó al unísono con su melodía pegajosa y achispada. En un segundo se formó un cerco de espectadores para mirar a las tres parejas de bailarines espontáneos en la pista de adoquín. Una de esas parejas era María con un señor de gorra negra, cara alargada, arrugas profundas. Él la miraba fijamente mientras ella observaba a ningún lado, circunspecta, como si todo su cuerpo pequeño, concentrado en esa postura estilizada, barbilla elevada al cielo, hombros rectos como dos plumas alineadas, contuviera su retiro. María no estaba acá, estaba en el Cauca.
De la nada salió un hombre con ojos desorbitados, dando saltitos sobre sí mismo, mirando a María y a su pareja, que bailaban altivos, sin mirar a la cámara, sin escuchar lo que dijo el tipo avivando su voz grave por encima de los músicos:
—¡Esa señora es la mejor bailarina de este parque! ¡La única bailadora! ¡Mírenla!
Y la miraron. Algunos conocen su nombre, María la bailarina, la pelicorolada, sagaz, ruda, abisal. Pero poquísimos saben que ella es María de los placeres auríferos, la niña de la buena suerte, la barequera, la caucana que busca chispa a chispa oro en las aguas turbias que arrastra La Iguaná.
—¡Y esta fiesta es gracias a María! —gritó Juan sin despegar sus ojos del visor de la cámara, movido por el regocijo del loco que seguía azuzando a los bailarines de aquella plazuela, donde hace un siglo se reunían los banqueros a determinar el precio del oro, donde nació la villa, hecha chispa a chispa, por cientos de miles de hombres y mujeres, negros, indios, zambos, mulatos.
Otro billete verde azul cayó al estuche de la guitarra.