Archivo restaurado

El libro de los parques, Medellín y su Centro.
2013

Con vista al parque

Por Fernando Mora Meléndez

Por más de tres décadas, tarde a tarde, Jorge Uribe ha visto los esplendores y declives del parque. Su balcón es una platea privilegiada para contemplar las guacamayas que se posan en los tulipanes africanos y ver las escenas callejeras del otro lado de la calle Venezuela. Ve pasar predicadores, busconas, vendedores de confites y travestis. Como si necesitara comprobar si lo que ha visto es real, toma una foto y la imprime en su pequeña máquina. Tiene cientos de imágenes que muestra de vez en cuando a las visitas. A veces las cuelga en el pasillo, a manera de exposición personal que no figura en ninguna guía cultural de Medellín; una larga serie muestra las poses de los gallinazos que holgazanean en los tejados aledaños al sexto piso del Edificio El Parque.

Jorge Uribe quería estudiar Artes Plásticas. La sola mención de esa idea provocó la indigestión de su padre, un médico graduado en París, quien le ordenó que cursara primero algo serio y lo otro vendría por añadidura. Ingresó a arquitectura en la Universidad Pontificia Bolivariana, pero lo echaron por bajo rendimiento. Anduvo un año de farra, jugando billar o ajedrez en el Metropol, hasta que ingresó a la misma carrera en la vieja Escuela de Minas. En su pasión por el dibujo creía que había muchas cosas para aprender, pero encontró que ya sabía casi todo sobre ese oficio. Se unió a un grupo de disidentes que se oponía a las veleidades políticas del decano –Pedro Nel Gómez– y pedían su cabeza. El movimiento no prosperó y, por el contrario, le ocasionó no pocas represalias de los profesores, que se negaban a darle un título a semejante revoltoso. Con todo y los castigos que le impusieron, logró hacer en diez años una carrera que duraba cinco.

El diablo de los números también acosó a Jorge desde sus tiempos de colegial con los jesuitas de la Plazuela San Ignacio, donde le decían ‘El Boachito’ por su permanente estado de ensoñación. Jorge tenía que trasnochar hasta la una de la mañana todos los días, abrumado por las ecuaciones. A las ocho volvía a las clases de matemáticas, y por la tarde a las de diseño. Cuando se graduó como arquitecto se dio cuenta de que varios de sus maestros eran quienes dictaban las normas de planeación de la ciudad, los mismos que compraban bellas casas antiguas para demolerlas y construir edificios. Todavía recuerda la casona que tumbaron para levantar la torre donde hoy vive. Era una mansión solariega abandonada por sus primeros dueños, con patios interiores y salones amplios que utilizaban para hacer bailes de cuota en la época de Rojas Pinilla. Por esos días la ciudad aún era muy tranquila. Los relatos de la violencia partidista venían siempre de otros pueblos del Valle de Aburrá, jamás de los predios de la villa. Jorge y sus contertulios, algunos más copetones que otros, iban al Parque Bolívar a conversar hasta la madrugada y regresaban solos a sus casas. Otras noches, de menor templanza, iban a rematar en casa de una madame legendaria, Marta Pintuco.

A veces acompañaba a sus amigos a buscar serenateros en El Escorial, al frente del Teatro Avenida. Por muy poco dinero se podía arrastrar a duetos de renombre como Obdulio y Julián o Espinosa y Bedoya. Se tomaban el trago del arranque en el Bar Miami y caminaban hasta alguna casa de las calles Bolivia o Perú, donde asomaría la doncella por la ventana. Sin novias a la vista, Jorge empezó a trabajar con firmas comerciales de arquitectos y a dibujar en sus ratos libres.

Aunque su padre no era artista, de modo involuntario se había hecho a una colección de pinturas, pues esa era la forma en que los pintores de la época retribuían los tratamientos contra las enfermedades venéreas. La bohemia parecía consustancial al talento, y buena parte de la educación sentimental en las bellas artes se aprendía en los burdeles del Venteadero, el Fundungo y Lovaina. Aquellos cuadros de los maestros antioqueños que colgaban de las paredes de la casa en Maracaibo habían despertado el interés de Uribe desde que era un mocoso. Dibujaba tanto que su madre decidió ponerlo a pintar los figurines con los diseños de la ropa que confeccionaba para toda la familia.

El doctor Samuel Uribe no solo veía con sospecha las inclinaciones de su hijo, sino que además era un hombre agrio y melancólico que se pasaba horas en silencio. Nadie entendía cómo un hipocondríaco confeso lograba la confianza de sus pacientes. Tal vez había estudiado medicina como una forma de lidiar sus tormentos de enfermo imaginario. Para remediarlos usaba una medicina infalible: una pastilla de Mejoral con un aguardiente. Lo ponía tan bien que decidía tomarse otro aguardiente pero sin pastilla. Entonces, dice Jorge, daba la vuelta completa y se transformaba en el ser más afable y cariñoso de la Tierra. Le daba por cantar tango muy entonado y zurrunguear el tiple.

Aplicaba el tratamiento con alguna frecuencia; pero cuando dejaba de hacerlo y su neurastenia ya crispaba los nervios de su esposa, ella, doña Ena, le pedía a gritos: “¡Tomate ya ese Mejoral!”.

Hasta bien entrados los años sesenta el ambiente de los hogares de clase media que vivían en el Centro fue de signo oscurantista. La iglesia publicaba la clasificación moral de las películas y el índex de los libros prohibidos. Si en una cinta candorosa asomaba un pezón indiscreto, esta era señalada como mala. Por eso los condiscípulos de Jorge sabían que solo había que ir a ver las películas malas. No existían, por supuesto, los cines porno, pero sí el rosario diario y obligatorio. La abuela de Jorge rezaba todas las noches el salterio, que consistía en tres rosarios seguidos.

Cuando llegaba la hora de esos responsos toda la familia empezaba a estirar la cara y a ponerse de mal genio, ante lo cual doña Ena tuvo la feliz idea de simplificar el rosario a un solo misterio. La paz hogareña volvió a reinar, aunque con algunos infortunios. El hermano mayor de Jorge, Juan Camilo, se negó a estudiar, se hizo hippie y huyó a Cali. Luego se enroló en una secta de irreverentes marihuanos que se hacían llamar los nadaístas. Se demoraron en tener noticias de la oveja descarriada, y el propio Jorge confiesa sus preocupaciones por la suerte de su hermano.

Uribe ya conocía a algunos integrantes de la cofradía de Gonzalo Arango que llegaban disfrazados al Metropol y al Miami o se ponían de ruana el parque de vez en cuando. Empezó a leer los autores que citaba Arango en sus arengas. Le sacaba gusto a las novelas de Sartre y de Gide, y le encantaba tomar fotos con una Olympus Pen que tenía la virtud de duplicar el número de imágenes en cada rollo de película.

Viajó a Europa, y en un tren camino a Moscú conoció a su única novia, la artista norteamericana Ethel Gilmour. Ella no hablaba una jota de español, él nada de inglés. Por momentos se cruzaban frases en un francés de cartilla, pero casi todo el tiempo hablaban en el esperanto del amor. Juntos viajaron a París y presenciaron las revueltas juveniles de Mayo del 68. Despegaban los carteles del movimiento, de los que todavía hay fragmentos en el apartamento de Jorge.

La pareja se vino a vivir en casas alquiladas de Boston y Villa Hermosa, pero en los ochenta el azar y los buenos precios les permitieron comprar el apartamento en el Parque Bolívar, una construcción en la que Jorge había trabajado como asistente de arquitectura. Él y su esposa tenían estudios independientes, pero era ella la que al primer golpe de vista sabía en qué estaba fallando un cuadro. Se trasnochaban pintando, pero al día siguiente iban a dar clases en la Universidad Nacional. Ethel llevaba un bolso de tela repleto de objetos curiosos para que sus alumnos los pintaran. Para explicar la forma de dibujar volúmenes a mano alzada, Jorge terminaba haciendo enormes murales con tizas de colores en el tablero.

Su esposa murió y él sigue dibujando, tomando fotos tras los ventanales, o atendiendo a los visitantes que quieren ver sus obras o las de Ethel. Le gusta oír radio en un parlante de MP3 como los que usan los raperos que cruzan el parque. Sube a la terraza con su perra Lluvia. Hace poco trató de releer a algún autor de su juventud, pero ahora el tono de Sartre se le parece al de un predicador.