Número 136 // Septiembre 2023

Una clase con las mulas

Por MAURICIO LÓPEZ RUEDA
Fotografías por el autor

Un camino de mulas y de perros, de perros que olisquean las serpientes y les muestran los atajos a los caminantes, y que azuzan las bestias cuando los arrieros no pueden gobernarlas, porque así son las mulas, caprichosas, incluso arrogantes con los jinetes primerizos que no saben apoyarse en los estribos o sostener las riendas. Las mulas los reprenden. Se paran a medio camino y mean, o se detienen para rebuznar, o simplemente ponen a vibrar el hocico, como soltando un suspiro, y agachan la cabeza para morder la hierba, groseramente, mientras el jinete les azota las ancas infructuosamente, y entonces tiene que venir el arriero: “Mula, puch, puch, puch. Eh, macho, puch, puch, puch”.

El animal retoma su andar por la cuesta, a su ritmo, porque quien lo monta es un extraño que no se ha ganado el respeto, y por eso vuelve a parar, porque sí, y hasta se estira bajo un guayabo para alcanzar una fruta, quién pudiera creer semejante desfachatez. Y vuelve el arriero: “Eh, mula, jueputa mula esta”, y taque con el zurriago, o con alguna rama delgadita y fina, y el animal resopla, se pee y caga mientras avanza perezosamente sobre piedras y pantano.

Por eso son tan necesarios los perros, porque cuando las bestias se resabian ellos les ladran en la cola o les mordisquean las patas para que avancen. Claro que eso no es garantía para el jinete novato, pues muchas veces las mulas, de puro gusto, se paran en las patas delanteras y tumban todo lo que les estorba en el lomo, o de pura pica se echan a rodar por un barranco y se vuelven a levantar echando patadas al aire.

Cuenta Tulio Mejía que hace como veinte años se mató un ingeniero que había ido a explorar esas tierras para el proyecto Hidroituango. La mula no lo aceptó, se le ranchó en un potrero y lo expulsó de su lomo dando brincos. El hombre dio contra unas piedras y ahí quedó, de una vez con la tiesura de la muerte.

Yo no me había subido a una mula hasta ese 15 de mayo de 2023. Iba rumbo a El Aro, dizque a enseñarles a escribir cuentos a las niñas y a los niños de la Ecoescuela. Tenía algo de idea de la terquedad de esos animales y, al ver ese camino tan agreste, tan de para arriba, sentí miedo. En el primer abismo casi me tiro del animal. Fueron ocho kilómetros y medio apretando y soportando el intenso calor en ese trayecto angosto y pedregoso, repleto de maleza y cargado de culebras venenosas. Ocho kilómetros hasta ese último portón de madera que es la entrada al caserío.

Y toca subir al mediodía porque el bus gratuito que sale de Ituango arranca a las 9:00 a. m. y llega a la quebrada El Arito a las 11:00. A esa hora ya están las mulas amarradas al puente, esperando y mascando rienda, y como los campesinos dicen que una bestia ensillada no se puede dejar amarrada mucho tiempo, porque se estresa, entonces toca coger de una vez el camino.

“Vea, profe, esas son las partidas, ese volcán que usted ve ahí”, dice Tulio señalando un derrumbe de piedras picudas al borde de la carretera.

Ese día subí con dos médicos del hospital de Ituango, iban a darles vuelta a los habitantes del corregimiento. Nos demoramos dos horas para llegar a El Aro. Nos bajamos con tembleque en las piernas y juagados en sudor.

En el siglo pasado, cuando el Cauca era el “rey mono” de esos cañones imposibles de la cordillera central, en los tiempos de Luis Mejía, Modesto Múnera y los hermanos Barrera, arrieros legendarios, ir de El Aro hasta Ituango tardaba tres días en mula y era necesario dormir donde doña Hortensia, allá en el filo de Santa Rita, antes de emprender la travesía por Pascuitá o por La Granja, y todo por vender unos cuantos bultos de café o panela, porque en esos ayeres, tan lejanos, la hoja de coca era cosa exclusiva de los indios, que vivían por allá por Los Venados y por Filadelfia, compartiendo la carne de gurre con el jaguar.

Esos caminos fueron abiertos a filo de machete por los arrieros, con sus mulas y sus perros, y con sus oraciones pervertidas sacadas de libros de brujería.

“A veces es bueno rezar las mulas, para que no se enfermen, porque los caminos son muy largos”, explica Marcelino Barrera, un arriero ya entrado en años, más de cincuenta, y que sólo se dedica a buscar leña para la casa de doña Rosalba, su esposa desde hace veinticinco años.

Ahora es más fácil llegar a El Aro por cuenta de esa carretera que abrió Hidroituango y que une a Ituango con Puerto Valdivia. De ñapa pusieron un bus que recorre todos los días ese trayecto, transportando gratis a los campesinos hasta las partidas de Pascuitá, Palestina, San Luis y Filadelfia. De ahí para adelante es puro monte y culebras, y ese calor insoportable que una vez hizo desmayar a Milvia Monsalve, la dueña de la otra tienda grande de El Aro, después de la de Rosalba.

Milvia, cuando joven, vivía más entrada pal monte, casi en la selva. De eso hace como veinte años, y recuerda la señora que todo el día se la pasaba raspando coca con su marido Alirio.

“Eso lo pagaban muy bien. Todos vivíamos de eso. Nos pagaba la guerrilla y por eso nos decían guerrilleros, pero nosotros nunca hemos sido guerrilleros sino campesinos, trabajadores”, cuenta ella, morena, pesada y recia en el trato con los demás.

Es muy importante Milvia en el caserío de El Aro, donde apenas viven unas 110 personas contando a los 37 menores de edad. Solo ella vende melaza, mogolla y herraduras para las mulas. Lo demás hay que ir a conseguirlo a Ituango o a Puerto Valdivia, pagando los fletes del motocarro o el camión, y también el de las bestias.

Por eso todo se cobra en El Aro, hasta un vaso con agua, porque no es fácil subir productos al caserío. Los carros cobran el viaje por kilo de carga, más la gasolina, y luego hay que pagar el viaje en mula, cuarenta o cincuenta mil pesos, dependiendo del “marrano”.

Hace poco mandaron materiales para reparar la escuela y, como es plata del gobierno, cada mula se pagó a cincuenta mil pesos. Los campesinos hicieron unos sesenta viajes.

A mí, que soy dizque profe, me cobran cuarenta, aunque me han dejado subir gratis en dos ocasiones. De bajada es mejor irse a pie, al trote por esos potreros y por ese monte. Si se está en buena forma, baja uno en 45 minutos o una hora, sudando como pollo en horno.

En los tiempos de los Barrera y Modesto Múnera no se cobraba el viaje en mula porque en realidad no había nadie que lo necesitara. Solo ellos, los habitantes de esas montañas, viajaban por esos caminos. Pero entonces llegó el progreso. Se construyeron la escuela y la iglesia, y hasta un puesto de salud pequeñito y sin muebles, lo que provocó que empezara a subir un cura cada ocho o quince días, un par de profesoras cada lunes y una brigada médica cada mes.

También empezaron a rondar los ingenieros de Hidroituango y los funcionarios del ICBF y Corantioquia, y toda esa peregrinación de forasteros hizo que los arrieros tuvieran otra forma de sustento que todavía les da ganancias, pues El Aro sigue sin carretera desde su fundación, aunque se las vienen prometiendo desde hace veintiséis años, después de que un grupo de paramilitares acribillara a diecinueve personas en la plaza del pueblo, ejecutando una de las más crueles y famosas masacres de la historia moderna en Colombia.

Parece caro pagar cuarenta o cincuenta mil pesos por un viaje de hora y media en mula, hasta el pueblo, pero como dice doña Milvia: “Vea, señor, la melaza en el Puerto vale 53 mil pesos y el bulto de mogolla ochenta mil. La sal está a veintiocho mil pesos y las herraduras a ocho mil. Y además de eso uno debe pagar el transporte hasta las partidas, y luego la mula para que suba la carga. No tener carretera representa mucho gasto para nosotros, y por eso cobramos esa tarifa”.

Yo he contado unas sesenta mulas en El Aro, y todas suben y bajan todos los días a la carretera, por carga o por pasajeros. Son tres o cuatro horas de trabajo diario para esos inefables animales que, al final de la tarde, se desparpajan en la plaza del caserío, que no es más que una amplia manga rodeada por unas cuantas casas, la iglesia, el quiosco y la cancha de microfútbol. También hay una figura de la Virgen María, una cruz que recuerda los muertos de la masacre de 1997 y un vetusto busto de Bolívar, mohoso, sucio y semidestruido por el paso de los años.

Ese primer día que subí a El Aro, cansado y sudoroso, me zampé tres gaseosas frías donde doña Rosalba, mientras veía llegar las mulas, resoplando por el esfuerzo, con las cabezas gachas y los ojos entrecerrados. Todas esperando el manjar de agua, melaza y mogolla al pie de los bebederos.

“Son cuatro mulas, Damaris”, gritó doña Rosalba, y del fondo de la casa de cielo raso alto, paredes de tapia y puertas de madera, salió una niña de pelo crespo y sin preguntar siquiera cogió dos baldes con agua, media bolsa de melaza y tres libras de mogolla. Y mezcló todo eso en una dulce revoltura que las mulas agradecieron con fuertes relinchos.

Tras comer, los animales buscaron su propio espacio en la plaza y se dispusieron a graciosos baños de tierra y pasto, revolcándose sobre sus lomos. Luego se fueron yendo, una por una, hacia los potreros, ya con ganas de silencio y descanso.

A veces, algunas mulas quedan con hambre y se paran frente a bebederos ajenos para ver si tienen la suerte de comer un poco más de melaza, pero los arrieros las espantan con zurriagos o con espanta perros, unos lazos atados a varas de madera que dejan feas marcas de sangre en las patas y las nalgas de los animales.

“Sheeto mula, sheeto. Jo, jo”, gritan los campesinos mientras les pegan a las bestias hambrientas.

Cada mes, según mis cuentas, suben a El Aro unas quince personas, lo que representa para la economía del corregimiento un millón doscientos mil pesos de ingresos gracias al transporte en mula.

Sirven mucho esos pesos, y más ahora que la comunidad está recolectando doscientos millones para iniciar la anhelada carretera. Y es que se cansaron de esperar a que EPM y los políticos les cumplan lo prometido desde la masacre, y desde el comienzo de las obras de Hidroituango, un proyecto que, entre otras cosas, los inundó de culebras y les metió el jaguar a los potreros, pues la inundación para crear la represa cambió el clima, las rutas de los animales y los ecosistemas.

Los habitantes de El Aro se sienten orgullosos de su tradición arriera, y quieren tanto a sus mulas que hasta les ponen nombres cariñosos: la Niña, la Caprichosa, la Mona, la Suripanta. Pero también se sienten indignados, al menos la mayor parte de ellos, por la falta de una carretera que los conecte con el resto del departamento y que los rescate de ese abismo anacrónico en el que se encuentran, perdidos en el espacio-tiempo como si fueran fantasmas y no ciudadanos.

Para algunos, sin embargo, la falta de carretera tiene su encanto, porque El Aro es como una especie de paraíso perdido donde hasta los televisores y los radios escasean, y donde la única forma de avanzar es a filo de machete, lomo de mula y ladridos de perro.

Mi más reciente cabalgata por esas montañas fue en agosto, junto a los arrieros Ángel López y Ramón Posada, ambos cercanos a los setenta años. Son vecinos de la finca El Chaquiro, en lo alto de la cumbre occidental de la montaña, muy cerca de las veredas El Tinto y Organí. Desde la cabecera de El Aro hasta allí hay dos horas de camino, a pie o en mula, pues las bestias, debido al angosto trayecto, no pueden ir a paso rápido. Además, hay que atravesar una serie de potreros donde pastan vacas, toros y terneros.

También un perro me acompañó en esa travesía, Osa, un flaco sabueso de orejas grandes y negras que llegó a la casa de Ramón Posada hace siete años, convirtiéndose en el principal escolta del viejo montaraz, quien prefiere no acercarse mucho a los centros poblados, pues encuentra más sosiego en la soledad del monte, mirando las estrellas y leyendo libros de esoterismo.

Fui con él hasta El Chaquiro por pura curiosidad. Días atrás, don Ramón y don Ángel, un cordobés llegado a El Aro desde Tierralta hace más de veinte años, me habían contado que un jaguar adulto andaba comiéndose las vacas en los potreros de la finca, y que incluso había matado una mula. Esa información activó mi radar periodístico y decidí unirme a la cabalgata hasta esa montaña llena de acacias, laureles y yarumos.

Don Ángel se adelantó el día anterior, un martes, y Ramón y yo subimos en la madrugada del miércoles. Al comienzo, otro arriero, Carlos Sucerquia, nos acompañó hasta las partidas de Organí para recoger una cosecha de frijol.

Nos despedimos de él en la quebrada de Los Besos, donde vimos el cadáver de una rabodeají pequeña, y luego nos metimos al monte, con dos fiambres envueltos guardados en las alforjas de las mulas. A medio camino, don Ramón se detuvo para cambiar las herraduras de las bestias.

“Señor periodista, me toca cambiarles el calzado a las mulas, porque ya van casi descalzas. Así es en estas tierras, toca herrar a medio camino, por eso uno debe llevar siempre la herramienta”, me explicó el viejo, siempre con su camisa de botones abierta hasta la mitad, y con su bozo cargado de polvo.

Ramón fue líder comunal de El Aro antes de la masacre. Duró quince años en ese cargo y ayudó a construir los dos acueductos veredales. Un asunto muy grave, de brujería, lo alejó de los demás habitantes. Un día llegó una rezandera de Valdivia, con una cruz y una biblia en las manos, y comenzó a tocar en todas las puertas, alertando a todos los habitantes de una maldición en el corregimiento.

“Salgan y recen, salgan y recen porque este pueblo está sentenciado. Acá habita el demonio, y todo gracias a nueve brujas y brujos que hicieron pacto con él”, gritaba aquella misteriosa mujer, y la gente le hizo caso.

Uno de los señalados como brujo fue precisamente Ramón, quien no pudo defenderse, aunque no se encontraron pruebas en su contra. Desde entonces, el viejo se fue a vivir lejos, en el monte, y allí se quedó. A veces baja al caserío, abre las puertas de una vieja tienda en la que todavía tiene botas, ruanas y unas cuantas cajas de cerveza, y se sienta allí, a hacer cuentas y a mirar por la puerta. La gente, que parece haberse olvidado de aquella acusación de brujería, lo saluda de lejos, pero nadie se sienta a conversar con él.

Ramón, antes de que apareciera el jaguar, tenía cincuenta vacas y tres mulas, pero el felino le ha quitado veinte reses y una vieja mula a la que había bautizado Negra linda.

“Yo no quiero matar ese animal. Tiene mucho poder con los elementales y yo con los elementales no me meto”, me contó mientras subíamos la cuesta hasta la finca.

Ese día vi los huesos de varias reses y también las supuestas huellas del felino, muy cerca de la zona selvática. El regreso me tocó hacerlo a pie y en compañía de Osa, pues don Ramón se quejó de dolores en las rodillas y prefirió quedarse a dormir allí, en la casa de don Ángel. Yo también pude haber hecho lo mismo, pero la historia de brujería me espantó de esos dos hombres huraños y solitarios.

Volví a El Aro y conté mi anécdota. Donde Rosalba, Marcelino me dijo que había hecho bien en devolverme, y que tratara de no volver a ese filo con esos dos señores. Sin responder, me bebí dos cervezas y luego me fui a descansar. Mi mente divagó mucho aquella noche. Pensé en esas largas travesías en mula, en esas historias de brujería y en el magnífico jaguar que anda comiéndose las reses en esa cordillera.

Esa noche, antes de que me venciera el sueño, entendí, por fin, la vida del campo, esa vida donde la costumbres, las tradiciones, la filosofía misma de cada persona, surge de las fauces de la tierra, de las recónditas quebradas y de la relación estrecha con las plantas y los animales.

Herrar, arrear, sembrar y cosechar son el ayer y el mañana para ese puñado de campesinos que habitan El Aro, un ayer y un mañana de agua y tierra, y de toda esa vida que se expande desde lo alto de las cordilleras hasta los ríos. Un tiempo que avanza en círculos y que siempre los sorprende conviviendo con esos cuatro verbos: herrar, arrear, sembrar y cosechar.