La memoria borrosa de los bares de los ochenta, la nostalgia de los primeros chorros, el arranque de la fiesta. Un recorrido por la noche de una ciudad que se asomaba a la rumba de los “mágicos”, al comienzo de las chivas, a los brindis más allá del guaro y la novedad de la “música americana”. Bares, cantinas y tabernas en El Poblado y Envigado. Brinde con los punes y los discotequeros, una botella de tres patadas y una copa de cóctel.
También he visto la noche
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por FRANCISCO SALDARRIAGA
Ilustraciones de Titania
“Todos los animales
han venido a buscar
entre mares de vino
a la estrella de mar en el fondo del bar…
Estoy anclado en el fondo del bar
en el fondo del bar
en el fondo… en el fondo… en el fondo”.
Stella Maris / Parlantes
Yo quiero que hablemos de vos, Rafa querido, que viajemos otra vez a esa época de bares, y me contés esa experiencia tuya con la vida de la noche. Quiero que recordemos a esos personajes míticos, y esas leyendas de las que ya solo te acordás vos, una legión de fantasmas etílicos. Yo sé que no vamos a poder ir en orden, ni nos vamos a acordar de todos… Porque la vida no funciona así, y menos el recuerdo que es un revoltijo caprichoso que nos cambia el pasado, pero hablemos de cómo vos llegás a ese viejo Poblado…
Zarpemos pues a comienzos de los turbulentos ochentas, en el primer puerto al que arribé. En la parte baja del parque de El Poblado estaba el elegante Zaguán de la Plaza; una vieja casona de tapia remodelada con mucha elegancia por Óscar Salazar, un prestante arquitecto que hizo realidad uno de los primeros café-concert de Medellín, que cerró más pronto de lo que soñó porque a la bohemia de esta villa regateadora le da alergia el gusto refinado que tanto anhela y termina por revolcarse en la recocha popular.
Era en el mismo lugar donde después se levantó El Goce Pagano, que importaba artistas de talla internacional: soneros cubanos, salseros de Nueva York, baladistas españoles y milongueros australes… Todos venían a cantar en vivo y en directo cuando el pastel de los narcos ya cuajaba y todos recibían su porción. Hasta que una noche de ajuste de cuentas fumigaron a más de uno con metralletas mini-uzi y dejó salado ese local por muchos años, pero llegó La Paila Mocha en los noventa, donde un remolino de muchachos con sacos de abuelitos y tenis pisahuevos llenaron ese antro y le hicieron la contra a esa maldición con sus pogos de grunge y sus rituales de ska bailando como gallinas… Fue ese impulso el que trajo de vuelta a otros románticos, como al teatrero Fernando Velásquez que al lado fundó Dorothy, un bar que tuvo el atrevimiento de presentar pequeñas obras de cámara consideradas una extravagancia de culto. Que en contra de los pereques mojigatos le terminó de abrir la puerta a una comunidad gay que apenas se asomaba para salir del clóset. Y se sumó al hormiguero alborotado que era el parque. Alcahueteado por Los Saldarriaga, esa cafeteríabar de mi familia; en la que dimos lora y lidia por más de treinta años…
Pero antes de que nos sepulte este arrume de bares volvamos al Zaguán de la Plaza. Yo llego allí porque mi hermano Alberto era el barman, había sido barman en Acuarius, restaurante de día con música clásica del FM y discoteca de noche, la primera de Las Palmas. Entonces a Julio Arango, el administrador del Zaguán, se le ocurrió una idea maravillosa: “Hagamos un entrenamiento de una semana al personal, como lo hacen los elegantes cafés de París, para que abramos por lo alto y demos el mejor servicio que ha visto esta ciudad”. Y un día antes, para distensionar a sus muchachos, les destapa dos botellas de whisky. Al otro día, el de la inauguración, como es de suponer, solo les llega la mitad del personal. Los otros no aparecen, no responden. Desesperado, Julio le suplica a sus empleados fieles y enguayabados que lo ayuden, pero estos no dan abasto atendiendo al jet set criollo que atiborra el lugar. “¿Quién conoce amigos o familiares que puedan ayudarnos?”, clama Óscar, apretando las riendas de sus finos modales para no estallar… “Ah, pues yo tengo un hermanito que es como medio avispado”, dice mi hermano Alberto. “Pues llámelo, llámelo y que se venga ya”. Era el 83, yo recién cumplía los 17 y esa noche estaba viendo Pero sigo siendo el rey, la telenovela que estaba en su furor. Mientras me curaba las adoloridas manos, porque trabajaba con retales de láminas y soldadura de punto, contesto la llamada de mi hermano que me dice: “Vea, vaya al chifonier mío, saque un pantalón negro, una camisa blanca y un corbatín, se los amarra como puede y se viene para acá ur-gen-te”. Obedecí como si fuera una orden. Entonces yo me eché eso en una bolsa y…, casi no llego al Poblado.
Vivíamos en San Javier y cogí el Circular Sur que se demoró una eternidad dando tremenda vuelta, con paradas largas en la 80 para completar el cupo, hasta que me bajé en supermercados Éxito. ¡Y qué problema para llegar al parque de El Poblado!
Cuando llegué con mi bolsita de plástico, Julio, el administrador, me repara de pies a cabeza y como ve que soy rubio, blanco y zarco, me dice sin dilación: “¡Venga mijo! Dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve y veinte. Esas son las mesas suyas”. Me cambio a la carrera con esa ropa prestada que me queda grande y me hace ver como Charles Chaplin y le digo a mi hermano: “¡Ay, Alberto! Ese señor me dijo que atendiera esas mesas”. “¡Mejor! Agradecé que no te puso a lavar vasos y te tocó de mesero. ¡Ahí está la plata!”. “Pero ¿y quién me ayuda?”. “Yo le ayudo”. Entonces los meseros viejos ya habían cogido los charoles buenos y solo quedaban unos charoles enormes y pesadísimos, que en los hoteles de Estados Unidos llaman los bad boys, que solo sirven para recoger los platos y vasos sucios de las mesas.
Para tu sorpresa en la primera mesa que te toca atender están unas luminarias bogotanas, famosas estrellas de la farándula criolla. Nada más ni menos que a la presentadora Gloria Valencia de Castaño, llamada la gran señora de la televisión colombiana, a su hija Pilar Castaño y a los consagrados actores Carlos Muñoz y Raúl Izaguirre. Con asombro identificás alrededor otros actores del elenco de Pero sigo siendo el rey. No lo podés creer. Como tampoco creés lo pesado que está ese enorme charol que llevás como santo de procesión, lleno vasos de cerveza y botellas tambaleantes. Y cuando por fin estás por descargarlo en la mesa se te riega la coca-cola encima de doña Gloria Valencia de Castaño. Ese fue tu primer servicio. Y te dieron ganas de llorar, conteniendo la vergüenza y sin saber qué hacer, hasta que las bondadosas palabras de la encopetada señora te sacan, se apiadan un poco: “¡Ay, mijito, no se preocupe… ¡Si así fueran todos los problemas en la vida!” y te pide que le vuelvas a traer su pedido esta vez en un charol decente.
“¿Quién es el administrador de este negocio?”. Exigió la hija, Pilar, energúmena, desencajada de la ira, mientras yo pensaba: hasta aquí llegó mi carrera, tocó seguir en la soldadura. Y cuando ya pensaba en quitarme el corbatín, se me ocurrió, porque yo ya tenía
un poquito de malicia, decirle que ya le llamaba al administrador. Y le conté todo a mi hermano con lágrimas en los ojos. Él, solidario, me dijo: “Vamos para allá y usted aguántese todo lo que yo le diga”. Así, mi hermano hizo toda una actuación magistral entre insultos y reproches. Mientras yo solo asentía con cabeza gacha y actitud compungida le contestaba: “Sí, señor, sí, señor, cómo no…”. Ya después, solos, me recomendó que no los atendiera más.
Luego de aquel incidente, regresás a la mesa para llevarles la cuenta de un servicio que tu hermano hizo para cubrirte la espalda. Al pagar, Gloria Valencia te da un billete de diez dólares. Y en un estado de shock, sin poderlo creer, te metés al baño, arrugás ese billete y le pasás la uña para comprobar que no sea falso. Es la primera vez que tenés dólares en tus manos.
Y yo miraba mis manos rajadas, quemadas por la soldadura y pensaba que, en ese tiempo, que el dólar estaba a cuatrocientos pesos, debía pelarme mucho para ganarme esa plata. Al final de la jornada, cuando conté que había ganado casi cuarenta dólares, me miré al espejo y me dije: ¡esto hay que aprenderlo!
En adelante, en el Zaguán descubriste una fauna hasta entonces desconocida y exótica. Llegaba la crema y nata de esta ciudad que solo habías visto pasar a mil en sus carros por la 80, porque ni a San Javier iban. Pero sí llegaban a este café-concert a degustar la atracción principal que era un grupo de jazz de planta llamado CAP: un trío excepcional para los entendidos, conformado por intérpretes de Colombia, Argentina y Brasil. Y así vas aprendiendo a cultivar tus gustos, a saborear bebidas de alta alcurnia y a probar bocados de la carta internacional. Disfrutas en vivo de artistas de renombre como Alci Acosta, Olimpo Cárdenas, Carlos Arturo, y otros boleristas que eran la sensación del momento. Allí Julio Arango, el administrador, al ver tu malicia para sortear a los perecosos clientes, te invita a hacer a unos reemplazos en Anclar.
Sumerjámonos entonces en Anclar, que curiosamente empieza con una historia acuática. Como todos sabemos, Michael Phelps es el nadador de la USA más ganador de todos los tiempos, con un total de veintiocho medallas olímpicas. Pero antes de él, entre los años sesenta y setenta, Mark Spitz
era quien batía todos los récords. Rompió marca mundial en cada uno de sus triunfos y fue el primer atleta en la historia de los Juegos Olímpicos en conseguir esta hazaña en una sola edición. Te cuento esto porque Mark Spitz estuvo en Anclar, donde terminé trabajando, y me dijo con la sinceridad que afloja el licor, en un maltrecho español: “El único que me pudo haber ganado a mí fue Julio Arango”.
Julio Arango era un nadador de locura, bugueño, estuvo en los Juegos Olímpicos de Tokio de 1964, donde fue el primer nadador sudamericano en romper la barrera de los dieciocho minutos en los 1500 metros libres. Luego estuvo en los Olímpicos de México del 68 donde compitió con Mark Spitz. Pero a Julio se le recuerda por haber creado a mediados de los años setenta el popular Julio’s, uno de los primeros bares fundados en Medellín bajo el concepto de taberna. Ubicado en La Frontera, en los límites entre Envigado y Medellín. Un lugar que ganó fama por atraer a jóvenes con música americana, como se les decía a las canciones anglosajonas que estaban de moda. Otro de sus atractivos fueron los juegos electrónicos de mesa como pinball y maquinitas con Marcianitos y Pac-Man, recién traídos de la USA.
Por aquel tiempo no había tantas discotecas. Lo que si existían eran las tabernas, con estilo rústico y decoración artesanal, muchas de ellas bohemios socavones alumbrados con los pabilos de velas de parafina regada, ideales para escuchar la nueva trova cubana y baladas románticas. En El Poblado podían contarse con los dedos de las manos. Estaba La Barra de la 10, abajo del parque de El Poblado; Piano Bar, entre la avenida El Poblado y San Diego; El Cocodrilo, en la transversal intermedia con la loma del Escobero; Casa Verde, en la loma del Chocho; Obélix, en el Tesoro; además de la conocida Calle del Vicio, donde quedaban seis tabernas legendarias cerca de lo que hoy es el mall La Frontera, donde se destacaban Julio’s, La Bávara — único en vender cerveza alemana–, La Tertulia y al fondo estaba La 21. Eran los sitios de rumba donde los jóvenes llevaban a sus novias, se escondían con sus tinieblos o departían con su barra. Lugares donde se tenían que correr mesas y sillas para abrir un campito cuando los tragos aflojaban esos tiesos cuerpos y daban ganas de bailar; se pedía al administrador que cambiara el casete y pusiera una tandita de merengues de Wilfrido Vargas para animar la cosa, unas bachatas de Juan Luis Guerra para bailar pegadito y lanzarse a dar un piquito cuando suene “De tu boca dame más que se me antoja…”, dar vuelticas con “Nuestro amor será como un manantial de luz…” y terminar bien apretaditos con “Una aventura es más bonita…, reventamos, estamos que reventamos, cada vez que de frente nos miramos y los pies bajo la mesa nos tocamos”, y ya deje que suene el disco entero del Grupo Niche y de ñapa acabemos con toda la salsa de cama de Edy Santiago. Algo bien íntimo, bien FM.
Y así Julio Arango se convierte entonces en el Rey Midas del momento, en el flautista de Hamelín de las tabernas. Y como el Medellín de esa época es un pañuelo donde todo el mundo se termina por “relacionar”, es Óscar, el arquitecto dueño de Zaguán de la Plaza, quien le presenta a Julio la que será su novia: Clara Arango. Esta señora distribuía botes y artículos de pesca, anzuelos, atarrayas, botes fuera de borda… En un almacén que llamó Anclar, en la avenida El Poblado, a una cuadra del parque y al lado de la quebrada La Presidenta. Pero Anclar pronto entra en desgracia y a Julio, para salvar a su novia de la debacle económica, se le ocurre la gran idea de montar un bar.
“¿Y un bar aquí…, adónde?”. Le pregunta Clara atónita. Julio le dice que confíe en él y deje todo en sus manos. De la noche a la mañana le instala una larga barra de punta a punta, la más larga de Medellín; una vitrina con un colorido surtido de licores importados, un televisor donde rotan videoclips de MTV grabados en tacos de Betamax, recicla los artículos de la tienda como decoración, redes con coloridos peces y langostas de plástico, pone mesas y sillas en el local e invade la acera. Así reinaugura el almacén convertido en el flamante bar/tabern. La idea que al comienzo parece un disparate termina siendo otro éxito rotundo. Este hombre parece tener el triunfo adherido como una sombra. Un lugar que pronto ganó mucha popularidad de los curiosos y esnobistas habitantes de la Bella Villa.
Anclar fue una barra atendida por Emilio, que había sido barman de Julio’s. Ese fue el otro ingrediente del éxito, porque Emilio había trabajado antes en Manhattan, el bar más peregrino de Medellín, ya que nació en el barrio Boston, se fue a la 70, luego a la calle 8 de El Poblado y le perdí el rastro porque se multiplicaron los bares llamados Manhattan. Pero hubo un tiempo en que cada que se abría un bar, usted sabía dónde se ubicaba, de qué estilo era, quién era el dueño y quiénes lo iban a manejar.
Desde entonces, Rafa, vestido de traje blanco con un gorrito de marinero, empezás a navegar en los azares de Anclar. Un lunes lo primero que te piden es un Grand Marnier. No sabés qué es eso. Vas a la barra y le preguntas a Emilio, a quien le parece todo un acontecimiento porque es la única vez que alguien ha pedido ese exótico licor, base de famosos cocteles, mezcla de coñac y esencia destilada de naranja amarga. Y por mucho que tratás de recordar la receta solo aparece la leyenda que corre entre los barman y meseros de El Poblado: cada tanto un personaje misterioso que nadie logra recordar llega a un bar y pide aquel raro y escaso licor… Dicen que es el diablo que tiene un gusto muy refinado.
Anclar en la avenida El Poblado, como La Baviera en Las Palmas, como Los Saldarriaga en el parque de El Poblado, como Niágara 5 Puertas en el Lleras, como El Social en Provenza, como Trilogía en Barrio Colombia, fue uno de esos vórtices de energía que supo atraer comensales con ideas sencillas pero muy atractivas, como por ejemplo sacar al bar a dar una vuelta. Porque la primera chiva que hizo paseos por Medellín salía de Anclar, con un antojador nombre: “Qué rico Medellín de noche”. Doña Clara era una sagaz negociante, no daba puntada sin dedal, nosotros citábamos a la gente a las cuatro de la tarde, pero salían a las ocho de la noche cuando ya habían tomado cantidades navegables de licor. Y acaso si le daban una vuelta al parque para terminar de emborracharlos.
En una resaca luego de esas fiestas, doña Clara nos pide un cóctel que no teníamos, para servirlo en una copa que le pareció bonita. Nosotros hacíamos los cocteles de rigor, piña colada, margarita, tom collins, mojitos, gin fizz, y un sunrise con vino blanco. Pero ese día, para despacharla, con Emilio le hicimos un cóctel colectivo para saciar su capricho. Yo le eché vermut. César, un mesero, echó una bebida amarilla muy sofisticada llamada Galliano L’Autentico, licor de hierbas italiano, es dulce y tiene un complejo sabor a vainilla y anís con sutiles notas cítricas y hierbas leñosas. El administrador echó brandi del más fino. Y quedó hecha una bomba. Revolvimos todo eso con la sabiduría de Emilio, que le dio su toque secreto. Por casualidad hicimos un cóctel muy apetitoso. Al saborear esa afortunada pócima, la patrona, que no se perdió movimiento, pontificó: “Pues con toda esa mezcolanza que le echaron, a este trago lo vamos a llamar Orgía”.
Y así nació, en el año 85, uno de los primeros cocteles de autor; moda que se popularizó en los diferentes bares; como pasó en el 89 en el bar La Jarana, que quedaba en el Centro Comercial Aliadas, con un coctel que bautizaron “En el suelo nos vemos”. En el noventa creamos México Loco en el bar Tabasco del Lleras, que eran los primeros cocteles exorbitantes de veintidós onzas. Y el nunca bien ponderado Perro Loco del Barnaby Jones en el 94, que mezclaba cinco licores, te lo tomabas en una silla giratoria de barbería y te daban un par de vueltas para despacharte. A partir de allí se creó un efecto dominó de otros negocios que tuvieron que ingeniárselas para hacer su coctel de la casa, su escudo de armas para distinguirse de la aguerrida competencia.
Y me confiesas, Rafa, que has estudiado el tema y les has seguido el rastro a las bebidas espirituosas de esta ciudad. Y ya entonado me juras que a comienzos de los ochenta en Medellín había cantineros, pero no barman. Porque solo en algunos selectos y exclusivos lugares ofrecían tragos preparados. Los mejores dry martinis y cosmopolitan de la ciudad eran preparados en el bar Manhattan. Había una barra catalana con oferta de licores españoles en el restaurante Las Cuatro Estaciones, en la entrada del Poblado por Manila. Si querías amargos italianos debías ir al Cerro Nutibara a Salvattore para probar un buen fernet, cinzanos y vermuts. Y te atreves a declarar que en suerte te tocó presenciar los dotes de quien fuera tu maestro Emilio, a quien sus patronos llevaron de viaje a Nueva York para que aprendiera de la fuente misma de los alquimistas de la coctelería internacional.
Otra leyenda fue la de don José Miguel Velásquez, el propietario de la Vinería de Manila que dio origen a un famoso licor llamado: Vino Tres Patadas o Tres Pachangas, que se hizo muy popular sobre todo en los jóvenes de los años ochenta y noventa. Hecho en una vieja casona en la entrada del barrio Manila, en la vía conocida como El Carretero, ya que por allí pasaban las carretas que venían de Centro hacia los poblados del sur. Su hijo, José Juliá, conocido como el Chivo, campeón y entrenador olímpico de Colombia en ciclismo de pista, me reveló una noche los secretos de la bebida.
En realidad, la marca comercial era Vinos Sáenz, en honor al apellido de la familia cubana que fundó la fábrica, tal como se leía en la etiqueta. Pero los cubanos quebraron porque los viñedos cultivados en el municipio de Olaya, vecino de Santa Fe de Antioquia, se echaban a perder por las volubles condiciones del cañón de río Cauca. Entonces don José Miguel, que por aquel entonces era algo así como el administrador, adquirió la fallida vinería. Con su malicia paisa pensó que la uva podría dañarse, pero lo que había de sobra en el occidente era tamarindo. Y fue así como creó esta bebida de elaboración artesanal, hecha con la pulpa de tamarindo, una adición de doce grados de alcohol, agua y azúcar en caramelo, y conservada en barriles de roble. Venía en dos presentaciones, rojo y blanco sin el caramelo. Gracias a un enguayabado que luego de tomarse una garrafa dijo que sentía como si le hubieran dado tres patadas, se regó ese nuevo apelativo. El resto es historia patria. Paradójicamente, así como el licor aporta su impuesto para la salud, en 1997 la vieja casa donde funcionó la vinería fue demolida para la construcción de la sede de Metrosalud de El Poblado.
La clientela es la que acredita los negocios, define su carisma y revela su personalidad y por ese entonces los mafiosos no olían maluco. Además, venían cargados con fajos de “dolorosos” que compraban un silencio cómplice sobre su procedencia y propinaban una alegría alcahueta.
Eso era muy bueno, es que yo me ganaba en el año 83 lo que no me gano hoy un viernes, pero sin la menor duda. Podré morir y no me los gano. Pero como en los buenos cocteles, su éxito depende de la mezcla precisa de distintos sabores. Y en Anclar había de todo como en botica. Llegaron las señoras de la high, amigas de doña Clara, esposas de empresarios que se iban a endulzar sus tardes con unos traguitos. Los estudiantes del CES y de Eafit que ya Julio había tentado desde su taberna. Y caían los ejecutivos del naciente centro de los nuevos negocios que bautizan como la Milla de Oro. Abren el círculo un grupo de creativos reconocidos, Mauricio Chica, Michel Arnau, Jaime Uribe, dueños de agencias de publicidad que van cogiendo renombre. Y empieza el boom, a la creatividad hay que sacarla de la oficina. Todos se iban a encontrar en el bar, a invocar lluvias de ideas para sus memorables campañas, a hacer jingles que todo el mundo tarareaba.
Son los ochenta en su esplendor y han dado en el blanco con mensajes estimulantes, hablando el lenguaje de una nueva generación de consumidores de los productos y servicios de sus amigos los nuevos empresarios; esos otros jóvenes herederos de padres industriales, recién llegados del otro lado del charco traían las ideas avangard del viejo continente, dan un giro a sus tradicionales negocios de familia y comienzan a generar marcas de ropa, calzados y accesorios que imponen la moda local, al mejor estilo de las últimas tendencias en la USA, que es donde ahora se centra la atención de esta ambiciosa ciudad en ebullición. Es la nueva mentalidad emprendedora, hija ejemplar de la antigua pujanza antioqueña de sus ancestros. Esa era la nueva generación que confluía en aquellos bares y se encontraban en la vida nocturna de esa época. Esa era la gente que atendías, Rafa.
Pero también vi a muchos de esos hijos de papi, con plata y tedio de sobra, que se metieron sin necesidad a estregar dólares; a tentar la suerte con narcoaventuras en busca de disparar capitales y emociones. Y ahí sí, cuando ya se vieron empantanados hasta la coronilla, se los veía llegar al bar con caras de tragedia, temblando por negocios caídos, por vueltas que no lograron coronar. Pálidos por turbios tratos. Colapsados por estrepitosos derrumbes que se tragaron herencias. Sicosiados, amenazados, perseguidos por delincuentes de todas las calañas. Solos y embalados, sin un trago redentor que pudiera calmarles sus tembleques nerviosos. La vieron grave y se quejaban con tardíos arrepentimientos, rasgadas de vestiduras y búsquedas de culpables. Solo entonces esos simpáticos “mágicos”, capaces de multiplicar fortunas, se convirtieron en mafiosos deleznables.
Así es que explosiona esa vaina y son señalados como narcos, portadores de la nueva lepra; repelidos y excluidos de la sociedad. Condenados a esconderse a plena luz del día y arrinconarse en las noches en los antros más oscuros, mientras los sindicados apenas miran a los de la mesa del frente, con quienes ayer bebían y brindaban. Ven cómo les niegan el saludo, les dan la espalda y desocupan el bar a toda prisa. Y ahora se preguntan: ¿y desde cuándo se reservan el derecho de admisión, de cuando acá solo yo soy la manzana podrida cuando todos estamos carcomidos por el mismo gusanillo de la ambición? ¿A quién se le pide permiso para merecer estar en estos lugares? ¿Y es que mi plata ya no vale?
Creo que ese quiebre fue en el 86. Yo venía atendiendo a Pablo Escobar desde el 83, como si nada, un señor igual a otras personas adineradas que caían allí, tan prestante que se reunía con militares, curas, políticos, alcaldes, concejales y diputados y otros aparentes comerciantes. Recuerdo que me preguntaba con voz pausada y acento marcado: mijito, ¿cuántos son aquí? Y yo le respondía que los dos turnos sumábamos catorce personas. Y él me daba de propina doscientos mil, que era mucha plata. Y a repartir diez mil para los cinco meseros que éramos realmente y el resto para mi bolsillo. Ahora es que uno piensa, qué tamaña osadía, dizque tumbando a Pablo Escobar. Pero es que cuando uno no sabe quién es quién es muy lanzado. Creo que atendí a Pablo más de treinta o cuarenta veces. Primero en Anclar y luego en Arrecife, que se ubicó unos metros después y se llevó los restos del naufragio de Anclar. Pero te confieso que es de las pocas personas en la vida a la que no le he podido sostener la mirada. Había algo muy hondo y fuerte que me daba miedo, me hacía esquivarle la vista y agachar la cabeza. Incumpliendo así el primer mandamiento del mesero que dice: “Mirarás a tu cliente a los ojos para ganar su confianza”. Y eso que yo a Escobar nunca lo vi borracho ni salido de casillas. Solo tomaba cerveza o vodka, mientras que a los demás, aquellos a quienes llamaban sus lugartenientes, a esos sí había que tratarlos cada cual a su modo, unos con pinza y otros, aunque usted no lo crea, con braveos. Eran sicarios, gente de barrio, muchos sin modales, de pintas extravagantes y modos visajosos.
Entonces los recuerdos te inundan el alma, Rafa. Y ya traguiadito te echás a perder en la evocación. Y ves a la glamurosa Macuá, prominente homosexual de los ochenta, con su vestido de odalisca árabe, sobre aquel elefante decorado de hindú, con el que marchó en la carrera 70 patrocinada por delirantes narcos. Desfilando sobre esa larga barra de Anclar, lanzado flores de croché que ella misma bordaba, seguida por una corte de Quicas, Popeyes, Mugres, Pininas, Chopos y otro sicarios que dan tiros al aire, desde aquel Renault 4 sin puertas de esta reina de la extravagancia; la única que le hace aflorar una risa a Pablo Escobar y le consigue muchachas, carne de cañón joven para el matadero… Y como si fuera un coctel, esta comparsa te revuelve el pasado. Se parece a la película Roma de Fellini, que viste una tarde picado por curiosidad en el Cineclub El subterráneo, que quedaba ahí en la calle 9, donde después sería Teleantioquia… Aquella película que te hace acordar a Duni, tu maestro del cine y de la vida.
Al igual que el desfile de modas que Fellini hizo con toda la corte del Vaticano, así se arma en tu alucinada ebriedad otro carnaval descomunal. En ese destartalado bus del viejo Armando, del 20 de Julio-San Javier. El último Circular Sur que te recogía a las diez de la noche cuando salías de El Tufo. Aquel bar de la 70, propiedad de un tío tuyo. Allí donde debutaste como mesero, siguiendo los pasos de tu hermano Alberto que trabajaba en el legendario Perro Negro, en el Pedrero, sitio bravo de malandros. Un bus que es como tu vida, cargado con personajes estrambóticos como los dos enanos disfrazados de charros mexicanos, terciados con tiras de cananas de plástico y pistolas de juguete que trabajaban en una cantina de Belén llamada La Ponderosa. A su lado, como almas en pena una tropilla de meseros de Las Margaritas, Los Dinos, Las Terrazas de la 70, con deslustrados smokings, en una parada se suben los cuestionables clientes de El Molino, que quedaba sobre el sótano salsero del Tíbiri Tábara. Un grupo de personajillos de agrietadas carteras “mariqueras” a quienes llamaban Asotrapo, Asociación de Traquetos Pobres; dedicadas a un mediano tráfico, porque no era ni micro ni macro. Se unen a esta caravana, adormilados espectadores que salen de la última función de los cines junto a los proyeccionistas de los teatros Granada y Odeón 80. Los lustrabotas sucios de esmog con sus cajoncitos de betún bajo la axila. Las prostitutas de maquillaje corrido oliendo a sudor de muchos hombres, y vendedores ambulantes con sus cajoncitos de dulces y cigarrillos que agobiados regresan a casa. Por la de atrás se montan los ladrones cosquilleros que a esa hora ya no ejercen y se sientan al lado de unos cuantos borrachos que salen de la discoteca Tropicana de la 70 con San Juan…, y con cupo lleno, aparece ese ventero de chaza de la parada de Bolívar; el bartender de aquel bus, que sigue despachando guaros menudiados a los pasajeros que, como tú, se toman su copiaditos, tratando de alargar la fiesta…
Pero en el 89 se apaga la fiesta. Ese Pablo señalado, perseguido, ofuscado y rencoroso, impuso un toque de queda después de las diez de la noche. Y mandó a sus sicarios motorizados a dar vueltas por los barrios para intimidar con el ronroneo de sus motores, a pasar ráfagas de metrallas a negocios abiertos con o sin gente, a poner bombas en esos lugares que a escondidas osaron desafiar su mandato. Y así, la rumba de Medellín quedó en estado de coma durante un año.
Ese fue nuestro encierro impuesto; una pandemia previa de intimidación y terror, un confinamiento de violencia que nos enclaustró por miedo a una retaliación sicarial, a caer en un atentado resentido y vil. Clausuró la noche y sus negocios, y nos condenó a no poder bailar en una discoteca, ni a encontrarnos con amigos a tomarnos unos tragos en un bar, ni a divertirnos en la mansa y juguetona oscuridad de las tabernas con parejas y amistades. Ni siquiera a sentarnos en un parque y hasta nos privó de la más básica libertad de errar por las calles sin destino. Nos silenció la noche y la zozobra nos entristeció el alma.
* Este texto hace parte de El Poblado secreto y otras leyendas, libro de cuentos y mapa oculto de la Comuna 14. Proyecto ganador del programa de Planeación del Desarrollo Local y Presupuesto Participativo de Medellín.