Número 136 // Septiembre 2023

El viejo Saldaña

Por FEDERICO ARTEAGA
Ilustración de Rarónica

El viejo Saldaña tenía muchos años y hambre suficiente para salir a arrastrar el carrito de mercado lleno de helados cuesta arriba por la calle Moore bajo el sol de mediodía. Había sobrevivido la sequía del 92 y la Gran Guerra de la Naranja Postobón del 97 sin un rasguño; pero su suerte y la ventaja de la edad iban rezagándose en la amañada carrera del tiempo y ahora tenía que ayudarse con pequeños trabajos que apenas solventaban sus necesidades mínimas y no lo dejaban soñar con el lujo del tiempo libre.

Seguramente tenía nietos jóvenes y fuertes que le darían una mano si los hubiera conocido y si los hubiera querido. Sus propios hijos hablaban de él como de un ave de paso que cruzó el cielo gritando promesas y se fue cagándose en sus vidas, como siempre hacen los pajaritos pintados en el aire. Las mujeres que quisieron al viejo Saldaña le guardaban un cariñoso rencor por su abandono y por los recuerdos de una vida de aventuras a la que se asomaron alguna vez y ya nunca pudieron olvidar su paisaje.

Con todo, Saldaña no se quejaba. Paraba en las esquinas y se limpiaba el sudor de la cara cetrina mal afeitada con una bayetilla roja. Achicaba los ojos abriendo la boca con el peligro de que sus pocos dientes flojos y amarillentos salieran volando y empezaran a sembrar sus mentiras otra vez sin que él pudiera prevenirlo. Miraba loma arriba y loma abajo, se admiraba de todo lo que había recorrido en la mañana y se admiraba de todo lo que faltaba por recorrer en la tarde; en ambos casos se admiraba mucho más del poco helado que vendía considerando el calor del diablo que hacía todos los días de su trabajo.

Tenía puesto un enterizo de poliéster que calentaba más de lo que convencía a la gente de la calle de que sus productos eran parte de la honesta competencia que desbancaría al Gran Refresco que todo lo observaba y que calmaba toda sed. Conocía canciones que resumían la miseria de su jornal, desafortunadamente cantarlas sólo lo cansaría más y en nada aliviaría su trajín. Se las recitaba en el silencio sancochado de su cabeza y entre melodías se repetía: “Ahí va el viejo Saldaña, el que se escondió en el Magdalena dos semanas para que no lo matara el marido de una querida. Ahí va el viejo Saldaña, el que se memorizó la biblia con un cura que le dio techo y comida mientras le mantuviera la conversación sobre el Antiguo Testamento y se dejara poner una mano en la pierna. Ahí va el viejo Saldaña, con hambre y miedo una vez más”. Y volvía a cantar sin música y sin sonido los boleros del desastrado para el público indiferente de su imaginación.

El sonsonete pregrabado de su carrito de mercado convertido en carrito de helados anunciaba que vendía medio litro de helado por tan solo dos mil pesos, aunque también tenía la promoción que ofrecía dos por tres mil, dos por tres mil, dos por tres mil. El viejo Saldaña recordó un profesor de castellano que en clase decía que la lección que se repite tres veces no se olvida, no se olvida, y no se olvida. Sonreía de forma minúscula, cuidándose de no gastar energía en alegrarse y vigilando que no se le cayera un diente mientras lo hacía, pues sabía que una semilla de su boca solamente daría por fruto una enredadera de embustes.

Reconocía la canción que acompañaba el anuncio repetido de su carrito. Era una formulita electrónica que los muchachos escuchaban en sus fiestas cuando él ya era un hombre hecho y derecho; sonaba con el desespero y la urgencia de hacerles creer a los vecinos de cualquier barrio que había llegado un atemporal carnaval de sabor y precios bajos. Medio litro de helado por tan solo dos mil pesos. Aproveche la promoción: dos por tres mil, dos por tres mil, dos por tres mil.

Un hombre de unos treinta años salió de una casa en pantaloneta y chanclas de plástico y con un silbido hizo parar al viejo Saldaña. “Ey, ¡qué rico un heladito, ome!”. Se fue acercando arrastrando las chanclas con un billete en una mano y con la otra sobándose el estómago bajo la camiseta.

—¿Qué sabor quiere y cuánto va a llevar? —preguntó Saldaña innegablemente viejo y cansado.

—No sé, hermano. ¿Qué me recomienda para un guayabo asesino?

Saldaña se rio de la ocurrencia del tipo y no tuvo suficiente cuidado de su boca: un diente se zafó de su encía y cayó debajo del carrito sin que ninguno lo notara.

—Para que empate —dijo Saldaña—, llévese medio litro de ron con pasas. O dos por tres mil.

—¿Será?

Mientras el de la pantaloneta pensaba, la música del anuncio parecía afanarlo para que tomara una decisión divertida y moderna.

—Esa canción me acuerda de una fiesta —dijo el hombre sin dejar de sobarse el estómago—, hace años. Después de la guerra. Estábamos muy borrachos y la pusimos como veinte veces. Dame medio litro de ron con pasas pues.

El diente debajo del carrito de mercado convertido en carrito de helados empezó a temblar como la semilla madura que era, caído del árbol del viejo Saldaña, el que había alertado a los sindicalistas de los bancos que el F2 iba a desaparecerlos en la próxima manifestación. Sus raíces eran apenas reverberaciones del calor en la calle y subieron hasta prenderse de la caja de poliestireno y papel canela de la nevera que llevaba los helados. La cabeza de Saldaña empezó a llenarse nuevamente de andanzas y trucos y versos y ya no tuvo tanto calor y el enterizo de poliéster había dejado de sancochar las canciones en su cabeza.

—Con el guayabo uno reflexiona, ¿no? —Saldaña tanteó a su cliente—. Cuando uno dice que no vuelve a beber por la resaca, una parte de uno lo dice en serio porque está sensato, está más sobrio que nunca. Y uno recuerda con harta claridad las cosas que le importan, ¿se ha fijado?

El cliente cuchareaba el helado sin prestarle mucha atención al viejo pero sin irse tampoco aunque ya había pagado su ron con pasas. Las raíces calientes entraron a la mercancía y se volvieron silbiditos de humo frío acariciando los tarros de medio litro y los de dos medios litros.

—Por eso la gente se acuerda de sus esposas y sus hijos cuando está enguayabada, los piensa sin que el alcohol estorbe, y la gente se arrepiente, ¿no le ha pasado? —el cliente asintió chupando su cuchara con los ojos cerrados—. Y ahora usted me dice que esta canción le recuerda una fiesta después de la guerra. Todo enguayabado, eso es de lo que se acuerda, ¿cierto? Como si eso fuera lo que extrañara.

El tipo de las chanclas y la pantaloneta dejó de comer helado y se quedó absorto mirando cuesta abajo, como si al final de Moore la guerra recién acabara y sus amigos le brindaran el primer trago de la noche poniendo una canción electrónica que muchos años después solo serviría para vender helados. Y allá abajo esa fiesta lo esperaba. Abajo, en el fondo del carrito, las raíces del diente caído crecían en espiral e iban oscureciendo el depósito de ron con pasas, chocolate, frutos rojos, y muchos sabores más.

—Allá es donde desea volver, ¿no?

El tipo miró al vejo Saldaña como si saliera de un trance asustado del mago, pero el mago no dejaba de sonreír y con una mano arrugada de uñas desconchadas abrió otra vez la tapa de su neverita de helados. Los vapores fríos volvieron a atrapar la atención del cliente y observó el contenido de la caja. No veía los tarritos plásticos llenos de cremas coloridas, sino un remolino negro con luces como de fiesta. A lo lejos, la canción de la propaganda sonaba más fresca que nunca y las voces de sus amigos celebraban con risas y tragos la oportunidad de celebrar con risas y tragos. Hasta el olor que subía a su cara era el de la calle vieja donde había un montallantas y una panadería y todo olía a caucho vulcanizado y roscones a las tres de la tarde.

El viejo Saldaña cogió el tarro de helado de la mano del cliente y el cliente, con la voluntad embotada de los enguayabados, se agarró del borde de la neverita y escuchó y miró y olió. Se descalzó sobre la calle caliente y metió un pie en la caja, dio media vuelta y metió el otro pie. Se agachó adentro como si bajara por una escalera y, cuando su cabeza había desaparecido en la negrura festiva del torbellino salido del diente caído del viejo, estiró un brazo y cerró la caja con la tapa que Saldaña soltó.

La cabeza del viejo Saldaña, el que de muchacho quitaba la luz del barrio a la medianoche para que todos se dieran el feliz año al mismo tiempo, recuperó el peso de la edad pero su mirada y su paso tenían un nuevo aire. Le había robado algo de juventud a la cuadra donde se le había caído un diente que se había esfumado bajo el carrito de mercado convertido en carrito de helados. El recorrido que le esperaba en la tarde se anunciaba menos cruel que antes. Ya estaba en la intersección de Moore con El Palo. Subiría hasta el Parque de la Imaginación y de ahí bajaría al parque de Boston donde podría sentarse a descansar un rato.