Número 141 // Octubre 2024

Niebla del riachuelo

Por PASCUAL GAVIRIA
Fotografía por el autor

Charalá tiene una pequeña historia patria. Dos hijos ilustres en las gestas libertadoras, José Acevedo y Gómez, el hombre de los discursos del 20 de julio, y José Antonio Galán, líder de los comuneros que se adelantaron a la independencia, nacieron en ese municipio revoltoso. Y Antonia Santos, desde su hacienda El Hatillo, ahí cerca, apoyó a los guerrilleros charaleños que impidieron el paso de los españoles que iban camino a reforzar la tropa de Barreiro en la Batalla de Boyacá. De modo que la gloria de Boyacá se gestó en Charalá. Todo el pueblo conoce esa gesta digna de los actos cívicos, y se nota en las placas conmemorativas y en las respuestas de sus habitantes. No es fácil llegar hasta ese municipio libertador, son seis horas desde Bucaramanga, cruzando el cañón del Chicamocha y sus hermosos desfiladeros.

Charalá tiene también una tragedia reciente, un lugar en las páginas de la infamia paramilitar. Hace un poco más de veinte años, hombres del Frente Comuneros Cacique Guanentá llegaron al corregimiento de Riachuelo a una media hora del casco urbano de Charalá. Ahí estuvieron entre 2001 y 2004. Armaron su base en El Salto, una cascada orgullo natural de la zona, y en su afán piadoso la llamaron El Salto del Ángel. Todos los días subían de civil al pequeño parque del corregimiento, fiaban en sus tiendas, advertían, cortejaban y ajusticiaban en El Salto de Ángel. Eran dueños de la cotidianidad y de las más temidas decisiones. Nada distinto a lo que sucedió en cientos de pueblos durante más de una década de auge paramilitar.

La página más infame de ese dominio quedó en los cuadernos del Colegio de Nuestra Señora del Rosario, que mira desde el parque de Riachuelo a la iglesia construida por los indígenas en 1775, y que acompaña la casa cural, algunas tiendas, doce palmas, cuatro ceibas y una fuente de piedra. Los paras, al mando de alias Víctor, comenzaron a subir al colegio y se hicieron cercanos a la rectora Lucila Gutiérrez y a su esposo Luis María Moreno, por entonces concejal del municipio. La Comisión de la Verdad habla de niños, niñas y adolescentes que sufrieron los abusos del grupo paramilitar: muchos de ellos se fueron del corregimiento, algunas niñas fueron abusadas sexualmente, otros eran obligados a tareas militares, como limpiar armas y patrullar, luego de las clases. Por estos hechos hay un proceso en curso por concierto para delinquir contra la rectora y su esposo. Se dice que ella, que estuvo durante trece años al frente del colegio, organizaba reinados de belleza para que los paras eligieran entre las alumnas y permitió que jóvenes combatientes asistieran al colegio a estudiar sin matrícula oficial. La rectora y su esposo tienen una condena en firme por el homicidio de un líder social y están prófugos.

En el capítulo de la Comisión de la Verdad llamado “No es un mal menor”, dedicado a niños, niñas y adolescentes en el conflicto se encuentran testimonios como este: “La directora permitía que los paramilitares ingresaran al colegio y se llevaran a las niñas. Las ponía a organizar el archivador de la rectoría, que tiene las puertas abiertas, para que los paramilitares llegaran y se las llevaran. Y como era la directora, les tocaba hacer caso. Entonces, llegaba el paramilitar y se las llevaba ocho días y a los ocho días las devolvía”, quien habla es una abogada de la Alianza Iniciativa de Mujeres Colombianas por la Paz que acompañó el proceso de la Comisión. Cuatro años de esos abusos en un colegio parecen inimaginables. Si un profesor tirano puede marcar una infancia, ¿qué puede pasar con los alumnos de un colegio regentado por los paras? En el libro de la Comisión también hay el testimonio de una víctima directa que dice fue acosada y obligada a dejar Riachuelo.

Una sentencia del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá, sobre la Estructura Paramilitar Bloque Central Bolívar, ratifica buena parte de las acciones de los paras mencionadas por la Comisión. La prensa local ha hablado de setenta niños violentados y de algunas niñas convertidas en “esclavas sexuales”.

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A las ocho de la mañana del viernes 13 de septiembre pasado estaba en el parque de Riachuelo en medio de un acto oficial. Los niños y su revoloteo, los redobles de la banda militar, los himnos y la presencia del ministro de las Culturas, las Artes y los Saberes. Llegué como uno de los periodistas invitados por ese ministerio para asistir a una “acto de resignificación” de un lugar hermoso por una barbarie reciente. Se trataba del acto final de una semana de enseñanza musical y muralismo. El acto fue conmovedor, el mural en el colegio brillaba en la mañana y los jóvenes gozaban esa ocasión salida de lo corriente, llena de visitantes y actividades desconocidas.

Yo no podía dejar de mirarlo todo con unos ojos conmovidos por la historia de abusos que había leído. Veía el colegio como un cuartel humillante, a la rectora con el prisma de la desconfianza, a los pelaos como salvados apenas por el azar de saltarse una generación.

Luego de una canción desafinada, entonada a capela por una mujer de unos sesenta años comenzaron mis preguntas. La señora terminó su bel canto y se sentó de nuevo a regentar su venta de obleas. Su gesto no era dulce. “Vea, resultó cantautora”, le dije arriesgándome y me soltó una risa franca. Doña Lucila —tocaya de la exrectora— ya sabía a qué iba yo, aunque le diera rodeos. Le pregunté directamente por los hechos en el colegio, tomó aire y me soltó un resignado: “Qué le dijera yo”. Y comenzó a desmentir la historia que traía aprendida: “Todo eso que dicen de la rectora es mentira. Ella sí se equivocó acercándose a esa gente, por seguridad, por poder, por lo que sea, pero eso de que entregaba a las niñas es mentira. En esa época todavía funcionaba el bus y le digo que esa señora no se movía del colegio hasta que se montaba el último estudiante”. Le pregunté por los reinados de belleza para obtener una frase que confirmara las sentencias: “Esos eventos los organizábamos nosotros, los padres de familia, para conseguir fondos para un paseo o actividades fuera del colegio”. Me dijo que nietos y sobrinos suyos estudiaron en el colegio y que quienes limpiaban armas al final de la jornada eran los paras menores de edad que dejaron entrar al colegio. “En eso también se equivocó ella, esos jóvenes no debieron haber ingresado, pero esa señora le sirvió mucho a la comunidad”. Ocho años siguió siendo rectora la señora Lucila luego de la partida de los paras, quienes a comienzos de 2004 se fueron de un día para otro, dejando deudas en las tiendas y los estragos de la tiranía de tres años largos.

Me despedí de la cantautora camino a una tienda con un arrume de cajas de cerveza junto a la puerta. Las obleas no son mi fuerte. Llegué y pedí una cerveza fría. La dueña del mostrador también sabía a qué iba: “¿Usted también es uno de los periodistas?”, asentí con un poco de vergüenza, con esa libretica en la mano, tan predecible. “Venga yo le cuento la historia del colegio”, fue lo primero que me dijo. “Esa historia comenzó en 2008 con la llegada de una ONG… No me acuerdo el nombre. Esa versión dividió mucho a la gente del pueblo. No es cierto que los estudiantes limpiaran fusiles o patrullaran, eso lo hacían los de ellos, los paras que se metieron a estudiar al colegio. Que yo recuerde solo un joven del colegio murió, se metió con ellos, lo reclutaron y lo mataron en un combate”. De pronto me dice que la rectora y su esposo vivían en la casa donde estamos sentados, ahí donde estoy tomando cerveza a 2800 pesos. La comitiva está recibiendo el mural, tengo pena por no asistir al último punto del acto oficial pero mi reportería me obliga a otra cerveza. A la una de la tarde tenemos que salir camino a Bucaramanga. Llegan cuatro concejales a seguir mis pasos con unas cervezas y Carolina, la tendera, se distrae un rato. Pienso en mis aficiones tan cercanas a las de los concejales. Cuando retoma la conversación me habla de los paras y el miedo, la vez que le dijeron que entre menos supiera más segura estaría, lo que le quedaron debiendo en su tienda anterior cuando se fueron. Ya al final me suelta la última nube sobre la historia: “Lo que dicen es que Rodrigo, el paramilitar que ha acusado a la rectora, les estaba pidiendo cien millones para no dar esas declaraciones”.

Un viejo de unos setenta años llega a la tienda y pide una cerveza al clima. Le pregunto extrañado por ese gusto y me dice que se acostumbró: “Llevo veinte días sin tomarme una por un dolor en el pie, por la diabetes, pero hoy vino el ministro y tocó beber”. Celebramos su regreso a la amarga al clima y mi teléfono me anuncia la salida de mi “vuelo” camino a los mareos del Chicamocha.

En el bus comentamos con los demás periodistas y las versiones de otras personas del pueblo coinciden con lo dicho por Lucila y Carolina. Pareciera que esas voces se pueden superponer. También nos sorprende que los estudiantes estaban en un simple día cívico, no tenían idea de que estaban recordando y dando un nuevo significado a una historia que al parecer solo los periodistas y la comitiva oficial teníamos tan clara. Ahora tenemos un aire un poco patético y muchas inquietudes. ¿Se trata de una especie de vergüenza colectiva por haber permitido los abusos? ¿Es solo una cuestión de magnitudes de abuso? ¿La Comisión tiene más verdad que la gente del corregimiento? ¿El tiempo es el mejor para “resignificar”? ¿Nuestra verdad oficial tiene una fascinación por el horror?

Si luego de veinte años nada parece estar claro, ¿qué será de las hazañas de Acevedo y Goméz, Galán y Antonia Santos?