Una balsa entra al Río Medellín y no vuelve nunca vacía. El balsero, Víctor, gira alrededor de un círculo de corriente, entierra sus uñas en el fondo, como si fuese el centro del mundo. Los otros balseros lo observan desde la orilla, unos ríen, mientras otros, serios, contemplan las volteretas desconocidas de la balsa. Víctor, habla en otra lengua con el río, una clase de balbuceo, pocas sílabas y luego un silencio cubre hasta las piedras. La lengua extraña del río, incapaz de entender la tibieza de la ciudad. Hasta que la balsa queda quieta, el brazo flota y sale el palo, la pala, la arena negra vuela al interior de la canoa, se recoge hasta dejar la superficie, más o menos, en el intento, plana. Y a veces el río huele a aguardiente y otras a muerto, y otras a nada. El trabajo se convierte en un juego, a la espera de retirar algo distinto, quién sabe qué le traerá el río a la espalda ancha de Víctor.