Cuando la energía eléctrica todavía no había llegado a Caramanta, Antioquia, Guillermo jugaba con las sombras chinescas que proyectaba la luz de las velas, exploraba el cine sin darse cuenta. En el momento en el que lo encandiló la primera bombilla que se prendió en su pueblo, y después, cuando pudo ver una proyección de cine en 1913, sus ojos se alarmaron ante la novedad y se avivó su sensibilidad frente a luz, las imágenes y el movimiento.
La información que se tiene de él —la única que existe— está consignada en un diario casi infinito e inabarcable, conformado por seis mil páginas que él mismo comenzó a escribir en 1965, en varios tiempos, en varias personas, en las que de manera meticulosa relató la génesis de su vida, desde que nació, con un deseo casi obsesivo por dejar registros, detener el tiempo en varios formatos, primero desde la fotografía, más adelante a través del cine y posteriormente con las letras.
Cuando tenía dos años la muerte lo tocó por primera vez, su papá, un coronel del ejército fue asesinado en la Guerra de los Mil Días. Desde ese entonces, el recuerdo difuso de su padre lo convierte en un niño sensible, con una necesidad intensa por documentar la vida. Quedó huérfano en un contexto político agreste y en un entorno familiar precario, bajo el cuidado de Ubaldina, su mamá. Se movió entre Caramanta, Támesis y Valparaíso, hasta que, en 1914, se ganó una beca para estudiar en Bogotá con los salesianos. A caballo, por caminos escarpados, Guillermo cabalgó durante ocho días hasta llegar al tren que lo llevaría a la capital. Narra en su diario que se sentía como un gusano, arrugado, apachurrado y tullido. Apenas estaba instalándose en Bogotá cuando escuchó un rumor: un par de campesinos embriagados habían cogido a hachazos al presidente Rafael Uribe Uribe. El destino lo había arrojado a la realidad de un país en luto y Guillermo estuvo entre la multitud que acompañó las exequias, esa quedó como una coincidencia histórica que marcó su llegada a la ciudad.
Mientras estuvo educándose en Bogotá estableció una constante comunicación epistolar con su mamá, en la que se contaron historias y noticias de ida y vuelta, entre su pueblo y la capital, en las que describió el hilo narrativo de su proceso educativo en un colegio religioso, que le permitió afinar conocimientos y pasiones, convirtiéndose en un hombre letrado con un interés particular por las imágenes, la literatura y los números.
Y como todo hijo bueno vuelve a casa, Guillermo retornó a tierras antioqueñas después de terminar el bachillerato. Ya no era un adolescente andariego sino un muchacho enamoradizo que empezó a pretender clandestinamente a Carlina, la hija de Juan Pablo Gómez Ochoa, una de las figuras públicas más prestantes de Caramanta en los años veinte. Consolidó un amor secreto con una muchacha de clase alta que no creía merecer por su posición social, comunicándose a través de infaltables cartas de amor, visitas a escondidas y conservando una fotografía diminuta de Carlina. Finalmente, el amorío salió a la luz y se consumó en una familia, que fue el motivo para que Guillermo creara una trama perpetua de recuerdos a través de fotografías e imágenes en movimiento.
Era la época de los gabinetes fotográficos del centro de Medellín y fotógrafos como Benjamín de la Calle, Melitón Rodríguez, Francisco Mejía y los Duperly capturaban los acontecimientos sociales, políticos y los delirios de progreso de una ciudad en crecimiento. En aquellos años, Guillermo, en su deseo inagotable por dejar memoria de sí mismo, empezó a frecuentar el estudio de Fotografía Rodríguez. Hasta 1959, cada año, por su cumpleaños, se hizo un retrato en un plano medio. Esta costumbre lo llevó a crear un nutrido álbum personal y autobiográfico, en el que se evidencia la transformación de su imagen en el tiempo.