Número 140 // Julio-Agosto 2024

Guillermo Ochoa: El hombre memoria

Por MARÍA AEJANDRA BUILES
Gestora Archivo Fotográfico BPP

Cuando la energía eléctrica todavía no había llegado a Caramanta, Antioquia, Guillermo jugaba con las sombras chinescas que proyectaba la luz de las velas, exploraba el cine sin darse cuenta. En el momento en el que lo encandiló la primera bombilla que se prendió en su pueblo, y después, cuando pudo ver una proyección de cine en 1913, sus ojos se alarmaron ante la novedad y se avivó su sensibilidad frente a luz, las imágenes y el movimiento.

La información que se tiene de él —la única que existe— está consignada en un diario casi infinito e inabarcable, conformado por seis mil páginas que él mismo comenzó a escribir en 1965, en varios tiempos, en varias personas, en las que de manera meticulosa relató la génesis de su vida, desde que nació, con un deseo casi obsesivo por dejar registros, detener el tiempo en varios formatos, primero desde la fotografía, más adelante a través del cine y posteriormente con las letras.

Cuando tenía dos años la muerte lo tocó por primera vez, su papá, un coronel del ejército fue asesinado en la Guerra de los Mil Días. Desde ese entonces, el recuerdo difuso de su padre lo convierte en un niño sensible, con una necesidad intensa por documentar la vida. Quedó huérfano en un contexto político agreste y en un entorno familiar precario, bajo el cuidado de Ubaldina, su mamá. Se movió entre Caramanta, Támesis y Valparaíso, hasta que, en 1914, se ganó una beca para estudiar en Bogotá con los salesianos. A caballo, por caminos escarpados, Guillermo cabalgó durante ocho días hasta llegar al tren que lo llevaría a la capital. Narra en su diario que se sentía como un gusano, arrugado, apachurrado y tullido. Apenas estaba instalándose en Bogotá cuando escuchó un rumor: un par de campesinos embriagados habían cogido a hachazos al presidente Rafael Uribe Uribe. El destino lo había arrojado a la realidad de un país en luto y Guillermo estuvo entre la multitud que acompañó las exequias, esa quedó como una coincidencia histórica que marcó su llegada a la ciudad. 

Mientras estuvo educándose en Bogotá estableció una constante comunicación epistolar con su mamá, en la que se contaron historias y noticias de ida y vuelta, entre su pueblo y la capital, en las que describió el hilo narrativo de su proceso educativo en un colegio religioso, que le permitió afinar conocimientos y pasiones, convirtiéndose en un hombre letrado con un interés particular por las imágenes, la literatura y los números. 

Y como todo hijo bueno vuelve a casa, Guillermo retornó a tierras antioqueñas después de terminar el bachillerato. Ya no era un adolescente andariego sino un muchacho enamoradizo que empezó a pretender clandestinamente a Carlina, la hija de Juan Pablo Gómez Ochoa, una de las figuras públicas más prestantes de Caramanta en los años veinte. Consolidó un amor secreto con una muchacha de clase alta que no creía merecer por su posición social, comunicándose a través de infaltables cartas de amor, visitas a escondidas y conservando una fotografía diminuta de Carlina. Finalmente, el amorío salió a la luz y se consumó en una familia, que fue el motivo para que Guillermo creara una trama perpetua de recuerdos a través de fotografías e imágenes en movimiento.

Era la época de los gabinetes fotográficos del centro de Medellín y fotógrafos como Benjamín de la Calle, Melitón Rodríguez, Francisco Mejía y los Duperly capturaban los acontecimientos sociales, políticos y los delirios de progreso de una ciudad en crecimiento. En aquellos años, Guillermo, en su deseo inagotable por dejar memoria de sí mismo, empezó a frecuentar el estudio de Fotografía Rodríguez. Hasta 1959, cada año, por su cumpleaños, se hizo un retrato en un plano medio. Esta costumbre lo llevó a crear un nutrido álbum personal y autobiográfico, en el que se evidencia la transformación de su imagen en el tiempo.

Guillermo Ochoa con los conejos en Katinka, 1950. Fondo Guillermo Ochoa Ochoa.

Un día de 1925 adquirió su primera cámara de fuelle en el almacén de Óscar Duperly, esa compra tuvo una razón de peso: el nacimiento de su hijo “Guillermito”, desde ese momento comenzó a retratar la vida familiar a blanco y negro, fotografías que denotan su mesura estética y las habilidades técnicas que fue adquiriendo. Refleja un entrañable entorno familiar, en el que predomina la presencia infantil y femenina en los haceres cotidianos.

Guillermo también persiguió con cámara en mano los “chismes históricos” de su época, dejando el registro de visitas de personajes de alta prestancia, eventos de ciudad y acontecimientos políticos, siempre bajo una figura anónima, pasando desapercibido entre un gremio de fotógrafos famosos que años más tarde se convertirían en la comidilla de la historia de la fotografía en Colombia, en la que su nombre nunca se conoció.

La fotografía fue su pasión, pero no su profesión. En medio de limitadas ofertas académicas, se formó como contador y publicista por correspondencia, una modalidad de educación a distancia que se hizo popular entre las élites en la Guerra de los Mil Días y que años más tarde fue aprovechada por Guillermo para profesionalizarse en lo que entonces se conocía como las Escuelas Internacionales. Se abrió camino en las grandes iniciativas industriales y empresariales de Antioquia, fungiendo como contador para el proyecto de construcción de la carretera al mar.

Un ofrecimiento laboral de la Compañía Nacional de Chocolates lo llevó a Barranquilla, donde dirigió la contabilidad de la empresa. Además, esta ciudad le permitió moverse de un lado a otro dejando registro visual de un mundo más allá de las montañas antioqueñas. Descubrió las proezas del transporte fluvial en los vapores que navegaban por el río Magdalena, se insertó en un un entorno desconocido, creando historias visuales, que develan sus pulsiones creativas.

Cuando volvió a Medellín dejó la contabilidad y se dedicó a la publicidad, creó el departamento de propaganda de la Compañía Nacional de Chocolates, donde trabajó durante veintitrés años. Fue además el artífice en la consolidación de los departamentos de publicidad de Noel y Coltejer. Esas experiencias le permitieron abrir su propia oficina de representaciones en la que ofreció servicios de publicidad para empresas destacadas de la ciudad, como Almacenes Ley y Westinghouse. Fue así como se convirtió en uno de los pioneros de la publicidad en el país. Se codeó con artistas como Horacio Longas, con quien desarrolló varias propuestas creativas, y también tuvo contacto con el pintor Francisco Antonio Cano y con el caricaturista Ricardo Rendón. Pese a que se movió en un circuito empresarial y cultural reconocido, su nombre quedó en el anonimato.

En 1941 compró una tituladora y empalmadora y editó 116 películas, con ellas inició un peregrinaje personal hacia el recuerdo familiar, mostrando diferentes momentos y sus viajes alrededor del país, creándoles una narrativa auténtica de principio a fin. Con un temperamento sutil y discreto construyó un patrimonio poético, fotográfico y fílmico, que se traduce en un diario robusto, un cruce epistolar de más de cuatro décadas, y aproximadamente tres mil fotogramas, de los cuales 1998 se custodian en el Archivo Fotográfico de la Biblioteca Pública Piloto. Registró su entorno con peripecia, reflejando todas sus aristas; su vida e intereses trascendieron de lo real a lo ficcional, él mismo se definió como un hombre de “gomas”, es decir, un gomoso, aficionado de cosas inusuales: orquídeas, dalias, árboles frutales, estampillas y la crianza de treinta conejos, a los que amó tanto como a su cámara, y que, según él, le hablaban. 

Hasta los últimos días grabó a sus nietos, erigió su propio mausoleo y dejó su voluntad por escrito. Así como el cuento de Borges, Guillermo Ochoa encarna la esencia de Funes, el memorioso, fue un hombre de memorias prodigiosas y detalladas, que dejó en imágenes el testimonio de su paso por el mundo.