Las petacas, posiblemente con el cuero ajado tras varios años de atravesar cordilleras, valles y planicies, eran amarradas a las mulas con lazos de cabuya. Previamente, Pedro García había puesto unas enjalmas rellenas con lana sucia para acolchar la carga y no lastimar el lomo de los animales, a la vez que debió haber repartido el peso para que pudieran mantener el equilibrio en los desfiladeros que estaban por sortear. “Los muleros son, y eso no con injusticia, tan delicados que dejan reempacar las petacas cien veces y pesarlas para que ninguna de las dos compañeras tenga una libra más que la otra”, escribía Alexander von Humboldt en 1800, tras su viaje a Nueva Granada. Dentro de las petacas iba la mercancía: una libra de tela solimán, dos ceñidores de lana, veinte varas de listones de raso colorado, un limpiadientes de oro, doce barras hechizas de punta (probable insumo para telares o teñido de tejidos), un dedal de plata, un cintillo de perlas, un par de medias de seda azul usadas, calzones de estameña inglesa, una frazada, un rosario de hueso, tres paños de agujas, zarcillos de vidrio, dos libras de ajos, un par de zapatos, una pesa para oro, una imagen de Nuestra Señora de Chiquinquirá con marco, y un puñal con chapa, brocal y contera de plata. Antes de partir, García concertó con el contador don Cristóbal Pedroso un préstamo de dieciocho pesos de oro de a veinte quilates por concepto de una mula y una carga de harina de trigo para el viaje.
Era septiembre de 1701 cuando Pedro García salió de Santafé de Bogotá con su recua cargada y sus bolsillos vacíos. Había viajado desde Santa Fe de Antioquia, donde vivía, para acompañar, a cambio de 38 pesos de oro, al mercader Jorge Antonio Jaramillo. Sin embargo, Pedro García también aprovechaba esos viajes de asistente para comprar algunos bienes que podría revender en su tierra natal; era un comerciante minorista. “Hice concierto con Jorge Antonio Jaramillo de Andrade de asistirle de ida y vuelta hasta esta ciudad en el viaje que hizo a la ciudad de Santafé de Bogotá y me concerté con el dicho en 38 pesos de oro, de los cuales me había de dar 30 en Santafé y los 8 restantes después del viaje”, dictaba García en su memoria testamental el 10 de octubre de 1701.
En Santafé de Bogotá, como capital del Nuevo Reino de Granada, se conseguía todo: telas, porcelanas, joyería, calzado, y productos importados de la Metrópoli o del resto de Europa. Allí también llegaban los textiles desde los obrajes de El Socorro, la harina de trigo de los molinos de Tunja y todos los productos artesanales hechos en la Nueva Granada. Si bien el mayor puerto comercial era Cartagena de Indias, las mercancías que allí entraban eran embarcadas por el río Magdalena hasta Honda y Mariquita, y después se subían a lomo de buey o mula hasta Bogotá.
Los bienes importados eran muy costosos debido a los altos impuestos. “Había impuesto por entrar al puerto de Cartagena, impuesto por salir del puerto, impuesto por la venta, y a medida que se iba pasando por los puntos de verificación por el río Magdalena también se pagaba un impuesto. Cuando por fin se entraba a Santafé de Bogotá, se tenía que hacer un registro de los productos que llegaban y debía coincidir con el registro de entrada en Cartagena; y eso también tenía un costo”, explica la historiadora Laura Carbonó. Por eso, los altos impuestos y trámites motivaron un floreciente contrabando, sobre todo de telas.
García y Jaramillo, quienes habían viajado con otros comerciantes a la capital, debieron quedarse varios días comprando los encargos que tenían, regateando telas allá, cotizándolas acullá, y recorriendo los diferentes almacenes, depósitos y tiendas que demarcaban la Calle Real de Santafé. En las noches, el grupo de comerciantes antioqueños debió pernoctar en las chicherías o pulperías de San Victorino, que ofrecían, por pocos tomines, improvisadas camas o esteras, con colchas de bayeta basta o lana gruesa para hacerle frente al frío altiplánico, que se cuajaba en las madrugadas santafereñas. Y quién sabe si también se disipaban participando de los jolgorios nocturnos, que tanto aterraban a la chapetonada y al estirado criollaje, en donde las alpargatas se cruzaban con el pie limpio para bailar contradanzas, bundes, torbellinos y minués populares, acompasados con vihuelas, tiples y tambores que retumbaban entre totumadas de chicha, guarapo, aguardiente y humaredas de tabaco socorrano: escena variopinta donde los “libres de todos los colores” les hacían el quite a los rígidos corsés morales y religiosos de su tiempo.