Número 144 // Mayo 2025
Fotografía de Juan Fernando Ospina. 2015.

Elegía a los teléfonos públicos

por JUANGUI ROMERO

Mi madre está de pie junto al teléfono de la casa. Un teléfono gris de disco, de los de antes. Sus ojos están encharcados. Los de mi hermano hace rato están enrojecidos. Los míos también han empezado a lagrimear —los ojos, esos medidores naturales del dramatismo—. Los tres llevamos toda la tarde esperando que mi padre vuelva a llamar, lo invocamos sin descanso. “Su papá no demora en marcar, porque las benditas ánimas del purgatorio siempre me le tienen un teléfono público cerquita; ellas no me lo desamparan”. Esa era la letanía que mi madre soltaba una y otra vez mientras miraba el techo, como si la virgen se hubiera aparecido allí. Que se iba a buscar más monedas, eso fue lo último que él le dijo antes de colgar. Lo primero había sido: “Mija, la estoy llamando pa contale que el camión se acostó a dormir”.

Estoy seguro de que mi padre o mi madre —cualquiera de los dos— recordarían con exactitud la fecha y la hora de esta historia; pero esas dos fuentes ya no están. Sé que era noviembre porque habíamos salido a vacaciones. Y si mi hermano estaba en octavo y yo en quinto de primaria —eso es lo que él asegura—, era 1984. Es decir, diez años antes de la irrupción de los celulares en el país. El año que marcaría el principio del fin de los teléfonos públicos. Porque, en efecto, ni las benditas ánimas del purgatorio, que le tenían plan personalizado a mi madre, lograron salvarlos. Bueno, alguien podría decir que estas los acompañaron durante su larguísima agonía, porque desde entonces estuvieron penando —al menos, los de Medellín— y durante treinta años. El último teléfono público de esta ciudad, ubicado en el parque de La Milagrosa, fue desmontado apenas en marzo de 2024.

Fotografía de Gabriel Carvajal Pérez. Archivo BPP, 1968. 

Eso es lo que me cuenta Walter Lopera. Un exempleado de Tigo que hace poco acordó su retiro anticipado de la compañía. Allí coordinó durante muchos años todo lo referido a los teléfonos públicos. Decir allí es ilusionismo puro, como el que ejecutan los artistas que se cambian de traje delante de los espectadores en un abrir y cerrar de ojos. Porque primero se puso la camiseta de Empresas Públicas, luego la de UNE y después, la de Tigo. “¿Y eso cómo se llama?”, me pregunta de repente. Y ante mi silencio, él mismo se responde: “El negocio, socio”.

Yo soy el periodista, pero él es quien hace más preguntas. Y no contento con eso, cada dos por tres agarra mi libreta de apuntes y dibuja y dibuja con la suficiencia de quien está acostumbrado a delinear los contornos y las formas de las cosas a punta de trazos sueltos. Dibuja la central telefónica, dibuja un primerísimo primer plano del riel por el que circula la moneda dentro del teléfono, dibuja una cabina telefónica igualita a un casco de beisbol… “Ese modelo de cabinas lo inventaron los de Publicidad en la Bolivariana”. Cada dibujo trae su explicación. Es evidente que el pasado laboral es una época a la que le gusta volver. Me tira cifras, marcas, términos ingenieriles. La conversación se acelera hasta adquirir el sonido que producía la caída de las monedas después de que alguien colgaba el teléfono público tras hablar durante mucho rato.

¿Se acuerda de ese sonido?, le pregunto, para poder organizar mis notas. “¡Ese sonido!, ese sonidito dejaba veinticuatro mil millones de pesos o más al año en todo el país, y hace más de veinte años, cuando la plata valía —me replica—. Nosotros teníamos que salir escoltados a recoger las monedas de los teléfonos. Una vez nos atracaron y se llevaron catorce millones de un solo día, haciendo solo una de las rutas que teníamos en Medellín”. Su histrionismo es tal, que no para de llevarse una mano y luego la otra a cada oreja, cambiando cada segundo esas bocinas imaginarias. Solo se detiene cuando le digo: “La gallina llenando el buche de peso en peso”. Pero cada frase mía lo activa aún más. Walter funciona como los primeros teléfonos públicos, por impulsos; una pausa de unos segundos mientras entra la llamada, y a hablar se dijo.

“Pero no era una gallina, eran miles de gallinas. Aquí en toda el área metropolitana y en los municipios del oriente cercano llegó a haber 12 500 teléfonos públicos. Solo en el Centro de esta ciudad teníamos dos mil. Nosotros pusimos teléfonos en los grandes almacenes, en los batallones, en los centros comerciales, en los colegios públicos y privados, en los hospitales… En la Universidad de Antioquia, año 83, teníamos 32 teléfonos públicos; en las cárceles había cinco teléfonos por patio, eso sí, los manejaban los caciques, esos eran los mejor cuidados. ¿Por qué?”, me pregunta. Porque ese era el negocio, socio, le digo. Pero nada, esa llamada no entró; sigue de largo. “Porque, óigame bien, los teléfonos públicos fueron concebidos como un servicio u-ni-ver-sal de co-mu-ni-ca-ción pú-bli-ca, de consumo al paso, para los transeúntes. Un servicio pú-bli-co…”, me repite, mientras se inclina hacia adelante, como si él fuera quien necesitara oír algo importante y no quien lo va a contar. “La norma del Ministerio de Comunicaciones era muy clara: tres teléfonos por cada mil habitantes, eso era nor-ma”. Remarca esta última palabra, y cuelga.

Si el tema fuera solo de cifras, de indicadores de cobertura, del nunca bien vilipendiado promedio que casi siempre lo oscurece todo, hoy deberíamos celebrar que en nuestro país el número de celulares supera el de habitantes. Porque según los registros hay 77 millones de teléfonos activos y cerca de 53 millones de colombianos. Los números más recientes de una línea de tiempo que está llena de paréntesis si pensamos en los costos de los celulares, en su vertiginosa obsolescencia, en los planes que nos han puesto a caminar tras ellos como bueyes cansinos, en la tortuosa muerte de las líneas fijas, en esas empresas que se apoderaron del mercado, logrando incluso desplazar a esas bandas criminales que décadas atrás se inventaron a los chalequeros, esos personajes que resultaron fugaces, esos hombres y mujeres que mantenían vestidos de la mañana a la noche con un único mensaje en el pecho y también en la espalda: Llamadas a todo operador. Walter me cuenta que quienes manejaban ese negocio llegaron a pagarles a los habitantes de calle para que dañaran los teléfonos públicos cuando estos por fin se pudieron conectar con los celulares. ¡Ánimas del purgatorio, que Dios los saque de penas y los lleve a descansar!

Cuando el camión de mi padre perdió los frenos aquella vez, cerca del municipio de Yarumal, los vecinos terminaron invadiendo la casa. Mi madre, desesperada, empezó a llamarlos al ver que mi padre no volvía a comunicarse. Pero en vez de sentirnos más acompañados, nos volvimos cada vez más inseguros. Especialmente, cuando Martín, el sastre del barrio, destapó una granada en plena sala: “Si don Guillermo no ha vuelto a llamar es porque le robaron el carro y lo pusieron a decir que se había volcado, para eso sirven esos teléfonos públicos”. Después de la explosión de semejante conjetura, mi madre, las tías, sus grandes amigas y todos los vecinos redoblaron los rezos. Mi hermano y yo no tuvimos otra opción que hacernos tan adultos como ellos y seguir sus oraciones.

Fotografía de Gabriel Carvajal Pérez. Archivo BPP, 1970. 

“Nunca sabes quién responderá al otro lado del teléfono público. Podría ser Dios, o tu peor pesadilla”, escribió Paul Auster en su libro Ciudad de Cristal. Una frase que hoy me sirve para visitar tantos años después aquella escena, y también para que Walter me cuente cuántas cosas malas se hacían a través de los teléfonos públicos. “Eso era lo mismo que ocurre hoy con los celulares, que son tan sueltos con ese tema de las sim card y las extorsiones y demás. En esa época se utilizaron muchos teléfonos públicos en secuestros… Cuando ya empezaron a recibir llamadas, la gente metía cheques chimbos y daban esos números para que alguien los confirmara. Nos tocó quitar los teléfonos que habíamos puesto en los CAI de la policía cuando Pablo Escobar le puso precio a la cabeza de cada agente. Y nosotros los habíamos puesto ahí para que las personas que tuvieran algún problema pudieran llamar a sus casas o al que necesitaran, pero empezaron a poner paquetes bombas ahí, de todo”.

Los teléfonos públicos, testigos excepcionales de tantas historias en esta ciudad; los teléfonos amigos, decía su mejor publicidad. Cuántas personas los abrazaron durante esas seis décadas en las que estuvieron ahí, escuchando todo tipo de confesiones sin perder jamás su expresión pétrea, por más que les pegaran, los rayaran y hasta orinaran en ellos. Walter dice que el primer teléfono público de Medellín fue tipo in door. Es decir, un teléfono monedero instalado a comienzos de los sesenta, puertas adentro del café-bar Capitán López. Un sitio ubicado en los bajos del edificio Emialvarez, una construcción que fue demolida para hacer la Plaza Botero. Y de ahí estos saltaron a las calles, primero a las del Centro, pensando en la dinámica comercial de la ciudad, concentrada por aquel entonces en esta zona; luego, a los parques de los barrios, a los interiores de los sitios de mayor concurrencia y finalmente a las zonas periféricas y a los corregimientos de la ciudad; a los municipios, a sus veredas, donde llegaron a ser gratuitos y, además, recibían llamadas.

“Yo llegué a ir a Teleantioquia muchas veces, porque la gente empezó a mandar cartas y cartas pidiendo que les instalaran un teléfono público en los barrios de invasión, en las veredas. Muchos concejales los volvieron su promesa estrella, porque la gente los necesitaba para esperar la llamada de confirmación de las referencias laborales que habían dado en una entrevista de trabajo; las señoras que arreglaban ropa o casas, la llamada de las patronas; las llamadas desde los hospitales para saber cómo iban los familiares enfermos… Eso se hacían tremendas filas”, recuerda Walter, mientras espera —su rostro sonriente así lo sugiere— que yo le diga algo sobre las innumerables bondades de los teléfonos públicos; finalmente me pide con determinación que no me vaya a quedar solo con las cosas negativas.

Perro mundo, así se llamaba una de las secciones del radioperiódico Clarín. La del 15 de enero de 1965 se tituló justamente “Los novios del barrio ocupan hasta una hora el único teléfono público del sector”. Un curioso relato que narraba lo que sucedía en el barrio Pedregal, y que tal como se puede leer en los libretos que se conservan de este noticiero en el Archivo Histórico de Medellín, terminaba así: “…se espera que los directivos de las Empresas Públicas tomen medidas para corregir la anomalía; o en caso de esto hacerse imposible, ordenen la colocación de un taburete cerca del teléfono público”. Clarín dice lo que otros callan, ese era el eslogan de este noticiero radial que se emitió entre 1959 y 1988, bajo la dirección de Miguel Zapata Restrepo, un famoso periodista al que todos llamaban Miguel Lenguas.

Fotografía de Horacio Gil Ochoa. Archivo BPP, 1968. 

Si los teléfonos públicos hicieran lo que pregonaba este desaparecido noticiero radial, si hoy revivieran para contar todo lo que se han guardado sabríamos, por ejemplo, qué le contestó la mamá a Mónica, la niña más pequeña de La vendedora de rosas, cuando esta la llamó desde un teléfono público, la víspera de Nochebuena. “Es que usted no tenía por qué pegarme así por una hijueputa grabadora (silencio). Yo mañana voy a ir por la ropa, y voy a descansar de usted y de esa otra boba”. Si eso pasara, también sabríamos qué cosa murmuró mi padre antes de colgar el día del accidente, y entenderíamos que no volvió a llamar porque se sentía fracasado. Solo unos meses antes había latoneado y pintado el carro, eso fue lo que repitió y repitió delante de todos cuando apareció casi al final de la noche montado en una grúa que traía arrastrado el camión, todo carearrugado, así como estaba él.

Mi hermano, quien heredó el oficio de camionero de mi padre, me cuenta que ha visto en muchas fincas las cabinas de fibra de vidrio de los desaparecidos teléfonos públicos, convertidas ahora en bebederos para el ganado. Los novillos con sus cabezas ahí metidas resignificando el eslogan de UNE, siempre impreso en el lateral de la estructura: Mejor juntos. Una escena digna de recrearse en cualquiera de nuestros museos, en cualquier parque, porque muy pocas podrían sintetizar de mejor manera la historia de esta ciudad, próxima a celebrar, este 2 de noviembre sus primeros 350 años.

Fotografía de Gabriel Carvajal Pérez. Archivo BPP, 1969.