Satanasio
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Por JULIO CÉSAR DUQUE CARDONA
Fotografía de Juan Fernando Ospina
Usted entenderá, agente, que no nos podemos encerrar en el rancho. Sí, tengo 69 años, estudié hasta quinto, sé lo que me puede pasar, gracias por decírmelo, lo oí por la tele de la tienda de don Ernesto, nosotros los viejos cargamos del arrume, pero a mí no me puede volver a pasar nada porque no es justo que a uno le sucedan tantas cosas malas juntas, mi hija y yo ya nos gastamos la mala suerte, además, agente, tengo al lado a mi Dios y detrasito al ángel San Miguel que es su socio, pero con espada; él es el que acompaña a mi hija.
Sí, señor, puede ver, esculcar, solo vendo dulces aunque está prohibido salir a la calle, supongamos que usted me multa: nunca tendré con qué pagarle, ¿un millón de pesos o un millón y medio?, ¿o quién sabe cuánto más?, nunca he tenido toda esa plata en mis manos, ni en mi bolsillo ni debajo del colchón, ayer le dije a mi hija: Rosita querida, no van a poder hacer nada contra nosotros, tenemos el filo de la espada de San Miguel, no te voy a dejar morir de hambre, si te querés quedar aquí cerrá bien las ventanas y corré las cortinas; si te vas para la tienda, que la gente te vea, no te quedés nunca sola con nadie… Es raro, agente, ella todo me lo me entiende.
Un dulce vale quinientos; dos, novecientos; tres, ochocientos; el golpe vale mil, el eme y eme dos mil; nunca voy a hacer tanto como para recoger un millón y entregárselo al gobierno que no lo necesita, lo que más se vende es menta para el calor, eucalito para la tos, turrón con coco o el mar en un dulce, y lo que llaman el golpe, a mí me los fía don Ernesto el dueño de la tienda de la esquina del Trece y yo se los pago ahora, al mediodía, camino de vuelta al rancho…
¡Oiga, mi agente!, que si hay gente buena en la vida, don Ernesto nos lleva siete cabezas de ventaja en la puerta del cielo, sabe que le voy a pagar ahí mismo cada cosa que venda y lo otro lo dejo para el otro día, por ejemplo, me da diez golpes y si le devuelvo siete, entonces le pago tres, es más fácil vender todo a quinientos que ponerse con cuentas y multiplicaciones, porque hay gente que le compra a uno cinco o seis mentas. Satanasio, la menta enfría la lengua, pero el golpe vale mil, casi nadie compra cinco golpes porque la gente del Trece también es pobre, y los golpes no los rebajo, los eme y eme los compran los abuelos para sus nietos, eso es fijo, tienen crema dulce por dentro y se derriten entre los dientes como si quisieran desaparecer, bueno, ya le dije mi forma, me la inventé en mi cabeza, por eso hay veces que don Ernesto me dice: “No, viejo, dejálo así” y es cuando vendo poco, porque hay días en que salgo paliao, a mediados de mes sobre todo si cae lunes; la gente los lunes va sin un centavo en el bolsillo. Los mejores son los viernes de finales de mes cuando no llueve, es que a la gente ahora le pagan solo a finales de mes…
Viejo, vendiste muy poco, pero don Ernesto, usted sabe, ahora hay poca gente en la calle por orden del gobierno, solo quedan los choferes del acopio de taxis y motos, que son mis amigos y llevan los mercados, me pitan, “vení, Satanasio”, a mí me dicen así dizque porque soy inmortal, jeje, me creen más viejo de lo que soy, pero mi nombre es Atanasio Jazmín, indio del norte de Risaralda, mi mamá era chamí, mi papá era blanco vendedor de chécheres, profesor de escuela, ayudante de cura, ja, ja, ja, por hambre fue que no crecí, a casi todos los indios nos pasa lo mismo, que se mueren flacos. Viejo, y qué estás haciendo para paliar esto y yo les digo que lo más importante es la niña. Ella sola, la pobre, me habla solo con señas, y le gusta que yo le lleve los eme y eme, y se lame las manos como un perro, el problema es que ahora no hay niños en la calle a quién venderle, hasta prohibieron llevarlos a la escuela, los abuelos no salen, asusta la soledad de los parques, pero yo tengo que salir, entiéndamen agentes, en el Trece y en la comuna de La América todos me conocen, si me quedo en el rancho me hundo, no dan ganas de nada, mi niña no se queda callada cuando tiene hambre, pone el radio bien duro y grita por la ventana, hace casi cincuenta años que nació, hace quince que mi mujer me dejó solo en la Tierra, ¿qué te hice yo para que me hicieras esto, Eunice? Dios la dejó conmigo, entonces ella se queda en el negocio de la esquina viendo la tele, la levanto por la mañana, hija, ya es hora, preparo las cosas bien rápido, la hago bañarse y salgo a vender, debo volver a las diez para darle el desayuno porque ella no es capaz de comer por la mañana, no es que yo quiera saltar sobre la ley que usted impone, es que nos moriríamos, usted entiende, mi buen agente, yo respeto a todo el mundo me den la confianza que me den, a los motonetos por ejemplo, les digo mijos, y ellos entienden, usted más, con ese uniforme verde y su quepis y sus guantes que lo protegen no le puedo decir mijo, yo respeto la autoridá, nunca voy a estar más allá de un paso de ese bastón de plástico, que se muere uno de un golpe, estas ventas son como la mitá de la vida, tome uno para que pruebe, son de mano limpia y honrada, es lo bueno que los unos se oigan con los otros, yo, por ejemplo, estoy pendiente de todas las señas de mi hija y voy temprano a casa cuando las ventas son buenas, especialmente cuando ya he ganado con qué comprar media de arroz o uno o dos huevos o una salchicha donde don Ernesto, que todo lo parto con mi niña. Mi mujer la tuvo a los treinta, en el momento en que nació le iban a dar la palmada, pero se resbaló de los guantes de caucho del curandero, quedó con el cerebro malo y con ataques de epilepsia, fue bebé hasta los dieciocho años, más o menos a esa edad se sacó ella misma el pañal, se cambió sola la ropita como si despertara y le dijimos: “Uy, se volvió señorita nuestra niña”, nunca más se hizo en los calzones, fue como un premio a nuestra paciencia, Eunice y yo no tuvimos más hijos por miedo de que nos volviera a pasar, nos hicimos coser por dentro, ahora que sabe dar del cuerpo se pone falda, ya no se hace pis en la ropa, y cuando le llegó eso, Eunice le enseñó a ponerse pantalones y amarrarse bien la toalla, es un decir porque en mi pueblo las indias se ponían pedazos de sacos harineros en forma de toalla, ahora es mejor pero mucho más caro…
Mire cómo vienen a comprarmen, dos por novecientos, gracias, mijo, es un taxista de La Floresta que tiene permiso para domicilios, no tengo que ir hasta allá, ellos quieren saber qué clase de conversación tengo con usté, si me van a apresar, apuestan, mire cómo nos miran, ese bicho, caramba, los tiene enloquecidos, don Ernesto y los vecinos del frente están pendientes, a ella le gusta sentarse en la tienda a ver la tele, aunque la cierren ella se queda adentro y no se duerme, se baila todas las canciones, conoce las telenovelas, hasta tararea las propagandas, yo recorro estas veinte cuadras entre mi casa y la terminal de buses de Santa Lucía, me faltan dos cuadras y media para llegar, si quiere acompáñeme, agente, verá que no les digo mentiras, antes la que salía a vender los dulces era Eunice, pero le encantaba el aguardiente, terminaba en El Coco bebiendo alcohol de farmacia y llorando con sus amigotas, claro que yo la entendía, se le hubiera resbalado a cualquiera, mujer, yo me quedaba haciendo los oficios porque me daba miedo enviciarme y más que si también salgo la niña se quedaría sola, aunque esté San Miguel, nuestra dulce compañía, su espada protetora la ha salvado de esos muchachos que entraron a la casa por el patio, los hice seguir de la policía y cogieron a dos, pero me han dicho que eran como cinco, cuando yo salgo no hemos tomado el desayuno, debo devolverme para ir a darle algo con el dinero que haga, una salchicha con un pan y café, hago el esfuerzo de dos comidas al día porque me gusta darle más comida por la tarde, después de pagarle a don Ernesto, así llevamos varios años, si uno le da de comer con mercado fiado, la comida no sabe tan buena, a la niña le gusta el tomate picado, no le gusta la arepa ni la ensalada con aceite o con sal, ¡y tiene una presión!, se la quisiera un muchacho de veinte años me dijo el médico del puesto de salud de San Javier, pero es el ejemplo, porque yo nunca he fumado, y cuando queda algo de más le compro jabón perfumado que le gusta, abre la bolsa y si llevo, sonríe con esos dientotes y saca la lengua, se pone el jabón en la nariz y corre por la casa a carcajadas, me da miedo que se coma el jabón, salta, se pone tan contenta que le he dicho que si quiere, compro jabón en vez de arroz y ella grita de felicidá, pero yo no puedo hacer eso, nadie vive de comer jabón, evito el trago después de lo que le pasó a Eunice, por Dios, la pobrecita se tuvo que quedar sola en el San Vicente, porque dígamen a quién cuidaba yo: ¿a la niña o a la vieja? Hasta los médicos entendieron. Estoy seguro de que ya en el cielo Eunice me entiende más que en la Tierra, ella sufría mucho viendo la situación de nosotros y a veces se ponía perecosa, celos de mujeres, tú la quieres más a ella que a mí, claro; que la saludas primero a ella que a mí, claro; que si hay dos panes uno es para ella, claro; es nuestra única hija, mujer, entiende por Dios, fue él que nos puso en esta tarea, porque dígamen: ¿dónde han escuchado ustedes que a un partero se le resbale una bebé de las manos?, y que haya dado de cabeza contra una pared, ni que lo hubiera hecho de gusto, tendría que ser uno muy asesino, Eunice se deprimía y maldecía al pobre indio, ¿yo por qué me dormí?, ¿por qué no me desperté, maldita sea? El curandero no le puso atención porque no teníamos con qué pagarle, es que somos pobres, Atanasio, decía, hubiera nacido en el pueblo. La niña se resbaló, señora, todos los niños salen babosos de la vagina, delen gracias a Dios que no pasó nada y a los días le apareció el moretón en la frente y ya no había nada que hacer porque nos habíamos trasladado para Medellín, y el médico paisa nos preguntó si la habíamos dejado caer en la casa y estuvo de revisión en revisión, secreteo, la dejaron una semana con ellos, nos llamaron de la oficina de los jefes del hospital y después de mirarnos mucho tiempo como si les estuviéramos diciendo mentiras nos dijeron: No se preocupen, si hubo golpe fue superficial, pero le van a dar leche materna, ¿cierto? Asegúrenla porque eso es lo que la salva. Y eso fue lo que la medio salvó.
Tampoco quisimos tener más hijos, para qué, la flacuchenta crecía, pero no hablaba, a veces se comía las cáscaras de pintura que caían al piso, y solo miraba hacia la pared como si fuera un espejo diciendo: ¿Y yo qué carajo vine a hacer aquí? Dios me ha dado larga vida para cuidarla, el problema ahora es que la gente sufre de dulce en la sangre y ya no quieren comprar dulces, pero yo me pego de la espada liberadora de San Miguel, me acuerdo de mi niña y me corre un escalofrío por la espalda, me da una sensación de fuerza, un gusto de estar acompañado de un ejército santo invisible y le pido a Dios que si nos va a llevar que nos lleve a todos, que caiga una piedra inmensa del cielo y nos aplaste pero a los dos, o que se la lleve a ella y después a mí, la otra vez se desbordó la quebrada Anadías y yo pensé aquí sí nos llevó el diablo a los dos, pero yo no suelto a Rosita, los bomberos nos salvaron con unos lazos, que de ningún modo yo iba a dejarla sola, les decía yo llorando, porque dígamen, ¿qué va a hacer la niña sin mí?
Todo para ella, porque cuando estamos juntos en la casa, comiendo, sobre todo, ella me pone su frente en mi frente y me hace ssshhhsss con los deditos en su boca y eso significa que yo tengo la cara bonita, sonríe y luego me toca las verrugas, una por una, y yo se las cuento: un-dos-tres-tengo-ve-rru-guitas-dosen-la-nariz-otraen-la-boquita, y ella las toca y luego mueve su frente en mi frente y hace brrrrrbrrr con los dedos sobre la boca cerrada, tres o cuatro veces hasta que se cansa y yo ya sé que quiere dormir, entonces le hago sshhhshsh, para que ella sepa que también es bonita y sonría en el sueño.
Si quiere venga, agente, yo le presento a mi hija que debe estar en la tienda de don Ernesto, es mejor que esté en la calle para que no me vuelva a pasar que se entran los muchachos y la encuentro desnudita en la cama como ese día, me dijeron, tranquilo, Atanasio, que no pasó nada, pero yo no vuelvo a creer en las palabras no pasó nada, que si vuelven esas fieras, nosotros mismos tomaremos venganza, Atanasio, cuál esperemos la autoridá ni qué nada, perdónemen y no es porque ustedes están conmigo aquí, el que se meta con Rosita se mete con todos nosotros, dijeron, les di las gracias, me siento protegido, cuánto les debo, muchachos, pero eso es un decir, yo no tengo en qué caer muerto y ellos saben, para qué voy a decirles mentiras, podría gritar: no tengo con qué pagarles, los muchachos lo protegen a uno de todo mal y peligro, yo sonrío de guapo, pero eso ustedes lo saben, no importa, porque no quiero que me digan que Satanasio está derrotado, no qué tal, ni riesgos, por eso me cuido con la espada de San Miguel, no soy inmortal, por eso me hice esta careta y no saludo a naiden de mano, lo dijo el gobierno: no saluden a naiden de manos, no se toquen la cara con las manos y si se tocan se lavan antes y cuando se laven se encierran, la hice de un tarro grande de aceite y la pegué a estos cauchos, me protege y veo bien, no le tengo miedo al bicho porque yo digo: Dios dirá, a lo mejor me cuido tanto del virus que con esta careta estoy pasando la calle y me mata una moto, Dios no quiera, lo que más le temo es que mi hija se quede sola, señor cuídame los pasos, señor, que no me pase nada, que si me trajiste a esta edad era para algo; que si me diste a Rosita era para algo; que si no dejaste que el Bienestar del gobierno me la quitara cuando murió la mamá, era para algo; que si te llevaste a Eunice era para algo; déjame rogarte hasta el día de ya no más y vea usted, agente, los ruegos han pegado en las orejas de mi Dios y de San Miguel Guardián más que mil avemarías, nunca nos ha pasado nada, todos me cuidan, todos la cuidan y hasta tengo que rechazar cosas que me regalan porque le pueden servir a otro más pobre, dígamen para qué voy a recibir una olla si tengo suficientes ollas; tengo varias cobijas; no me hacen falta las botas, si se rompen conseguiré otras; a veces he llevado a gente pobre a mi rancho para entregar lo que me regalan, la gente es buena, buena, y yo quiero ser bueno aunque a veces reniegue tanto de mi Dios, que no hace la misma fuerza pa todos. Cuando me dan comida yo no me la como ahí mismo, no, la llevo a mi casa y la parto con Rosita que le gustan mucho los sánduches de piña, qué más le digo, usted ya entendió por qué no me puedo quedar en mi rancho, agente, gracias, yo había pensado qué decirles cuándo el gobierno me agarrara en la calle, pero no había creído que fuera tan rápido, haga usted mismo la cuenta, porque don Ernesto también se pone contento cuando lo vendo todo, que me dice, “ay Atanasio, le alcanza y tenga para que le compre a la niña unos zapatos o para que le haga revisar los ojos o llévese a Rosita que se está rascando mucho la espalda, cómprele Caladril o hágala bañar con agua bien caliente que mata muchos bichos”.
Nunca pensé que ustedes me compraran todos los eme y eme, agentes, será porque tienen bastantes nietos o muchas Rositas por ahí ustedes que andan tanto en la calle, esa cabeza blanca, agente, esos pelitos blancos en la barba me dicen que usted pronto se va a jubilar, ¿cierto? Que nuestro señor Dios le dé sus bendiciones. Sí, ya me voy para mi casa, pero de ningún modo podré evitar salir mañana. No me quiero morir, mijo, ja, ja, ja, necesito los panes o para salir a comprar huevos, mañana me encontrarán en la calle y no me digan que me van a multar, porque entonces para qué me compró todos estos dulces… Y vea usted, quién lo creyera, con este billete me va a alcanzar hasta para comprar jabón…