Número 139 // Mayo 2024

La nevada pastusa

Por FERNANDO MORA MELÉNDEZ

Mucho licor ha corrido desde el antiguo frenesí. Primero el de los griegos, luego el de los romanos. Fiestas dionisíacas, en Grecia, saturnales en Roma. De allí la antorcha del carnaval pasó a la Edad Media, con una copa en la otra mano. El oscurantismo de las catedrales se encendió con el esperpento de las misas de locos, monaguillos disfrazados de obispos y diáconos travestidos de brujas que recitaban coplas obscenas, mientras se libaba y se comía en el altar los manjares prohibidos. Hasta se incensaba con excrementos, según rezan las crónicas. La Edad Media, como creía Passolini, de oscura no tenía sino la fama, porque más pagana y más colorida no pudo ser. Desde esas épocas vino en galeones a América la consigna de iniciar, antes del ayuno de cuaresma, un “echen todo por la borda”. Y con la cruz y las pestes también llegó la dispensa de invertir las normas por unos días. Con la ilusión del desmadre, en Pasto, donde empezaba el imperio inca, el carnaval fue indígena, antes que negro o blanco. El cacique y su tribu bajaban al altiplano el cinco de enero con su mojiganga. A su paso iban bailando y tiznando la cara a los parroquianos. Inocuo y todo, como una fiesta patronal en honor a las cosechas, el ritual solo se pintó de negro casi un siglo después.

En una mina de Remedios, Antioquia, en 1607, los esclavos se amotinaron. Se sabe que el zafarrancho agitó el ánimo insurrecto y sus pregones se oyeron hasta en el sur. En Popayán, la Ciudad Blanca, los negros eran muchos, y pidieron a sus amos andar libres al menos un día. La Corona, en aras de mantener el orden, concedió que fuera el 5 de enero. Así que los vasallos saltaron a las calles, bailaron sones africanos y mancillaron los muros conventuales con pintas negras. El pueblo nariñense también fue pasto de las llamas carnavaleras. Dice Francisco Calvo Serraller que: “Sin el contraste entre el blanco y el negro, no se podría concebir la existencia humana, cuyo drama se desarrolla en el tiempo: o el paso del blanco al negro y viceversa. No hay duda de que el origen del mundo fue en blanco y negro, contracolores entre sí, por ser ambos absolutos, ya que, cada uno, por su parte, contiene todos los colores y, así mismo, su negación”. 

Quiere la tradición, que el juego de Blancos, naciera en la casa de citas más ilustre de la ciudad, la de las señoritas Robby, de la Calle Real, en 1912, cuando don Máximo Erazo, cliente asiduo, un 6 de enero, extrajo las polveras de las damas y esparció la testa de los presentes con talco francés perfumado, mientras arengaba: ¡Vivan los blanquitos! Apócrifa o no, la leyenda señala esa fecha como la indicada para tirarse polvo blanco las gentes de todos los colores.

Desde antes de la peste, no se echaban tanto talco los pastusos. Doscientas cuarenta toneladas de polvillo cruzaron sin sospechas los peajes en ocho tractomulas. Iban destinadas al juego callejero del 6 de enero, cuando los festejantes saltan a la calle dispuestos a empolvar a todo el mundo, en nombre del acabose oficial que pone en entredicho los deberes y formalismos. Ese es el día en que las carrozas con sus muñecos gigantes, de colores estrafalarios, desfilan por una ruta establecida durante años y que se conoce como la senda. Por ella marchan los disfrazados a dar rienda suelta a su extravío. Con murgas, carrozas y comparsas, avanza la fanfarria. A a su paso, los tiratalco van blanqueando al distraído o al resignado que ya va de rucio hasta el apellido.

En enero pasado el talco se vendió como pan. Eva Rosero, una cajera de una tienda de ropa, contó que su hermano la llevó en su camioneta a comprar dos bultos, a razón de 26 000 pesos cada uno. Volvieron a casa para disfrazarse, vaciaron el contenido de los sacos en el volco. A la tropa se unieron tres primos que subieron al capacete y salieron a espolvorear al que diera tiro. El que lo vive es el que goza, reza con desacato el ademán de carnaval. Por eso, aquel que no esté dispuesto a entrar en el trance colectivo debe escapar, ni siquiera a otro municipio, porque en los pueblos, según los pastusos, es mejor. Cunde el delirio por decreto. Y al que no quiere juerga se lo lleva el Diablo.

Como todo juego, este es muy serio. Tiene reglas, como eso de no blanquear las partes nobles. Sin embargo, ¿queda intacta alguna norma en un carnaval? La gente sale con ponchos viejos y ropa que ya no usa, dispuesta a que la empolven. Y de nada sirve que diga, “a mí ya me echaron”. Un turista recién llegado disparó el atomizador de una espuma marca Carioca a una muchacha, y ella, apenas chistó con una corrección: “Señor, la carioca fue ayer, que era el día de Negros, hoy toca talco”.

Este año se les fue la mano, dice Claudia Afanador, académica con una tesis doctoral sobre el carnaval, y cuenta que en sus tiempos “existía la llamada operación pupo, vocablo quechua que significa ombligo, porque allí era donde lo embadurnaban a uno con tizne, betún y otras porquerías. Enseguida, la víctima tenía que decir gracias, para consentir que participaba de la tradición y, sobre todo, para que no le echaran nada más.” También recuerda que el talco era perfumado y de marcas como Johann María Farina, un poquito nada más en el pelo, para no gastar mucho. No como ahora que es en exceso. Se trata de un talco industrial que la gente compra en ferreterías. 

En carnaval todo es en demasía. Al día siguiente, media ciudad amaneció cubierta de una fina capa de nieve seca. El polvillo difuminó las formas. A la manera del abrazo colectivo de la fiesta, disolvió los límites entre calles y aceras, árboles y ventanas. Y aunque algunos comerciantes precavidos cubrieron de paneles las vidrieras, los locales del centro terminaron hechos polvo. Nada quedó a salvo de las partículas que, con las rachas de aire de los carros, volaron hasta balcones de los pisos altos donde ya no había curiosos. La resaca del 7 los había doblegado. Apenas si tenían alientos de sorber caldo de costilla, con la ilusión de curar los estragos que deja el aguardiente Galeras cuando pasa cual lava furiosa por una garganta sureña.

Mientras tanto, el talco, como sal de la tierra ya había taponado los sumideros. Las motas se incrustaban en resquicios inauditos como bisagras, persianas y lámparas colgantes. Que los enseres se empolven más de la cuenta vaya y venga, pero que caiga en los lagrimales y se instale en las fosas nasales con un picor acre, ya trae un murmullo quejoso, la cantinela de fin de fiesta. Un cajero de almacén contó, tras el velo de su tapabocas, que anduvo incapacitado tres días por la alergia gripal. En el centro de salud de su barrio notó que la mayoría de pacientes consultaban por rinitis, conjuntivitis y otras dolencias en las que la sospecha era “blanco es…”.

La palabra carnaval, que la RAE insiste en llamar carnestolendas, une las palabras carne y levare, o sea quitar la carne, hartar los apetitos antes de iniciar el ayuno. El que peca y reza empata, dice el vulgo. Y acá en Antioquia, en el siglo XIX, los conatos carnavaleros pronto se reprimieron. “Nos declararon en cuaresma perpetua”, dice Juan Luis Mejía. “La misma que nos lleva entonces a sentir culpa ante el ocio, a aceptar que la vida es un valle de lágrimas y que el único destino del hombre, su realización suprema, se encuentra en el trabajo, fuera del cual no hay salvación.

Ese imaginario puritano abomina de la fiesta, de la alegría colectiva, de la trasgresión momentánea del orden establecido y toda aquella sociedad que la practica y disfruta es mirada desde allí con desconfianza. Creo también que hay una envidia oculta que se disfraza de prejuicios simplistas: flojera, holgazanería”.

Y si tales insolencias se acolitan en pueblos como el nariñense, será solo bajo el pretexto de que trastocar el orden alivia la tensión social. Otros piensan menos en la dosis de pan y circo, ven en el carnaval una forma de reconocer el terruño y la cohesión de quienes lo habitan. Se vale el despelote para invertir valores, jerarquías y hasta yugos, solo para que el lunes siguiente todo siga igual.

¿Y adónde se fue el alboroto de medio millón de almas que esa semana parecían triplicarse como cuyes? En el tinglado vacío no quedó ni un saltimbanqui. De repente, los bailarines de las murgas se transformaron en una tropa de barrenderos que luchaban por remover la terca persistencia del polvo resbaloso, substancia espuria que no se puede lavar con agua porque tal derroche sería una herejía, tampoco aspirar porque no hay cómo. El remedio era aguardar un aguacero redentor, una especie de quitamanchas que lavara todas las culpas del jolgorio y aquel reguero de talco, que mal recuerda la ceniza de un volcán vecino, o el de otras nieves procesadas en la montaña. Hubo que esperar hasta que el verano de El Niño se apiadara de la ciudad. Conjuros y rogativas hasta a la Virgen de Las Lajas. Aunque no se supo si fue ella o Pachamama, por cuya intercesión cayó un chaparrón astringente el día 11 de enero por la mañana. Solo entonces el agua lustral barrió de una vez por todas el glaseado vestigio de la fiesta.