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La Policía ya no lo buscaba porque el abogado notificó su intención de entregarse a la justicia. Le asignaron una cita para hacer su confesión cuatro meses después del suceso. Los que “cuidaban” el barrio no dejaban que nadie se metiera con la familia. “Pero si lo cogemos afuera, nos lo fumamos”, fue la razón que le mandaron a Diego. Había un interés latente por cobrar venganza o la recompensa por su cabeza. La puerta de su casa tenía muchos ojos encima. Que la cárcel fuera un refugio era una paradoja siniestra.
Diego ajustaba más de cien días sin asomarse a la ventana. Faltaban apenas unas horas para la audiencia de legalización de captura, en la que iba a confesar. Como sabía que era su último día de libertad, le urgía embriagar esa ansiedad, no soportaba más muros, más techo. Salió de su casa con cautela, miró para lado y lado con el corazón turbado. Cuando escuchó el motor de un bus, salió corriendo y se montó por la puerta de atrás. Llegó al Centro de Medellín pálido, jadeante, descompuesto.
—¿Por qué está tan callado, güevón?, ¿qué le pasa? —le preguntó un conocido, compañero de juergas, en un parque mientras tomaba sus últimos rones y aguardientes, fumaba cigarrillo y marihuana.
No respondió. Disimuló. Hubiera querido soltar la bruma, el desasosiego, los dilemas que traía consigo. “Me entrego o me vuelo…”, “si me escapo, me va a tocar vivir escondido”, “si me encuentran, me matan”, “si me abro, no voy a poder volver”, “si me pierdo, mi mamá no va a soportar la tristeza”, “si alguna vez regreso, no la voy a encontrar viva”, “con esa muerte no quiero cargar”. No dejó salir ninguna palabra, no le dijo a nadie que al día siguiente en la mañana tenía que presentarse en la Fiscalía. “Si cuento, me arrepiento y no me entrego. Y ya no puedo arrepentirme, ya le hice una promesa a mamá”.
Amaneció aunque le imploró al sol que no saliera. Llegó puntual a la audiencia. Confesó lo que recordaba. Cuando le leyeron los cargos se enteró de que, en total, fueron cinco puñaladas las que dejó en el cuerpo del Flaco, también joven, también verdolaga. Escuchó cientos de meses de condena. Hizo cuentas, dividió entre doce. “Marica, no me imaginé que fuera tanto”, se dijo. Estaban hablando de una pena de 38 años.
Por haberse entregado le rebajaron la mitad. Por tratarse de una defensa propia le disminuyeron un poco. La pena quedó de 208 meses, es decir, diecisiete años y cuatro meses de prisión. Lo esposaron y lo condujeron a la cárcel nacional Bellavista. El martes 13 de octubre de 2009, Diego se despidió de la familia, del estadio, de Medellín, de la libertad, de la juventud que le quedaba.
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Le suplicó al sol para que saliera pronto en el norte de Colombia. Al día siguiente ese hombre recién salido de la cárcel cambió de plan. Antes de volver a la Capital de la Montaña, quiso hacer una escala en Santa Marta para cumplir el sueño de volver a tocar el mar. Después de seis horas por carretera, llegó a El Rodadero con los brazos abiertos. Guardó sus contadas pertenencias en una tienda, corrió sobre la arena ardiente, se tiró al agua y abrió los ojos por debajo aunque fuera salada, aunque fuera turbia, aunque después de tres horas de nado saliera con la mirada roja. Miraba al cielo cada tanto como los futbolistas cuando meten un gol. Agradeció, lloró, gritó, saltó, chapaleó, celebró, jugó, sintió la plenitud, a solas, delante de extraños que no se imaginaban de dónde venía. De lejos parecía un niño, de cerca, un señor. Solo él sabía con cuánta juventud contenida.
Hubo días tan pesados, tan afilados, tan desolados, en los que a gritos le pedía a Dios que no se excediera, “que calmado, que ya no era capaz de soportar tanta candela”. Una vez soltó insultos mirando hacia el cielo de su celda: “No, pues, qué chimba de Dios sos; decime, ¿por qué te olvidaste de mí?”.
Las cartas de su hermana, las fotos de su madre, las llamadas de su padre lo disuadieron cuando intentó rendirse. Esa terna le dio cuerda para seguir aguantando, no todo estaba perdido, la vida tenía que seguir a pesar del muro, el barrote, una condena, un traslado. Era cierto. Después de cada visita, a Diego lo atravesaba una rareza. De repente se creía capaz de volver a sonreír. Adentro aprendió a tejer, a concentrarse en la lectura, a contener peleas, a espantar sus demonios, a liberar la cabeza, a fugarse del cuerpo, a salir de su propio infierno, a enfrentarse a sí mismo.
Cuando el sol lo recargó, se salió, se vistió, se tomó un consomé de pescado y se despidió de esa bahía. Yendo a la terminal escuchó sirenas, tambores, trompetas a la redonda. Se acercaba una multitud, el carro de bomberos, una caravana celebrando el ascenso del Unión Magdalena. Los hinchas del equipo bananero vieron a Diego caminando con una gorra verde y empezaron a gritarle: “Paisa marica”, “verdolaga hijo de puta”, “sureño cagado”, “tu equipo no vale una mondá”. Diego los miró, los escuchó en silencio, sintió un déjà vu azaroso, respiró, siguió su camino. Diez años atrás su reacción habría sido otra. Con el tiempo, con la experiencia, con una condena encima, aprendió que también es de varones esquivar una riña callejera, es humano dejar pasar una ofensa. El fútbol seguía siendo su alegría, pero esa emoción ya no lo dominaba. Esta vez no iba a caer en la trampa, no valía la pena un desvío, su destino era Medellín en flota y no Valledupar en patrulla.
El 16 de noviembre de 2018 llegó a la terminal de transportes de Santa Marta tranquilo, plácido, imperturbable por esa dosis de mar. Compró el tiquete de ida presintiendo el abrazo de papá, la caricia de mamá, el besito en la mejilla de su hermana. Se imaginó un desayuno suculento: chocolate caliente, pan, arepa, mantequilla, quesito, huevo revuelto. No durmió un solo minuto en el trayecto. Como el bus iba casi vacío, rodaba de puesto en puesto para ver el paisaje a través de ventanas diferentes. Cuando la noche pobló la ruta de oscuridad, siguió despierto. Le quedó ese hábito de no dormirse en carretera. En la víspera de esa llegada, una canción del Grupo Niche le sonó por dentro cuando a lo lejos reconoció su tierra natal, el río, las montañas, su valle, unas luces “titilantes igual que estrellas en el cielo”. No veía la santa hora de estar allá. El sábado 17 de noviembre de 2018, Diego entró a primera hora a Medellín tarareando el coro de esa banda sonora que lo acompañó durante el retorno más anhelado de su vida:
Ya vamos llegando,
me estoy acercando,
no puedo evitar que
los ojos se me agüen.
Descendió del bus, miró para todos los lados. Estaba asustado, aturdido, nervioso, feliz. “¡Por fin, por fin, por fin!”, celebraba por dentro su regreso a Medellín. De todos los pasajeros, Diego era el más ligero de equipaje. Solo traía consigo su documento de identidad, sus recuerdos, sus ansias de retomar la vida. Pero esta vez de local y con la hinchada de siempre, la que lo apoyó en el tiempo más adverso, por la que resistió esa condena: la familia. Su hermana lo reconoció solo de cerca después de mirarlo por varios segundos. Ninguno se contuvo. Les dieron luz verde a los suspiros, las carcajadas, los sollozos. Tomaron un taxi, no pararon de hablar, llegaron a la meta. Diego encontró a su madre en la puerta de entrada, su padre lo esperaba en cama. Los tres lo abrazaron como a un campeón que por mucho tiempo no ha conocido la victoria.
* Este texto hace parte del libro de crónicas Estación Cárcel de Carolina Calle, que será publicado por la editorial Remitentes en el 2024.
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