Regresar a Apartadó implicaba seguir haciendo su trabajo en un escenario urbano y a la vista de todos. Elimelec no quería que su familia ni la gente de Policarpa supieran en qué se había convertido, pero Félix había aprendido de Harold el arte de la discreción y gracias a eso pudo pasar desapercibido. “Cuando iban a joder a alguien del barrio yo los mandaba a sacar. En los barrios nada de nada porque después hubieran pensado que era yo”, recuerda.
Elimelec logró camuflarse tan bien que cuando tenía 15 años y ya llevaba dos trabajando como “urbano”, una amiga lo invitó a un ensayo de danza. “Me quedé afuera sentado viendo bailar. Me decían: ‘Vení a bailar’, y yo: ‘Qué voy a bailar eso, eso es pa locas’. Me daba pena”. Diógenes, el profesor del grupo, lo convenció para que saliera a la pista. Y aunque nunca en su vida había bailado, y menos al frente de otros, la cumbia le fluyó dócil por el cuerpo, como si fuera parte de su propia sangre, y por primera vez se sintió libre.
Al otro día tuvo su primera presentación. Fue en la Casa de la Cultura de Apartadó, frente a una asociación de desplazados del municipio. Aunque no sabía muy bien lo que estaba haciendo, le pareció “sabroso”: Elimelec siguió a sus nuevos compañeros por el escenario con los pasos pequeñitos y contenidos de la cumbia, quebrando la cadera con la misma sutileza que exige caminar por el monte con la carga al hombro sin llamar la atención del enemigo. “Desde ahí comencé en el mundo artístico, pero al mismo tiempo seguía en lo que estaba. Yo entrenaba, bailaba y hacía mi trabajo, que era seguir órdenes”, dice.
En 2005, las AUC firmaron el acuerdo de Justicia y Paz con el gobierno colombiano y a Félix lo llamaron a reportarse en Tuluá. Elimelec aún era menor de edad y sabía que las autoridades no tenían ningún rastro de él. “Si me entrego me mandan para esas vainas de infancia y adolescencia y eso lo que va a hacer es dañarme la hoja de vida”, les dijo a sus superiores, y les pidió que lo dejaran ir como si los últimos nueve años de su vida no hubieran ocurrido.
Sin uniforme ni pasamontañas, el comandante de escuadra de 17 años emprendió solo un viaje a pie por las trochas de Colombia, y como si hubiera sido una especie de purga de su vida pasada, cuando llegó a Apartadó, Félix ya no existía.
Irse de nuevo
La segunda diáspora de Elimelec empezó de la misma manera: alguien se fijó en él.
Después de volver de Tuluá, el grupo en el que bailaba se acabó y él y un amigo decidieron montar un nuevo grupo que Elimelec terminó dirigiendo. “Yo ni sé qué mamarrachos hacíamos, pero todo salía. Los montajes quedaban bonitos”, dice.
Una vez, durante una presentación, un profesor de San Juan de Urabá llamado Marino Sánchez se fijó en él. Sánchez lo invitó a bailar con él a un grupo de Necoclí, “y yo ni corto ni perezoso me fui para allá, porque necesitaba aprender más”.
Elimelec terminó siendo uno de los bailarines élite del grupo de proyección que ganó cuatro años seguidos el Festival Nacional del Mapalé. Y cuando ya estaba cansado de ser el mejor y de bailar siempre lo mismo —lo saturaron tanto de mapalé que ahora ni le gusta montarlo— unos delegados del Ballet Folklórico de Antioquia lo invitaron a hacer parte de la escuela en Medellín.
En el Folklórico estuvo tres años en los que además se estrenó como “profe”. Cuando cumplió 21, unos profesores cubanos lo vieron bailar en el Teatro Metropolitano de Medellín y le propusieron irse para la isla.
En el Ballet Nacional de Cuba estuvo dos años aprendiendo danza afrocontemporánea y otras técnicas como el ballet, que le sacó canas y nunca llegó a ser su fuerte. Luego estuvo nueve meses en Fort Worth, Texas (EE. UU.); ocho en Venezuela, cinco en Ecuador y un año en Panamá, donde estuvo a cargo de la creación de un grupo de danza folclórica colombiana.
Pasar por tantas compañías le enseñó a ver sus errores e identificar el origen de los movimientos que antes creía propios de los afrocolombianos. Conoció nuevos ritmos, nuevas técnicas y a cientos de bailarines que son “unos caballos”, que es como Elimelec llama a las personas que son excepcionalmente buenas en lo que hacen. Luego, volvió a Urabá a tratar de darles a otros niños y jóvenes la segunda oportunidad que a él le dio la vida.
Hoy, Elimelec Núñez es profesor de danza en la Ciudadela Puerta del Sol, director del grupo de proyección Diáspora y de otros cuatro semilleros de jóvenes bailarines de las veredas del municipio. Les enseña ritmos folclóricos, pero también bailes contemporáneos como el reggae o el exótico, un género relativamente nuevo que es la locura en el Chocó. Y con el grupo de niñas pequeñas, las clases son de ballet clásico.
Sin embargo, más que formar bailarines, lo que Elimelec quiere es evitar que otros niños vivan lo que él vivió. Sueña con una Casa Diáspora que sea una embajada de los ritmos afros y folclóricos de Urabá, así como un refugio para los jóvenes en riesgo de reclutamiento.
“Muchos de los [paramilitares] que se desmovilizaron hacen parte de esos grupos que hay ahora y que son más pesados todavía”, dice Elimelec. “Como ellos lo conocen a uno, me dicen: ‘Vea, tal muchacho tuyo está así y asá, habla con él o lo ajuiciamos’. Si está muy caliente, toca sacarlo. Yo mando a los pelaos pa Medellín o pa donde algún familiar lejos, y si no hay plata vendo algo mío…”.
Mantenerse al margen del conflicto no ha sido fácil, sobre todo después de haber elegido una carrera corta y que paga mal. Elimelec no extraña el poder que tenía con su fusil y su capucha, pero muchas veces siente algo adentro, como una pulsión violenta, que quiere salir y apoderarse de él.
De alguna manera, el escenario se parece al campo de batalla. Ambos, bailarín y guerrero, deben tomar decisiones en caliente y procurar que sus cuerpos reaccionen en apenas un instante. Si el bailarín falla, puede arruinar el show o lesionarse gravemente. Si el guerrero falla, se convierte en un blanco fácil para el enemigo. Es una vieja premisa de la improvisación: el que piensa, pierde.
Pero Elimelec piensa mucho. Piensa en sus culpas y en sus deseos. Piensa en los muchachos que bailan con él apretujados en los dos extremos del salón donde aún quedan espejos y piensa que la vida da muchas vueltas.
Su mayor temor es que cualquier cosa —una riña, una venganza, una mala decisión— lo vuelvan a llevar por el camino de la violencia. Entonces respira, se aleja, hace una pausa y recuerda que Félix quedó enterrado en alguna trocha entre el Valle y Urabá: ahora y hasta que se muera quiere ser el hombre que danza.