Número 136 // Septiembre 2023

Montañeros de ciudad

Por FERNANDO MORA MELÉNDEZ
Fotografías por Juan Fernando Ospina

Después del delirio de progreso que transformó a la Bella Villa en una urbe ufana y humeante, cuyas músicas fabriles pronto opacaron los viejos estribillos de vereda, la palabra montañero vino a designar de modo peyorativo las maneras y ademanes que delataban la ingenuidad provinciana, el vestir pintoresco, demodé, o la rusticidad en el habla. Había que estar a tono con los tiempos ilustrados de las élites, que leían en francés a Víctor Hugo, aunque lo hicieran en secreto, so pena de excomunión. Tal revuelo civilizatorio, donde hasta el bobo Marañas mandó a la luna a alumbrar a los pueblos, por anacrónica, obligó a cambiar de postura. Y mientras se tumbaban viejos edificios para levantar las moles modernistas, nació un engendro remozado, con un verdor reprimido: el montañero de ciudad.

El carácter de este poblador podría emparentarse con otras especies, como el hillbilly estadounidense o el guajiro cubano, en cuanto retratan a la gente que aún conserva sus modales y anhelos del campo donde se criaron, con sus andares y silbos particulares. Ya lejos de la teoría de don Luis López de Mesa, que esgrimía el esperpento étnico de creer en una raza antioqueña, los montañeros de ciudad, hombres y mujeres, expresan un surtido de afectos y sentidos que vale la pena inventariar como semblanza, acaso, de una especie en extinción.

Hay tantos montañeros de ciudad como razones que los obligaron a emigrar. Abarrotados en torno al surrungueo de unas guitarras que tocan música de carrilera, en el Parque Berrío, el observador encuentra a los que llegaron a Medellín expulsados por distintos ejércitos; a los buscadores de fortuna que cambiaron el oro por la venta de abarrotes; o los que pensaron de verdad, como Rimbaud, que había que ser modernos por obligación; también aquellos que evitaban ser diamantes en bruto y buscaban tallarse con el estudio; o los que entraron persiguiendo un globo, un amor u otra quimera, ya que el montañero de ciudad si algo conserva es su vena fabulosa.

George Steiner, a propósito de la experiencia trágica de llegar a una tierra extraña, recordaba que en alemán la palabra siniestro (unheimlich) provenía de dos vocablos que significan “alguien a quien se echa afuera”. La cita me conduce a la historia de tantos montañeros que llegaron de manera forzada a la selva de cemento. Alguien me contó que vio a un señor, en el cruce de semáforo, con un azadón al hombro. Iba con la mirada abstraída, corriendo el albur de ser pisado por un carro. El informante lo vio pasar por la curva de una glorieta hacia el centro de la misma, en una rotonda plena de vegetación y un jardín ya enmontado. Al parecer, en medio de su anhelo de labranza, el hombre había enterrado semillas de maíz que germinaron y crecieron hasta volverse plantas. Ya estaban de coger las mazorcas, cuando vino la policía y lo volvió a expulsar por invadir el espacio público con una huerta.

El anhelo de un sembradío entre el parque automotor ya lo avizoró Carlos Vieco, en la temprana aurora del siglo XX, cuando compuso su pasillo Tierra Labrantía, que transita a buen ritmo entre lo que se tenía hasta lo que ya no se tiene.

Abierta a golpes de la mano mía

Tengo en la plenitud de la montaña

Una faja de tierra labrantía

Y levantada al fondo mi cabaña.

(…)

Sin tu presencia en mi

heredad no existe

La paz serena que persigo y quiero.

Ven a entibiar mi vida sola y triste

Que hace ya mucho tiempo

que te espero.

La elegía a los campos se dejaba ver en otros títulos de Vieco como Echen pal morro, donde elogiaba a los insurrectos que evadían el servicio militar, por ejemplo. También está en las trovas de Tartarín Moreira, versión desparpajada y aguardientera de otra especie de montañero urbanita.

La extrañeza de estos inmigrantes proviene de no estar del todo en el lugar donde se vive, pero de no haber dejado tampoco, del todo, su vereda de origen. Un inglés de provincia, Philip Larkin, también lo expresó en poesía:

Esto es lo primero
que yo aprendí:
el tiempo es el eco de un hacha
adentro de un bosque.

La montañerada no es privilegio de estos meridianos, aunque es en Antioquia donde más libros se han escrito para elogiar la pujanza de los que abrieron trochas, los pioneros que con su hacha zanjaron las fronteras del progreso. La lista es larga y tiene como patriarca a Gregorio Gutiérrez González y su Memoria del cultivo del maíz, un libro como el Anábasis o La Elegía de Varones Ilustres, con el verso bien rimado, altisonante, que es como sonaba mejor esta clase de épica. Aunque siguen otros nombres, Arrieros y fundadores, de Eduardo Santa, La raza antioqueña, de Libardo López, más la sarta de canciones y poemas, algunos exaltados y llorosos como los de Jorge Robledo Ortiz y sus rimas de Siquiera se murieron los abuelos.

Ya en los comienzos del siglo XX, los andurriales urbanos dieron albergue a muchos hijos pródigos. Movidos por el rito ancestral de irse de la casa a andar mundo y sentar reales, lejos de la heredad de los padres, como en las novelas de formación, para aprender y ganar experiencias al calor de otros pueblos, la gente de la provincia, mestizos de toda laya, hicieron sus primeras armas en las fábricas, talleres de artesanos, pero también en los burdeles, en las timbas y cantinas, todas ellas fraguas de los primeros montañeros de ciudad. No solo eran hombres, por supuesto, los que ganaban el pan con el sudor, como sugiere el mismo Robledo Ortiz cuando celebra que los taitas se hayan ido “sin ver cómo afemina la molicie”. Fueron niños y niñas aquellos que debieron romper su cascarón de ensueños antes de tiempo para ir a laburar.

La consigna de que nadie anduviera de balde ni siquiera se les reservaba a los artistas. Si Epifanio Mejía o Benjamín de la Calle bebían, tertuliaban y algo más, era porque ya habían hecho su jornal, componiendo una canción o retratando a algún bandido. Podrán tildar de bohemio a Tobón Mejía o a Francisco Antonio Cano, que frecuentaban las casas de citas de Lovaina, pero hasta las élites ilustradas tenían que coger destino, unos más torcidos que otros, claro. Cómo sería de obligatoria la manía industriosa, que hubo gentes como Luis Tejada, proletario y todo, que abogó por arriar las banderas de la pereza. Tanta pujanza cansa, y tanto afán industrioso debieron hacer mella en el campesino que, ahora en la urbe, extrañaría su huerta lontana, viviendo a su ritmo, o escuchando la consigna de su evangelio: “Fíjense en las aves del cielo: no siembran ni cosechan ni almacenan en graneros; sin embargo, el Padre Celestial las alimenta. ¿No valen ustedes mucho más que ellas? ¿Quién de ustedes, por mucho que se preocupe, puede añadir una sola hora al curso de su vida?”.

Algún día, las buenas gentes del campo debían regresar a la casa, como José Arcadio Buendía, a narrar sus fazañas, a demostrar que los golpes de la vida los habían madurado casi biches, y, para no asustar a los viejos, dirían que en esta ciudad hasta los ladrones eran gente honrada.

Mientras tanto, el paisaje se transformaba; Medellín, pueblo chiquito se volvía un tatabrón engreído, que botaba humo por las fauces y amenazaba con devorar a todas las almas tominejas si no se avispaban a tiempo. Alarmado, Tomás Carrasquilla, un montañero de Santo Domingo, le restaba quilates al progreso y antes inventariaba sus pérdidas:

“Pero, ¡oh río manso y hospitalario! Lo que es gente ¡no volverás a remojar junto a tu villa! La edificación urbana ha invadido tus dominios, y los trenes ferroviarios te pasan por la cara. La policía de la civilización no admite en tu regazo ni paños a la griega ni olímpicas desnudeces. Sus trajes de paraíso se los reserva para centros más cultos.

Frente a tu señora no podrás hacer tus contorsiones ni correr por donde quieras. Tus bancos de arena, tus serpenteos, los dejas para afuera. Aquí te pusieron en cintura, te metieron en línea recta; te encajonaron, te pusieron arbolados en ringlera. Has perdido tus movimientos, como el montañero que se mete en horma, con zapatos, cuello tieso y corbatín trincante. Mas nunca faltarán en tus riberas ni poesía ni hermosura: que por mucho que te dañen la simetría y el confort urbanizadores, nunca podrán avasallar del todo el desgaire armonioso de tu gentil naturaleza. Siempre se oirá a Pan en tus orillas; siempre tributarás tus oros a los pulpos y monstruos submarinos”. 

De modo similar rabió Maupassant ante la Torre Eiffel, un adefesio perturbador en el horizonte parisino, uno que vino a alterar con su airosa pretensión el aire galante y romántico de la Ciudad Luz que, a propósito, se llamó así porque fue de las primeras en poner bombillas eléctricas en sus calles.

Oponerse a que la villa dejara sus tranvías de mulas fue la causa de un puñado de ilusos que querían conservar la quebrada Santa Elena destapada y preservar el aire pueblerino. A esa clase de gentes las llamó don Ricardo Olano “hombres estorbo”, acaso por persistir en su montañerada. Al fin el ruido modernista se impuso, mientras los nostálgicos, empecinados en seguir viviendo en la arcadia perfumada de nísperos, tal vez refunfuñaron por lo bajo: “Arrieros semos y en el camino nos encontraremos”, de modo que algún día se extrañaría el tedio de las tiendas campesinas, aquellas misceláneas que el Tuerto López recordó en su poema sobre las muchachas solteronas de provincia.

Muchachas de provincia,

las de aguja y dedal,

que no hacen nada,

sino tomar de noche

café con leche y dulce de papaya…

Muchachas de provincia,

que salen –si es que salen de la casa–

muy temprano a la iglesia,

con un andar doméstico de gansas.

En Medellín a solas contigo, Gonzaloarango ya reniega de un valle que no tiene nada de tacita de plata sino que semeja a una pequeña Detroit, arrogante y cicatera, donde los pájaros ya no trinan sino que tosen. Con la autoridad moral de un poeta ocioso y metafísico, Arango la embiste contra el abuso del agiotismo, el afán de lucro o el empeño en multiplicar las chimeneas con humos nada espirituosos. Contra las costumbres ahorrativas, el poeta ya parece un nuevo Rousseau que ve en el antioqueño una especie de buen salvaje pervertido por la usura del capital, una añoranza de la sencillez campesina que defendió y refinó junto con su novia inglesa, Angelita, quien ahora vende chicha a orillas de la laguna de Guatavita.

Esa especie de retorno rebelde a la montaña condujo no pocas veces a los poetas a emigrar a mejores pastos, como lo hizo Thoreau, en el bosque de Walden, o Jack Kerouak en la cabaña de Bixby Canyon. Aun así, eran estancias pasajeras que los traían de regreso dado que ya no podían ser gentes de campo sino ciudadanos y agitadores de plaza pública. Solo el filósofo de Otraparte, Fernando González, se las arregló para hacer un Walden a la antioqueña donde conversaba con su vaca paturra, comía chirimoyas y a la vez jugaba a ser un montañero de ciudad, uno que iba a Envigado cuando le venía en gana, a tertuliar con algún cura progresista, y regresaba a su estancia a seguir escribiendo.

Aquestos que mencionamos podrían ser montañeros finos, valga el oxímoron, gente letrada, docta en latines y con alguna holganza intelectual. Aquí los dejamos para hablar de la última estirpe citadina de montañero, el que aún transita por las plazas de esta villa como un alma en pena, añorando la tierrita y abrevando un anisado mientras escucha una guasca, que acá no es la hierba bogotana que condimenta el ajiaco sino la música montañera, tonada que pone a vibrar la fibra campesina en su nota más alta y redime por un rato del hartazgo de vivir arracimados como murrapos en gaveta.

El montañero de ciudad, el rústico y auténtico desdice de fincar su interés solo en los menjurjes bursátiles o en aumentar el volumen de su panza. En el fondo solo es un ser taciturno que busca el horizonte y la visión de una loma que lo consuele, la mención de un remedio, música, pomada o licor para curar la morriña de no vivir ya en cañada sino en suburbio. No requiere llevar zurriago y mulera, ni desfilar en Feria de Flores, pues la montañerada va por dentro como procesión. En pos de eso acude al Parque Berrío, donde el paisa de hace tiempos decía haber nacido.

Como se sabe, después de que el metro allanó al parque, lo que quedó es apenas un remedo de la plaza de pueblo. No tiene fuente más que la labia de los pregoneros que aún concurren. Y, de repente, los punteos de viejas coplas lo conducen de la ciudad al campo. Algo copetón, salta a zapatear, oye que lo llaman por su nombre, escucha un chiste verde, oye un chismorreo, huele fritanga y café de termo caliente. Otros habituales van llegando, damas y caballeros, entrados en años, con sus atuendos pintorescos y sus aromas a musgo y liquen fresco. Ya no hay plaza física, pero sí una atmósfera que la evoca, una ilusión de pertenencia a una familia arraigada, que tiene rostros, hablas y el recuento de idílicas montañas.

Y si ya no se puede volver, ni siquiera a esos simulacros de pueblo como Tutucán o Pueblito Paisa, escenarios para turistas adonde pocos montañeros van, no queda más que conciliar. Ni el campo es tan verde ni la urbe es tan gris.

Carrasquilla ya lo diría: “¡Ah, la montaña! Ya sé que esto atosiga y apesta a muchos montañeros. Será como todo; cuestión de gustos, de educación, de temperamento. Será que algunos entienden que lo bello como lo humano, lo universal, lo explotable para el arte, lo mismo existe en la urbe que en la aldea, lo mismo en la vida refinada de la civilización que en la rudimentaria de las gentes primitivas; que lo étnico, característico y diferencial de una raza o de una nación no está en las clases cultas, influenciadas por corrientes extrañas, sino en la balumba popular o aborigen”.

*Este texto hará parte del libro Campesinos de ciudad, que se publicará a finales del 2023.