Número 136 // Septiembre 2023

Una vida imaginaria

Por SILVIO BOLAÑO ROBLEDO
Fotografías de Juan Fernando Ospina

Tras ser abandonado, el cuerpo de Fernando Botero peregrinó algo más de dos semanas: primero de Mónaco a París, donde envainó un señorial féretro de plomo en el que voló a Bogotá y a Medellín para recibir honores y luego ser cremado en la Atenas suramericana. Los restos del artista paisa recorrieron más de veinte mil kilómetros hasta regresar a Pietrasanta, en Italia, pueblo en el que viviera con su amada Sophia Vari durante décadas en las que, además de tomar el sol y montar en bicicleta, decidieron compartir la eternidad en el sepulcro.

Ciudadano de honor del comune di Pietrasanta desde 2001, la prensa italiana ha agradecido al maestro por elegir a su país y se ha enorgullecido de sus genes, al sacar a rodar la leyenda de que en 1780 los hermanos Giuseppe y Paolo Botero abandonaron Génova y se embarcaron rumbo a América del Sur para cumplir el sueño antioqueño. Por su parte, los medios españoles han agradecido la generosidad de Botero por las exposiciones que en los años noventa descrestaron a un país que apenas conocía la democracia; pero sobre todo por las esculturas que el artista sembró en varias ciudades de España, como un gigante feliz al que le gustaba arrojar doscientos kilos de bronces, por aquí y por allá, para que pelechara alfalfa entre sus sombras durante los próximos milenios. También le agradecieron a Botero los diarios de Estados Unidos, sobre todo los de Nueva York, donde en los años setenta el maestro se convirtiera en una firma de la vanguardia del arte.

Mientras tanto, en el Granero del barrio Carlos E., Alberto contaba que, durante las obras del Museo de Arte Moderno de Medellín (MAMM), Botero vino a tomar aguardiente con Alejandro Obregón. Dicen que, cuando era niño, Fernando le decía a su mamá que le gustaba más el huevo duro que tibio, hasta que una mañana vio a doña Flora rebañar una yema con un pedazo de arepa: la masa de tela blanca del maíz que se mezclaba con el líquido causó un cortocircuito en sus sentidos y quiso pintar su volumen anaranjado. Vivían en la casa familiar de Mon y Velarde con Caracas, donde el niño tenía una caja de colores al óleo que le había regalado su hermano Juancho, algunas ilustraciones de pilotos, de mujeres rubias y la ilusión de triunfar como torero. La plaza de toros La Macarena había sido inaugurada pocos años antes (1945), con un estilo arquitectónico neomudéjar que, décadas después, un político inescrupuloso destrozaría para techarla. Banderillero cumplidor, Botero se entrenó con disciplina para ser matador de toros, aprendió el arte de la tauromaquia con la esperanza de pedir la alternativa y triunfar en las arenas de Colombia, Venezuela, México y España, hasta que una tarde vio un pitón atravesar la pierna de uno de sus compañeros. Al volver a casa pensó en dibujar la arena, las vértebras y la sangre; entonces sintió terror y satisfacción. Corría el año 1948, Colombia se desangraba tras el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán y Fernando Botero vendía su primer óleo de toreros por dos pesos.

Tras discutir con el rector de la Universidad Pontificia Bolivariana sobre la obscenidad de sus dibujos, el 17 de junio de 1949, publica en el periódico El Colombiano su ensayo: “Picasso y la inconformidad del arte”, por el que es expulsado del colegio. Sin embargo, El Colombiano lo contrata para hacer ilustraciones de poemas y cuentos. En el Liceo de la Universidad de Antioquia reafirma su compromiso con las causas sociales y la bohemia: se relaciona con artistas e intelectuales con los que acude a tertulias en casas de elegantes señoras que jugaban a las cartas en el barrio Lovaina. Gustos que conservará, pues, de mayor, Botero se describía como una persona de izquierdas cuya alma quería que fuera a visitar las tiendas donde venden aguardiente.

Aventurero, al graduarse de bachiller decide viajar a Bogotá, donde empieza a vender sus lienzos y, todavía interesado por Picasso, estudia a Modigliani. Al año siguiente se establece en Santiago de Tolú, donde pinta a los recogedores de cocos y a las vendedoras de cocadas, un funeral con el ataúd abierto y Frente al mar: composición sobre un borracho al que amarran con violencia, colgado de pies y manos, para calmarlo. Cuentan que Botero se hospedó un par de meses en el hotel Narsa de Tolú a cambio de pintar murales, que entabló amistad con el poeta Héctor Rojas Herazo y que, como dijo alguna vez el maestro, fue violadopor una mujer hermosa que se coló en su hamaca. De regreso a Bogotá obtiene el segundo premio del IX Salón Nacional de Artistas con Frente al mar, vende algunos cuadros y se embarca en Buenaventura rumbo al Viejo Continente.

En Madrid se inscribe a la Academia San Fernando y sobrevive con las pinturas que vende a las afueras del Museo del Prado. Estudia en la Academia San Marcos de Firenze, donde aprende tanto de Rafael como de Paolo Uccello, aunque una obra le causara espanto y la otra satisfacción. Mientras aplicaba la perspectiva del renacimiento los colores producen otro cortocircuito en su mirada y dibuja muy pequeño el corazón de una voluminosa mandolina; anécdota que, según él, da origen a su estilo de pintar volúmenes, no gordos. En 1955 se casa con la filósofa y gestora cultural Gloria Zea, madre de sus hijos Fernando, Lina y Juan Carlos. Dos años después su obra Contrapunto comparte el segundo premio de pintura del X Salón de Artistas, junto al maestro Alejandro Obregón. En 1958 gana el primer premio del XI Salón Nacional, con un homenaje a Mantegna llamado La camera degli sposi, obra maestra y monumental que venderá en los Estados Unidos y cuyo paradero, todavía hoy, desconocemos. En 1960 nace su hijo Juan Carlos, se divorcia de Gloria Zea y gana el premio internacional Guggenheim con Arzodiablomaquia; obra donde los arzobispos se torean a sí mismos con sus demonios, en una revolución de colores y formas en la que el artista interior triunfa sobre su maestro, Picasso. La aceptación del estilo de un artista es impredecible, prueba de ello es que el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMa) decidió comprarle su Monalisa a los 12 años cuando Botero solo tenía 29.

En 1964 se casó con Cecilia Zambrano, madre de Pedrito, quien a los cuatro años muere en un accidente de tránsito. Cuando a los niños de Medellín nos llevan a la Biblioteca Pública Piloto o al Museo de Antioquia y nos muestran las pinturas de Pedrito montado en su caballo de madera, parchado entre sus juguetes, casi levitando en un cuarto azul pastel, firmamos un pacto secreto de amistad con Fernando Botero: ¿qué harían mis padres si yo muriese ahora?, pensamos. Las décadas de los setenta, ochenta y noventa fueron de triunfos inigualables: Botero vende, expone y dona obras. En 1986, el 15 de septiembre, el mismo día del rigor mortis en 2023, instaura la “Gorda” (Torso de mujer) en el Parque Berrío de Medellín, dándole para siempre un referente artístico al centro geográfico de su ciudad.

Su aceptación entre el pueblo comienza a reñir con las monsergas de los profesores universitarios, quienes no le perdonaban a Botero que fuera popular entre entendidos y desentendidos del arte. Desde entonces las facultades decidieron hablar de él solo para criticarlo por ser un señor burgués, un mercader del arte. Los profesores enseñaron a odiar a Botero por haber logrado lo que ningún otro escultor pudo hacer antes; hasta que lo sacaron del pénsum. En la academia perduró este discurso incluso después de que la escultura El Pájaro, que donó a la ciudad y se posó en el Parque San Antonio, volara por una bomba y se cobrara la vida de veintitrés personas; entonces el maestro donó otro pájaro de bronce para poner ante unos despojos que bautizó un “monumento a la estupidez”. Unos años antes su hijo Fernando Botero Zea estuvo implicado, como ministro de Defensa del presidente Ernesto Samper, en el Proceso 8000 y su robusto elefante. ¿Qué habrá pasado por el corazón del artista que años antes había dibujado a un ministro de guerra corrompido entre las moscas?

Sin embargo, tanto dolor no entorpeció la voluntad de Botero de transformar las calles a través del arte, pues en los años siguientes donó a Medellín una colección que cambió el centro de la ciudad al refundar el Museo de Zea como el Museo de Antioquia. Un año después el maestro regaló a Bogotá una colección particular invaluable, gracias a la cual podemos disfrutar de Renoir, Dalí, Picasso, Miró, Kandinsky o Tapies. En esos años Fernando Botero dibujó la crueldad de la guerra en pinturas como la de Pablo Escobar sobre los techos de Medellín, en el que las balas parecen levitar sobre su pecho; o en el de Tirofijo, máximo líder de las Farc, en cuyo volumen parece que no tuvo que esforzarse tanto. En 2003 el mundo supo de las torturas a los prisioneros iraquíes en la prisión de Abu Ghraib por parte de militares, policías y mercenarios de los Estados Unidos; entonces Botero pintó unas imágenes terribles, profundamente humanas, en las que volvió a demostrar su sensibilidad ante la violencia. Tema que desarrolla en la dolorosa serie de los paramilitares colombianos con las motosierras, donde el horror que expresa nos hace recordar a Goya.

La partida del maestro conmovió a los habitantes de Medellín, quienes estamos acostumbrados a prosas vanas, cosas de todo día, gente necia y local y chata y roma. Los días posteriores a su muerte vimos a los vecinos de La Candelaria hacer cosas raras como tomarles fotos a otros más sensibles que dejaron ofrendas florales a los pies de sus obras. Entonces, como salida de sus propias obras, una romería de soldados, alcaldes, familiares, damas, arzobispos, chismosos, caballos, sacerdotes, artistas y gatos visitaron al maestro en el Museo de Antioquia. En esta parroquia no habíamos tenido funerales tan solemnes, porque no había nacido un artista como Fernando Botero. Su adiós estuvo al volumen de su vida imaginaria.