Número 132 // Diciembre 2022

Los últimos 170 años de nuestra historia huelen a café. Una droga, la cafeína, fue nuestra carta de presentación en el exterior cuando el siglo XIX apagaba la luz. Quinientas mil familias cafeteras marcan nuestra cultura más allá de Juan Valdez y Gaviota.
 

De la greca al americano

Por JUANGUI ROMERO
Fotografías de Juan Fernando Ospina

Un recuerdo de infancia: son los primeros años de la década del ochenta. Tengo siete, ocho o nueve años, da lo mismo. Son las cinco de la mañana de cualquier día de la semana y aunque estoy muy tranquilo en la cama (mi jornada escolar comienza al mediodía), hace rato que mis ojos andan abiertos, el agite de la casa me hizo un madrugador. Tengo al lado uno de mis juguetes favoritos de siempre, un pequeño radio en el que muevo la perilla de las emisoras de aquí para allá, tratando de zafarme de los chirridos de la máquina de moler que salen de la cocina, mi mamá está haciendo las arepas. Mi papá hace rato está afuera, limpiando su camión Ford 56, parqueado frente a la casa, preparándolo todo para el siguiente viaje. De pronto, su voz se suma a mi banda sonora. A través de la ventana lo oigo saludarse con don Roberto y con don Félix, dos amigos suyos, también conductores como él, pero dedicados solo a la zona urbana. Ellos son los primeros en llegar para oírle los detalles de sus últimas aventuras de carretera. Unos minutos después, los nudillos de la mano derecha de mi padre golpean el vidrio que está sobre la cabecera de mi cama, la señal que antecede la orden que me obligará a soltarme de la cobija y, peor aún, a convertirme en un torpe mesero: “Dígale a su mamá que vaya haciendo tintico pa todos”.

Así, a regañadientes y todavía a oscuras, traslado entonces desde la cocina hasta la acera de la casa, en medio de un andar lento y tembloroso, dos, cuatro, seis pocillos blancos decorados con una pequeña rosa en cada lado, rebosantes de ese humeante líquido negro que tantas veces me quemó las manos. Dulces quemones que alivio con mi lengua porque es café hecho en aguapanela. Primero llevo los tintos para don Félix, don Roberto y mi papá. Después, dos o tres más para los otros vecinos que se unen a la tempranera conversa: Martín, el sastre; don Gerardo, el relojero y Machete, el mariguanero más famoso del barrio, trasnochador eterno hasta que lo mataron, y quien solía recibírmelo de rodillas y santiguarse tras beber el primer sorbo.

Estas son las primeras imágenes que guardo de mi relación con el café, ¿cuáles son las suyas? Anímese a responder porque muy probablemente esta sea la pregunta que le hagan de entrada nuestros nuevos emprendedores cafeteros cuando asista a un recorrido pensado para promover los cafés de origen. Actividades coordinadas y atendidas casi siempre por personas muy jóvenes que nunca se cansan de preguntar por qué si Colombia es el país de los cafés suaves, siempre hemos tomado uno de baja calidad —de muy baja calidad—, y la mayoría de las veces, mal preparado o en presentaciones muy básicas.

Las formas de lucha de esta nueva generación cafetera son muy variadas: algunos montan el “típico café”, ese lugar que la RAE define como el establecimiento donde se vende y toma café y otras consumiciones, pero siempre apostándole a que no sea tan típico, a que tenga una atmósfera prefabricada, con una promesa que haga sentir a los clientes como integrantes de una especie de movimiento. Unos sitios donde se describen a través de sugerentes nombres las novedosas presentaciones de sus cafés, calientes y fríos, así como la gran variedad de cocteles y postres.

Pero estos lugares muchas veces son apenas la punta del iceberg de toda una estrategia de comunicaciones que puede incluir recorridos temáticos, conferencias en vivo o virtuales, catas de café asociadas a marcas locales, cursos, concursos, incursiones espontáneas o sistemáticas en forma de youtubers o influencers, publicaciones físicas o en las redes sociales donde se cuentan datos biográficos del campesino que produjo el café o la historia de vida de algún empleado del proyecto o la del cliente más fiel e, incluso, la de la mascota de cualquiera de ellos.

Todo, apuntándole, como todos solemos hacerlo con nuestros trabajos, a poder patrocinarse un estilo de vida, que en su caso adquiere ciertos aires de activismo al soportarse en tres grandes premisas: reivindicar con nombre propio y de manera justa el trabajo de los campesinos que ad portas de la hecatombe ambiental se atreven a producir café orgánico o sin químicos. Liberarnos de ese símbolo de la vida acelerada, el café instantáneo, patentado según Wikipedia en 1881 por el francés Alphonse Allaís y perfeccionado y popularizado en 1938 por Nestlé. Y, por último, conseguir que como habitantes de un país cafetero, (del país cafetero por excelencia, según los narradores de fútbol o de ciclismo, los de aquí y los de afuera) nos familiaricemos, por fin y de una buena vez, con la variada oferta de sabores y recetas que puede protagonizar este famoso grano. En su jerga la palabra tinto es un anacronismo, lo suyo es el americano o el expreso, tampoco dicen café con leche sino latte.

Ellos configuran la otra punta de esa línea de tiempo que en la historia de nuestro país empezó a escribirse desde mediados del siglo XIX, cuando según los estudiosos del tema entraron a estas tierritas las primeras plantas de café por Cúcuta y otra localidad vecina llamada Salazar de las Palmas. Así lo cuenta Marco Palacios en su libro El Café en Colombia, 1850-1970, una historia social, económica y política, al referenciar una carta que le envió Simón Bolívar a José Antonio Páez. Álvaro Tirado Mejía, otro historiador y economista agrícola, para más precisión, señala en el libro de los noventa años de la Federación Nacional de Cafeteros que en 1856 José Manuel Restrepo y otros políticos como Mariano Ospina Rodríguez escribieron diversos textos en los que se promovía la siembra de café como un acto patriótico. Cuenta, incluso, que en Bucaramanga hubo un obispo de apellido Romero que imponía a los feligreses sembrar una cantidad de cafetos acorde con la gravedad de los pecados.

Desde entonces han transcurrido casi dos siglos durante los cuales cinco generaciones de colombianos han ganado su sustento o hicieron (o perdieron) su capital a través del cultivo del café, de su transporte o de su comercialización a distintas escalas. La economía y la política del país se han definido en buena medida a partir de este grano, porque un día nos atrevimos a modificar nuestra geografía agreste para conseguir llevarlo hasta los puertos que nos permitieran exportarlo gracias al ferrocarril, el relevo de nuestras invaluables mulitas. Aunque todavía estas siguen cargando los dos costales con los 125 kilos que hacen una carga en muchos lugares de Colombia y también en los sitios de ventas de artesanías. Allí, hace rato las miniaturizaron fundidas a unos costalitos de cabuya, marcados con esas tres palabras que aún hoy recorren el mundo: Café de Colombia. Unos retazos de la colcha cafetera que incluyó por muchos años el cultivo y la trenzada de la penca de fique, desplazada por los empaques de fibra.

Los últimos 170 años de nuestra historia huelen a café. Ningún otro producto ha incidido tanto en el poblamiento de este territorio. Una droga, la cafeína, fue nuestra carta de presentación en el exterior junto con la nicotina del tabaco que también exportábamos por entonces. Porque así era como se veía el café en todo el mundo, como una droga sobria que animaba la conversación y que a diferencia de los licores activaba la lucidez, hasta alcanzar niveles extremos, como seguramente lo experimentó Honoré de Balzac cuando escribió: “(…) He descubierto un método horrible, más bien brutal que solo recomiendo a los hombres de vigor excepcional. Se trata de utilizar café finamente pulverizado y denso, frío y seco, consumido con el estómago vacío. Ese café cae en el estómago y brutaliza esos hermosos tapices estomacales (…) y provoca chispas que van a dar hasta el cerebro. A partir de ese momento, todo se agita. Las ideas se ponen pronto en movimiento como batallones de un gran ejército hacia su legendario campo de batalla y el combate es encarnizado. Los recuerdos cargan con los brillantes estandartes en alto; la caballería de metáforas despliega un magnífico galope, la artillería de la lógica corre por traqueteantes carreteras, a las órdenes de la imaginación; los tiradores de primera apuntan y disparan; las formas, las figuras y los caracteres se yerguen y la tinta se esparce sobre el papel, pues la labor nocturna empieza y termina con torres de esa negra agua”.

Una droga para inspirarse y para la conversación… ¿Qué otra presentación podría pedirse para un producto proyectado para incorporarse en la rutina de las sociedades industriales y posindustriales? Algo rastreable, por ejemplo, en la creación de las coffee house, un invento inglés de mediados del siglo XVII. Ese escenario que viajando en el tiempo podemos intuir si fijamos nuestra mirada en las nunca bien ponderadas grecas. Esas torres niqueladas que desde hace aproximadamente un siglo nos han mirado a todos desde el fondo de nuestros cafés, cafeterías, tiendas, cantinas, bares y billares. Esas cápsulas con aires de prototipos robóticos que se levantan en un pequeño altar hindú a la criolla, decorado por los platicos y pocillos florecidos que cuelgan a su alrededor, siempre prestas a reponer los ánimos y la lucidez de quienes beben sus aguas negras.

Porque gracias a estas grecas públicas, el café (el tinto) ha sido, es y seguirá siendo esa droga que se dosifica a lo largo del día, antes de pasar a los licores de la noche, tal como lo sugiere esta noticia emitida por el radioperiódico Clarín en 1960. En ella, a pesar de referirse una posible separación entre el licor y el café, el apunte no termina siendo más que una ridícula intriga de unos terceros que no logró hacerle cosquillas a una pareja tan bien avenida como esta.

“Algunas cantinas del centro han adoptado una extraña política al cancelar la venta de tinto después de las cinco de la tarde con el objeto de conseguir que los clientes consuman licor. Algunos consumidores de tinto en estos establecimientos han dicho que es tan malo que no lo debieran vender en ningún momento”.

La Bastilla, La Viña, Pilsen, Bristol, Victoria, Zepelin, Nevado, el Perro Negro o El Málaga (fundado en 1957 y aún activo) son los nombres de algunos cafés legendarios de Medellín que aparecen a salto de mata al revisar los textos que hablan de las vejeces de esta ciudad. Esos lugares donde muy seguramente se oyó a Gardel definirlos a la perfección en su Melodía de arrabal:

Cuna de tauras y cantores,
de broncas y entreveros,
de todos mis amores.

No se puede discutir, los cafés como espacios de socialización le han permitido al sexo masculino; sí, sobre todo a los hombres, sentirse parte del rebaño y hacerse oír al comentar cualquier cosa, cerrar un negocio, inventarse un poema o una novela, cuestionar al gobierno de turno, levantar o destruir a los ídolos deportivos, escuchar las músicas favoritas o simplemente hacer la pausa laboral y recargar las baterías.

Digo hombres, porque para las mujeres estaba el salón de té. En nuestro caso, solo para muy, muy pocas. Escribo esto, bebo un sorbo de café bien caliente y emulando a Balzac, mi cerebro me lleva de inmediato a recordar el júbilo que solía caracterizar el improvisado café que mi padre tomaba todas las mañanas con sus amigotes junto a su camión. Mientras que mi madrecita (muerta para que usted se sintonice todavía más con lo que sigue) no solo lo preparaba, sino que debía beberse el suyo en la soledad de la cocina. Piense, por ejemplo, en las apuradas pausas laborales de las enfermeras (reconocidas tomadoras de café) y de tantas otras operarias de fábricas para que concluya conmigo (sé que no descubro nada) que los privilegios laborales han sido muy distintos para hombres y mujeres, tal como lo sugiere esta otra noticia del radioperiódico Clarín de 1962. Porque hasta de esto nos pone a hablar el café, una prueba más de su incidencia en nuestra manera de cohabitar esta tierrita: “Se quejan que los jueces de instrucción criminal trabajan poco y toman mucho tinto al frente de la Gobernación”.

La única venganza de mi mamá, ignorante de aquella injusticia, consistía en llamar chapoleros a los amigos de mi padre. “Juan, levántese que llegaron los chapoleros de su papá para que vaya y les lleve el tinto, que yo no voy a salir así” o “fíjese si ya se fueron los chapoleros, a ver si puedo salir a barrer la acera”. Supongo que me aburría tanto el rol de mesero en aquellas escenas que nunca le pregunté por qué les decía así. Como buen urbícola que soy, no me da vergüenza confesar que esta palabra cobró para mí toda su dimensión cuando recién había cumplido los veinte años, por cuenta de la telenovela Café, con aroma de mujer, emitida en su versión original en 1994.

En la hacienda de mi amor,
mi madre fue chapolera.
De la zona cafetera,
una mariposa en flor.

De todas, la más hermosa.
Por eso un día su patrón
al verla se enamoró
y quiso hacerla su esposa.

Estas son las dos primeras estrofas de la canción titulada Chapolera, parte de la banda sonora de este exitoso culebrón. Su mejor resumen, porque tal como lo definió el crítico de televisión Omar Rincón, una telenovela consta de doscientos capítulos, en los que todo gira alrededor de dos grandes noticias: cuando los protagonistas se conocen en el primero y cuando se juntan en el último. Gaviota (Margarita Rosa de Francisco) ha sido la chapolera más famosa de nuestro país. Y también la más artificial. Su triple salto mortal de los cafetales a una gran empresa exportadora es a todas luces una jugada más de la famosa mano del guionista. Esa idealización que desde tiempo atrás había convertido a las mujeres que se dedican a este oficio en una suerte de souvenir, como ya lo había hecho Jorge Robledo Ortiz en su Romance de las chapoleras.

Hacen parte del paisaje.
Su corpiño de zaraza,
su escapulario del Carmen,
sus pequeñas alpargatas…

Y la copla campesina,
que a media voz desgranada
hace temblar a los arrieros
que dominan la montaña.

Una mirada que ha alcanzado incluso para borrar a sus colegas masculinos, olvidándose de los avatares que supone para unos y otras recorrer los húmedos cafetales, presionados por unas metas diarias y conviviendo entre desconocidos. “Me cansé de pasar de una olla a otra, por eso me vine para Medellín”, me dice don Guillermo Carmona, un veterano chapolero de 57 años, a quien le chispean los ojos cuando me habla del microtráfico y la inseguridad que hoy revolotea en muchas zonas cafeteras durante las temporadas de cosecha. El ambiente que lo llevó a aceptar vía Facebook, gracias a la mediación de su hijo, un trabajo como el único recolector de Las Acacias. Una pequeña finca del corregimiento Altavista, donde hay sembrados nueve mil palos de café; los más antiguos, tipo pajarito.

“Yo aquí recojo cien, 150 kilos al día, cuando la cosecha está a todo vapor. Porque hay gente que sí recoge cuatrocientos, quinientos, seiscientos kilos y hasta más, pero eso es o con oraciones malas, con pactos con el diablo o untándose azogue (el nombre popular que se le da al mercurio en las zonas mineras). Pero todo eso seca los cafetales, los acaba”. Lo oigo soltarme estos datos, así como así, y ahora son mis ojos los que chispean. Don Guillermo, está feliz de haberme atrapado, sonríe como si acabara de contar un excelente chiste. Olga Medina, su actual patrona, no luce tan sorprendida. Ella es una mujer de 47 años, que regresó hace muy poco de España, después de chapolear allí durante más de veinte años, pero en asuntos de hostelería. Regresó para tomar las riendas de la finca familiar que hoy la tiene, junto a su hermano Fernando, soñando con tostar en un futuro cercano el café que le ayuda a recoger don Guillermo y poder dinamizar su propia marca y, por qué no, comercializarlo en un acogedor café, para poner en práctica todo lo que aprendió cuando estuvo por fuera del país.

“Juan, yo le dije que voy paso a paso”, es lo que me comenta ella, muy orgullosa cuando la felicitan por la buena calidad del café que ha traído en el Renault 9 del Mono, el chivero que la mueve para todos lados. Tres días después de visitarla en la finca, Olga y yo nos citamos en Coffee Express, el rimbombante nombre de una pequeña cafetería ubicada en Tenerife, en la esquina del parqueadero El Galante, en un sector del centro de Medellín dedicado a la comercialización de reciclaje. Pero Coffee Express no es una cafetería cualquiera, por más que así lo sugieran las mesas y las sillas Rimax de la entrada, o la vitrina repleta de empanadas, pasteles y otros fritos, o los trabajadores de la zona amontonados delante del televisor, viendo los partidos del mundial. A unos pasos de la entrada, en un pequeño espacio de apenas seis metros cuadrados hay una suerte de barricada hecha de costales llenitos de café. Los hay de todas las calidades: la famosa pasilla que por años y años hemos bebido los colombianos (en aguapanela o en agua) y también otros muy buenos, como el que cultiva Olga.

Sí, Coffee Express es una compra de café con cafetería a bordo o al revés, da igual. Hasta allí, cualquier día de la semana, sobre todo en las mañanas, llegan pequeños productores de café procedentes de zonas rurales de Medellín y de otros municipios del Área Metropolitana. Algunos llegan con uno, dos o tres costales repletos y otros con una bolsita de unos cuantos kilos para hacerse al dinero que les permita resolver la necesidad de turno. Algunos como Olga sacan los celulares para chequear cuál es el precio que está pagando la Federación y comprobar que les reconozcan esos pesos de más que se derivan de haberlo lavado, secado y escogido con sumo rigor; otros ni se fijan cuando analizan la pequeña muestra que determinará el precio final. Esa cifra que todos acuerdan con Sergio Villa, un hombre de unos 35 años, con facciones marroquíes (la incidencia del mundial), que antes de montar este negocio trabajaba como comprador de café de la Cooperativa de Cafeteros de Antioquia, el lugar donde hizo sus prácticas como estudiante de Administración. Como él mismo lo repite: “Antes, no sabía nada de café”.

A Sergio lo conocí por recomendación de Jorge Escobar, amigo de un amigo que me dijo que este era un empeliculado por tomarse un buen café. Y en efecto, Jorge va religiosamente a Coffee Express para comprar el café para su familia. Lo selecciona aún más junto a su hijo adolescente, lo tuesta en la que fuera la olla a presión de soltera de su esposa, y lo muele en un pequeño molino que compró en San Alejo, al que él mismo le organizó “las muelas” para no triturar el grano más de la cuenta. Finalmente lo prepara con temporizador y termómetro, en una prensa francesa o en una cafetera italiana.

Cuando le pregunté si lo suyo era esnobismo su respuesta fue más que contundente: Jorge tuvo un tío que trabajó en las bodegas de la Federación Nacional de Cafeteros, al que visitaba de niño cada semana para recoger una bolsa de cinco kilos de café de exportación que este le enviaba a su madre; un privilegio que lo acostumbró a ese buen olor y sabor que solo hace poco ha empezado a rescatar. Una historia que mágicamente ocurría a unos pasos de Coffee Express, porque muy cerca de donde hoy está la biblioteca de EPM quedaban las bodegas de la Federación donde los costales cafeteros se contaban por miles. Unas montañas que Jorge recuerda trepar de niño una y otra vez, antes de que los empacaran en los vagones del tren que los llevaría al exterior. Ese es su primer recuerdo del café.

Una evidencia más del largo camino que ha seguido este grano en nuestra ciudad. Porque, aunque usted no lo crea, Medellín ha tenido una gran tradición cafetera. Aquí, por ejemplo, estaba la Hacienda Media Luna, una de las primeras haciendas cafeteras del país, la cédula 003 de la Federación Nacional. Una construcción que data de 1853, ubicada en el sector que lleva este nombre en la ruta Medellín-Santa Elena. Una finca cuyos límites llegaban en un principio hasta lo que hoy conocemos como Las Mellizas. Su hermosa casa, perfectamente conservada, es hoy una residencia artística conocida como Campos de Gutiérrez, un mágico lugar donde el café todavía es protagonista.

¿Qué cuáles son mis imágenes más recientes en torno al café? Recorro esta inmensa construcción colonial. Sus dos niveles son de tapia, los pisos de madera. Las paredes son blancas; las chambranas de sus balcones y las columnas, rojo colonial y las ventanas y las puertas, caoba (las únicas tres tonalidades de pintura que existían por entonces). Los corredores tienen una ligera inclinación para que el café se secara mejor, un gran adelanto para la época, supongo. En el primer piso hay un grupo de extranjeros que prueba los cafés que hoy por hoy se producen en la casa. Esteban Monzón, un integrante de la quinta generación de esta familia, sigue experimentando con este grano.

Él es uno de los nuevos emprendedores cafeteros que nos ayudará a liberarnos de la pasilla saborizada que hoy consumimos. Unos cafés se secan en sus propias mieles; en otro lado hay unos granos que parecen dormir plácidamente en un invernadero que está dentro de otro invernadero; más allá, las cáscaras también se secan sin ningún afán, porque a partir de estas se produce un delicioso té. Todo transcurre al ritmo centenario de la casa. En la finca solo hay sembrados seis mil palos de café, dos chapoleros son más que suficientes para cosecharlos. En los archivos de la casa se conserva una antigua foto donde aparecen 37, los imagino a todos metidos entre los cafetales, esculcando descalzos esos árboles cargados de pequeños granos, amontonados como las casas que ahora ocupan esos terrenos: los barrios La Sierra, Caicedo, Juan Pablo II, Buenos Aires… Y usted, amable lector, ¿cuál es su imagen más reciente en relación con el café?

*Este texto hace parte de El Poder de la Cultura.