Ella misma le dio una idea la mañana en que el médico entró a la habitación y empezó a reconvenirla. La mujer escuchó al doctor con gesto huraño durante un rato y de un momento a otro, con inusual enjundia, se lanzó sobre el hombre y lo sacó a empujones. Baldomero observó la escena asombrado y permaneció pensativo el resto del día. Al caer la tarde, cuando la mujer se incorporó para trasladar el plato de comida intacto desde la puerta hasta la ringlera de la mesita de noche, se abalanzó sobre ella con todas sus fuerzas, aplicando la energía en dirección a la puerta. Pero pasó de largo a través de su cuerpo. Incrédulo, volvió a intentarlo con igual resultado. Luego de varios enviones infructuosos fue a recogerse en un rincón del cuarto y permaneció meditabundo, atribulado, tratando de digerir la repentina revelación de un hecho con el que había vivido durante un siglo y medio sin prestarle atención: no tenía cuerpo. Pensó profunda y largamente en el asunto y los pensamientos lo llevaron a comprobaciones aún más graves: si no tenía cuerpo no era una persona. Si no era una persona no podía ser otra cosa que una “no persona”. Una “no persona” que sin embargo sentía que existía. Pensó más y más hasta llegar a la cruda y categórica conclusión de que su existencia no era más que el producto de una simple opinión subjetiva. Este descubrimiento lo desmoralizó.
A partir de ese día renunció a los pensamientos voluntarios y despojó de cualquier énfasis la idea de su propia existencia con el objetivo de comprobar si “él” era “algo” más allá de su particular convencimiento. Abandonó los libros y se dedicó a gravitar sin ningún esfuerzo ni intención, impregnándose cada vez más de la energía vegetativa de la mujer de la cama.
La completa entrega al abandono difuminó día a día su presencia fantasmal. Una tarde, el aura despojada de voluntad en que se había convertido fue arrastrada por el viento a través del corredor central de la casa y en el trayecto se encontró con el licenciado Dudamel Beriátegui que venía quejándose de sus puñaladas, en dirección contraria. Baldomero se dispuso con desgano para el rutinario saludo, pero Beriátegui no solo siguió de largo sin verlo, sino que cruzó a través de él con un temblor y luego huyó aterrado, como si lo persiguieran para volverle a matar. En otra ocasión flotaba desprevenido por los alrededores del patio trasero cuando Wenceslao Batista, duque de Cardonia, emergió de la alberca y luego de mirar un rato hacia el sitio por donde pasaba Baldomero, se desató en gritos histéricos preguntando a quién pertenecía la sombra que lo acechaba y qué quería de él.
Los fantasmas de la casa convocaron a una reunión para hablar de las cosas extraordinarias que estaban sucediendo, y Baldomero, que había decidido no volver a salir de la habitación, escuchó pegado a la pared, junto a la mujer que yacía mirando al techo. Dudamel Beriátegui y el duque de Cardonia dieron cuenta de lo ocurrido en el corredor y junto a la alberca; pero, además, la señora Marina Valdetierra de Goyenechea habló de una presencia misteriosa que solía deambular por la cocina, y Juanita Beriátegui dijo haber sentido en varias ocasiones una corriente de aire enrarecido que se movía por los alrededores de la sala principal y le producía escalofríos. Baldomero se sorprendió porque no recordaba haber visitado la cocina ni la sala en los últimos días. Entonces empezó a oír un murmullo de risitas burlonas a sus espaldas. Al girar se encontró con un corrillo de presencias transparentes, de una invisibilidad mucho más sutil que la de los demás habitantes de la casa, que cuchicheaban entre ellas y lo miraban con sorna. Reconoció a varios espectros de los que había oído hablar o sobre los que había leído, pero a los que nunca había visto en persona: Fernando de Espronceda, suicidado en la buhardilla en 1867; la marquesa Jacinta de Arteaga, muerta de pena moral después de la decapitación de su prometido en 1794; Arturo Villanueva, próspero comerciante, atacado repentinamente por una inexplicable melancolía que lo llevó a la muerte en 1876, y junto a ellos, otros dos seres sin señales particulares, de los que nunca había tenido noticias. El desprecio con que lo miraron no excluía, sin embargo, cierta sonrisa de complicidad, y en ese gesto Baldomero comprendió su nueva condición: había entrado en un segundo nivel de la inmaterialidad, el mundo de los fantasmas de los fantasmas. Pero no pudo corroborar el descubrimiento ni aclarar dudas con sus nuevos compañeros porque estos abandonaron la habitación entre risas socarronas, sin la delicadeza de una despedida.
Más que un cambio ostensible el nuevo estado suponía una variación en la calidad de las percepciones. Seguía en la habitación, al lado de la mujer, solo que ahora la veía desde una lejanía que no era espacial. Una distancia de sensación. Notó que en ese nuevo nivel los pensamientos eran más livianos e informes. Pero seguían siendo pensamientos, y aún le pesaban y le apremió la urgencia de ser todavía menos; o dejar de ser todavía más.
Buscó con mayor asiduidad la cercanía de la mujer, con la esperanza de que su aura desalentada lo contagiara de una mayor inexistencia. Se abrió por completo a la energía que de ella emanaba y gravitó a su alrededor durante largas jornadas, atento a cada pestañeo, a cada precario movimiento, a cada leve sollozo, buscando las claves de la absoluta lasitud.
Una noche volvieron a aparecer en la habitación, sin anunciarse ni saludar, Arturo Villanueva, la marquesa Jacinta de Arteaga y Fernando de Espronceda. Por la algarabía y el aspecto desmañado parecían venir de alguna fiesta. Se movieron por el cuarto como Pedro por su casa, persiguiéndose y bromeando, indiferentes a la presencia de los habitantes del lugar. Baldomero, molesto, pero con tono educado, los instó al silencio y pidió respeto para con él y su compañera, pero los advenedizos siguieron su juerga como si no existiera. En principio adjudicó el desaire a la grosería que parecía característica en los fantasmas del segundo nivel. Pero luego de que, harto de la barahúnda, se les plantó en frente y los interpeló con dureza sin recibir indicio alguno de haber sido escuchado cayó en la cuenta de que no lo percibían. Cuando se cansaron y salieron a seguir su fiesta en otra parte, él permaneció quieto al lado de la cama, en medio de un silencio nuevo y una tranquilidad extraña que lo inquietó. Miró a la mujer para comprobar si había notado algo, pero ella había vuelto la cara hacia la pared. Entonces miró hacia el techo y vio flotar, ceñidas a las viejas barandas de madera, un grupo de siluetas traslúcidas, delectables apenas por las ondas de aire que desplazaban al moverse. Bajaron haciendo círculos y lo rodearon hasta confundirlo en su aura imperceptible. En ese extraño ritual reconoció la bienvenida a un tercer nivel de insustancialidad. Permaneció una temporada en esa instancia. Pero aún en ese limbo impersonal siguió sintiéndose a sí mismo y no cejó en sus propósitos de disolución.
Después del mundo de los fantasmas de los fantasmas de los fantasmas habitó el de los fantasmas de los fantasmas de los fantasmas de los fantasmas y por esa vía continúo desdibujándose sin pausa hasta llegar a un estado tal de imperceptibilidad que incluso dejó de ser percibido por la mujer de la habitación.
Empezó a sentirse casi nada, y eso lo llenó de optimismo. La idea de un tal Baldomero González se disgregó hasta convertirse en una vaga intuición, apenas el bosquejo de una generalidad.
Entonces ocurrió el cataclismo. Una explosión abrupta zarandeó el espacio en ondas violentas, con una estridencia apocalíptica que él recibió complacido. Pero pasado el estruendo y reinstaurados el silencio y la quietud, se descubrió todavía allí. La explosión había detonado en los estratos más bajos de la materia con una fuerza descomunal que repercutió capa por capa hasta llegar a los niveles de silencio casi blindado en los que él levitaba. Se asomó a través de las capas y vio la habitación, la cama y el cuerpo rígido, estrictamente material, de la mujer melancólica. Vio a la familia reunida alrededor de la cama y al médico junto al cuerpo dando palabras de consuelo.
Había muerto de manera contundente. La cantidad de abulia y desgano concentrados en su espíritu eran de tal peso y consistencia que al liberarse de los amarres del cuerpo se había desplomado en la muerte como un colosal meteorito, ocasionando una explosión cataclísmica que removió los cimientos del mundo espiritual. Baldomero vio entrar en el mundo etéreo a la recién nacida fantasma y no le fue difícil prever que esa poderosa corriente de desaliento pasaría pronto al segundo nivel de invisibilidad y luego a la instancia de los fantasmas de los fantasmas de los fantasmas, y seguiría desvaneciéndose hasta que al cabo de quién sabe cuánto tiempo llegaría al nivel de las ideas apenas intuidas, de los suspiros, donde él se mantenía sin disolverse.
En medio de los últimos ecos de la onda explosiva vio formarse en el aire un pensamiento de bordes difusos que al principio atribuyó a un capricho del espacio y luego reconoció surgido de su propia sustancia. Ese pensamiento decía que alguien llegaría para acompañarlo en el camino incierto de la inasequible disolución. Se puso a esperarla.
No se sabe si llegó o si él aún espera, porque a partir de ese momento la historia se pierde en la zona encriptada de los archivos evanescentes del mundo fantasmal. Nada conocemos sobre el desenlace de esa energía triste que un día se materializó en el cuerpo de una mujer, ni de aquella que en un momento recibió el nombre de Baldomero González. La información a la que tenemos acceso apenas nos permite dar cuenta de la vida en los primeros niveles, donde los fantasmas siguieron trajinando, indiferentes a preocupaciones metafísicas, ocupados con sus funciones, sus rituales y sus particulares tribulaciones. Habría que escribir un tomo para adentrarse en la historia de cada uno. Por ahora basta recordar que, por más liviana que su presencia aparezca ante nuestros ojos, la existencia de ningún fantasma está exenta de graves complicaciones y pesadas responsabilidades.
*Este texto hace parte del libro Malabarista nervioso publicado este año por Planeta.