Número 131 // Octubre 2022
Foto de Daniel Rodríguez. Unidades del Ejército colombiano montan guardia cerca de la plaza de Villarrica. 1955. Archivo El Espectador.
Villarrica, en el Tolima, sería el tote para estallar la revolución en Colombia. Así lo creían algunos guerrilleros comunistas que presumían de sus fuerzas. Partidos políticos radicales, ligas campesinas y movimientos sociales se subieron a ese tren y la zona se volvió un foco de sospechas y temores para el gobierno de Rojas Pinilla. Y llegaron los bombardeos con napalm, los corrales con detenidos al aire libre, los asesinatos, los desplazamientos.
No hubo revolución, solo una marcha de hambre de miles de personas a las selvas de El Pato y Guayabero. Huérfanos y fuego dejó la mecha revolucionaria de Villarrica.


Villarrica en guerra

Por STEPHEN FERRY, TOMÁS MANTILLA Y CONSTANZA VIEIRA

Recién llegados a Villarrica en 1953, los ciento treinta guerrilleros comunistas del sur del Tolima se empeñaron en organizar a la población en el Frente Democrático de Liberación Nacional (FDLN), siguiendo la estrategia “para la organización de las masas campesinas”.

El FDLN pretendía la participación de hombres, mujeres y niños en comités que buscaban reivindicar las necesidades de la población caficultora. Circularon sus propios periódicos y solían reunirse para discutir la política nacional. Llevaron a cabo protestas contra el asesinato de guerrilleros desmovilizados y contra la matanza de estudiantes en Bogotá en 1954. También, de forma clandestina, fueron reclutando potenciales combatientes, entrenados en el uso de armas en caso de ser atacados por la fuerza pública.

Muchos pobladores de Villarrica, a pesar de ser liberales gaitanistas y no comunistas, adhirieron de forma voluntaria a los comités del FDLN. Las terribles matanzas de campesinos por las autoridades estaban aún frescas en su memoria. Otros fueron obligados por los sureños a integrarse al FDLN, que para conformar una retaguardia armada utilizó la fuerza y la amenaza.

Para agregar pólvora al asunto, Martín Camargo, un mando carismático y especialmente beligerante, asumió la vocería del movimiento comunista y proclamó que era inevitable una explosión revolucionaria en toda Colombia, siempre y cuando Villarrica prendiera la mecha. Omitía que casi todas las guerrillas del país habían aceptado la amnistía de Rojas Pinilla. Camargo arengaba que la toma del poder estaba garantizada en cuestión de meses. En las palabras de Víctor Pulido, excombatiente de Villarrica, los líderes “engañaron a las masas”.

Fotógrafo desconocido. Las guerrillas del Alto Sumapaz, dirigidas por Juan de la Cruz Varela, caminan hacia su acto de desmovilización. Cabrera, Cundinamarca, 31 de octubre de 1953.

Operación Tenaza

El 4 de abril de 1955, Rojas Pinilla declaró como zona de operaciones militares a ocho municipios del oriente del Tolima y Sumapaz, la idea era acabar con todo lo que oliera a comunismo. La zona de la Operación Tenaza comprendía inicialmente los municipios de Pandi, Icononzo, Melgar, Carmen de Apicalá, Cunday, Villarrica, Cabrera y Ospina Pérez (hoy Venecia). El Ejército ocupó la región con unos cinco mil soldados comandados por oficiales que habían regresado de combatir al lado de los Estados Unidos en Corea. Durante los dos meses siguientes, las veredas fueron atacadas constantemente con ametrallamientos, artillería de distintos calibres y bombardeos aéreos, utilizando helicópteros y flotillas de aviones B-26, F-47 y T-611.

Ana María Molina Ruiz, sobreviviente de la guerra, relató el ataque al periódico La Época que “cuando echaron ese morterazo mi mamá había abierto un roto debajo de esa piedra, ahí nos metimos. Ahí no echamos ni nada, aguantando hambre porque no había que prender candela porque donde vieron el humo ahí es donde cayeron con los morteros”.

La región quedó bajo estricto toque de queda entre las seis de la tarde y las cinco de la mañana, y con ley seca indefinida. Para vivir allí, o siquiera transitar, se requería un salvoconducto. Las operaciones implicaron la evacuación de la población de la zona. Citado por El Tiempo, el comunicado del Ejército del 20 de abril dejó constancia de que había sido “ordenada evacuación hacia centros de trabajo de 2.314 personas”.

Los “centros de trabajo” incluían campos de reclusión que el Ejército estableció en Cunday, Ambalema y Fusagasugá. Eran corrales al sol y al agua cercados con alambre de púas electrificado. El más nefasto fue el de Cunday: “Toda la gente que cogían y que eran del Partido [Comunista] o de la organización agraria, o del movimiento guerrillero, a unos los mataban, los fusilaban, a otros los traían y los torturaban, a base de golpes, de corriente, o los castraban… Allá traían niños, viejos, mujeres, y a las mujeres les quemaban los senos con corriente eléctrica”, dio a conocer el comandante guerrillero comunista Charro Negro, uno de los torturados.

Desde el monte, los campesinos alzados en armas se enteraron de que unos cuantos periodistas estaban allí por invitación del propio Rojas Pinilla. Les pareció como de “espectáculo de circo romano antiguo”, en el que “con tal de impresionar a los periodistas nada valían las vidas de los soldados ni las de los campesinos”, como dijo La Verdad, uno de los periódicos clandestinos que circulaban entre el monte y eran producidos por el FDLN.

Según su versión, el Ejército, para armar el espectáculo, mandó ochenta soldados a subir las colinas que rodeaban el pueblo y tiempo después volvieron con dos muertos y unos ocho heridos, diciéndoles a los periodistas que habían matado “como cincuenta bandoleros comunistas” durante el operativo.

De ser así, las fotografías reproducidas en estas páginas serían el fruto de un macabro ejercicio de relaciones públicas maquinado a costo de vidas humanas.

Pero la versión de Gabriel García Márquez, en ese entonces un joven reportero de El Espectador, describe una situación diferente. En su autobiografía, Vivir para contarla, García Márquez narra su experiencia en Villarrica. Ese día estuvo acompañado por el fotógrafo Daniel Rodríguez. Según García Márquez, ese combate no había sido ningún espectáculo: “El fotógrafo y yo, junto con otros, iniciamos el ascenso a la cordillera por una tortuosa cornisa de herradura. En la primera curva había soldados tendidos entre la maleza en posición de tiro. Un oficial nos aconsejó que regresáramos a la plaza, pues cualquier cosa podía suceder, pero no hicimos caso. Nuestro propósito era subir hasta encontrar alguna avanzada guerrillera que nos salvara el día con una noticia grande. No hubo tiempo. De pronto se escucharon varias órdenes simultáneas y enseguida una descarga cerrada de los militares. Nos echamos a tierra cerca de los soldados y éstos abrieron fuego contra la casa de la cornisa. En la confusión instantánea perdí de vista a Rodríguez, que corrió en busca de una posición estratégica para su visor. El tiroteo fue breve pero muy intenso y en su lugar quedó un silencio letal.

Habíamos vuelto a la plaza cuando alcanzamos a ver una patrulla militar que salía de la selva llevando un cuerpo en angarillas. El jefe de la patrulla, muy excitado, no permitió que se tomaran fotos. Busqué con la vista a Rodríguez y lo vi aparecer, unos cinco metros a mi derecha, con la cámara lista para disparar. La patrulla no lo había visto. Entonces viví el instante más intenso, entre la duda de gritarle que no hiciera la foto por temor de que le dispararan por inadvertencia, o el instinto profesional de tomarla a cualquier precio. No tuve tiempo, pues en el mismo instante se oyó el grito fulminante del jefe de la patrulla: ‘¡Esa foto no se toma!’”.

Se canceló la rueda de prensa con el presidente, y una vez que los periodistas regresaron a Bogotá, las autoridades les prohibieron tajantemente publicar lo que habían visto, escuchado y fotografiado en Villarrica.

Foto de Daniel Rodríguez. Unidades del Ejército colombiano montan guardia cerca de la plaza de Villarrica. Abril de 1955. Archivo El Espectador.

“Un gravísimo error”

Víctor Pulido, quien a los 13 años combatió en Villarrica, contó que la organización guerrillera cometió “un gravísimo error” con la población civil. Cuando el Ejército empezó a bombardear, cientos de familias intentaron salir de la zona para salvarse. Sin embargo, la guerrilla puso retenes en la vía para obligarlas a quedarse con ella.

El desenlace fue trágico. Cuando finalmente la guerrilla evacuó a la población hacia las profundas selvas de Galilea, las Fuerzas Armadas persiguieron a las familias que huían, ametrallando y bombardeando todo lo que se movía. La organización guerrillera no disponía de comida para los que sobrevivieron al asedio. Más de mil personas, en su mayoría civiles, terminaron como refugiadas en Galilea, en donde muchos murieron de inanición. Una dirigente del FDLN, Teresita Matiz, contó lo sucedido: “Por la aguantada de hambre, morían sobre todo los ancianos y los niños. A mí me tocó perder una hijita, a los poquitos días de llegados, murió la niña menor, ahí tocó dejarla”.

Las selvas de Galilea

Con el Ejército acechando todo a su alrededor, la situación se tornó desesperante. El comandante comunista Martín Camargo se distinguió por una actitud displicente hacia el sufrimiento de la población civil. Camargo cogió las mejores armas y, con una gran parte de los guerrilleros del sur del Tolima y con cientos de familias, emprendió una columna de marcha hacia Guayabero y El Pato, evocando el ejemplo de la Marcha Larga de Mao Tse-Tung para justificar su decisión.

Hasta la caída del gobierno de Rojas Pinilla en 1957, el conflicto se extendió como una guerra de guerrillas por toda la región del Sumapaz y del oriente del Tolima. La Guerra de Villarrica provocó el desplazamiento de decenas de miles de personas. Dejó la economía de la región en ruinas y sepultó la paz que Rojas Pinilla prometió al asumir el poder.

En la segunda semana de junio de 1955, llegó a su punto máximo la campaña militar contra los campesinos alzados en armas en Villarrica. La Fuerza Aérea bombardeó con napalm las posiciones estratégicas de los rebeldes. La intensidad del bombardeo se centró en La Colonia, una vereda que para ambos bandos tenía un gran significado por su papel en la historia de los movimientos agrarios de la región.

Testigos de excepción

El correo y los telegramas también estaban vigilados. Sin embargo, un testimonio, el recuerdo de un combatiente comunista de nombre Pedro, deja ver el horror que sintieron los campesinos en los días en que el napalm les caía encima: “El 9 de junio de 1955 fue el día que lloraron los hombres y lloraron las mujeres y lloraron los niños […] las señoras y los señores jefes de familia que iban bregando con las maletas y con los niños […] Había compañeros que lloraban y se arrodillaban y decían que era el día del juicio final al mirar que había doce aviones bombardeando y ametrallando, bombas incendiarias. Donde caía una bomba entre el monte, se iba prendiendo el monte, casas, todo”.

Además de los testigos oculares de los hechos, un documento diplomático de Estados Unidos confirmó el uso del napalm. En un comunicado, el embajador estadounidense informó al Departamento de Estado lo siguiente: “Comandante en jefe Fuerza Aérea nos informa privadamente. Fuerza Aérea colombiana arrojó aproximadamente 50 bombas napalm fabricadas aquí, ingredientes de origen europeo, en apoyo a ofensiva militar. 7-10 de junio, culminó en la captura de La Colonia centro guerrilla del oriente del Tolima. El presidente Rojas, se informó, le dio permiso a la Fuerza Aérea para el uso ‘discreto’ del napalm para esta operación solamente.”

Huérfanos de la memoria

La censura militar mantuvo a la Guerra de Villarrica alejada de los periódicos por cerca de seis meses. Hasta que el costo humano del conflicto se hizo imposible de esconder. Cientos, sino miles, de niños salieron desplazados de la zona de operaciones militares y comenzaron a atestar la capacidad de los hogares de caridad del centro del país. En medio de la guerra, los niños salían evacuados del Tolima en camiones del Ejército sin que los soldados tomaran nota ni de sus nombres, con lo que se hizo casi imposible reunirlos con sus familias. Mientras los militares evacuaban a la mayoría, otros más caminaban en grupos y sin rumbo por las carreteras desoladas de la región, acompañados por los perros con que habían abandonado sus fincas.

García Márquez visitó uno de los lugares en Bogotá a donde estaban llegando centenares de niños. Un día después, el 6 de mayo de 1955, de su pluma pero sin firma, Gabo publicó en la primera plana de El Espectador “El drama de los 3.000 niños colombianos desplazados”: “Era el drama de una muchedumbre de niños sacados de sus pueblos y veredas por las Fuerzas Armadas sin plan preconcebido y sin recursos, para facilitar la guerra de exterminio contra la guerrilla del Tolima. Habían sido separados de sus padres sin tiempo para establecer quién era hijo de quién, y muchos de ellos mismos no sabían decirlo […] Los niños, separados de sus padres por simples consideraciones logísticas y dispersos en varios asilos del país, eran unos tres mil de distintas edades y condiciones”.

De pantalón de dril y camisa de algodón, la mayoría de los niños no estaban preparados para los meses fríos de Fusagasugá, Bogotá, El Cocuy y otros lugares a donde fueron a parar. Eran tantos que las estufas de carbón dejaban de funcionar y era tan poca la capacidad de los orfanatos de ocuparse de los niños que los mayores se fugaban sin dificultad. “La semana pasada un grupo de diez exiliados de Villarrica, entre los ocho y los once años, se fugó del establecimiento con el propósito de regresar a donde sus padres. Ayer se fugó otro”, escribió Gabo. Sin dinero y con los bolsillos vacíos se metían de polizones en el tren que iba al Tolima.

Foto de Jorge Sánchez. Niños desplazados de la Guerra de Villarrica hacen formación en el patio del orfanato Ciudad Infantil. Bogotá. Mayo de 1955. Archivo El Espectador.

Helí Rodríguez. Tiene dos años de edad

La llegada súbita de trescientos niños al orfanato Amparo de Niños de Bogotá le daba cara a la noticia de Gabo, quien escribía: “[…] cada caso es un caso especial, diferente. Pero el conjunto tiene una denominación general: ‘Víctimas de la violencia’. La menor de esas víctimas, Helí Rodríguez. Tiene dos años de edad. Apenas si puede decir su nombre. No sabe nada de nada. No tiene la menor idea de en dónde se encuentra. No sabe por qué lo trajeron, ni cómo, ni cuándo. Ignora por completo el paradero de sus padres”. Helí, decía el artículo de El Espectador, tendría una vida normal hasta que la ley obligara al orfanato a dejarlo en la calle: “Aprenderá a leer, a rezar y a cantar. Aprenderá las reglas elementales de urbanidad y los rudimentos de la profesión de fundidor. Pero dentro de doce años, cuando tenga catorce, Helí Rodríguez tendrá que salir a la calle, a ganarse la vida. En esas circunstancias lo más probable y también lo menos dramático que puede ocurrirle es que se muera de hambre o que un juez de menores lo envíe a una casa de corrección”.

El artículo consiguió lo que nadie más había logrado: las consecuencias de la Guerra de Villarrica se convirtieron en escándalo nacional. Los militares en el gobierno no tomaron represalias contra El Espectador y varios periódicos comenzaron a hacer eco a la noticia. Párrocos, militares, gerentes de banco, la Cruz Roja, personeros y gente de la alta sociedad conformaron colectas y comités de ayuda. Desde Cali hasta Bucaramanga, la sociedad civil se ofrecía a recibir a los niños desplazados por el conflicto entre el gobierno militar y las guerrillas comunistas.

A los niños desplazados de Villarrica comenzaron a hacerles bautismos administrativos. Como muchos no podían dar cuenta de su identidad, se les dieron nuevos nombres y apellidos de la región a donde llegaban. Nada ayudaba a facilitar el reencuentro con sus padres. En Bogotá, los niños fueron bautizados de Caicedos, Iriartes y López, entre otros. Los bautizados de López eran “incontables”, escribía Gabo. Y no por casualidad. López era el apellido del expresidente liberal Alfonso López Pumarejo, esposo de María Michelsen de López, dueña y fundadora del Amparo de Niños de Bogotá, una de las instituciones que más recibió niños desplazados.

Una puja política

Que los liberales aparecieran como los caritativos y el gobierno de las Fuerzas Armadas como el violento no era nada halagador para Rojas, por lo que los huérfanos de Villarrica pasaron de ser una tragedia humana a convertirse en una puja política entre el gobierno militar y los liberales, cada vez más en oposición.

Rojas dijo que la prensa estaba “exagerando intencionadamente el problema” y dio a entender que quienes no adherían al gobierno militar estaban sacando provecho político de la tragedia humana del Tolima. Encarando a los políticos liberales que le reclamaban por el desplazamiento de los niños del Tolima, les dijo: “No podemos permitir que los tiernos sentimientos de esas criaturas, hasta ayer felices en la paz de sus campos, se envenenen con el odio y la ambición de sus victimarios […] salvemos la Patria del mañana con el sacrificio de hoy, para que nuestros hijos no puedan encontrarnos que contribuimos a su desgracia por una indiferencia criminal”.

Foto de Jorge Sánchez. Niños desplazados de la Guerra de Villarrica en el orfanato Amparo de Niños. Bogotá, 1955. Archivo El Espectador.

“Uvas de la ira”

Pedro Nel Méndez fue uno de los niños robados que retornó a Villarrica solo muchos años después. Vive de la carpintería y de una pequeña cría de pollos. Hoy, a la edad de 66 años, relata: “Llegó el mando del general Rojas Pinilla, y entonces todos los que fuéramos huérfanos de la violencia nos echaron en camiones y nos mandaron allá para Sibaté. Yo era muy pequeñito… Había como galpones de niños y niñas, eso era muy grande. Para mí ese orfanato era peor que estuviera en una cárcel. Nos trataban muy mal, nos agredían las monjas… Nos metieron en el baño, pequeñitos nosotros, de 5, 6 añitos… Había unos lazos de cuero, los metieron en unas albercas grandes y los mojaron y dele… Nos pusieron en cuatro patas, sin ropa ni nada. ¡Un horror!”.

En 1956 una carta de auxilio llegó a la Asamblea Constituyente; en ella acusaban al Ejército de haberles arrebatado sus hijos a las familias de los detenidos en guerra. Firmada por siete hombres y cuatro mujeres, fue enviada desde “los bosques”, es decir, desde el monte a donde huyeron los desplazados de Villarrica. En la carta, el Comité de Salvación de Refugiados, Exiliados y Damnificados del Oriente del Tolima, Cabrera, Ospina Pérez, Icononzo y Sumapaz exigía “[…] la reincorporación y entrega de todos los niños a sus legítimos padres pues no concebimos que en nuestro país y bajo la Santa Bandera de la Religión Católica que tanta ostentación hace el Presidente Rojas Pinilla de ella, se separe a la fuerza del lado de sus padres a sus hijos y mientras ellos deambulan huérfanos y muriéndose de hambre sin la caricia de la madre, desamparados, sus padres mueran torturados en los Campos de Concentración Oficial”.

La Época no ha podido corroborar la acusación. La respuesta podría estar en los archivos de la Secretaría Nacional de Asistencia Social (Sendas), encargada de velar por los niños exiliados del Tolima, pero los documentos fueron destruidos hacia los años ochenta. Hasta el día de hoy no se sabe cuál fue la suerte que corrieron los niños desplazados por la Guerra de Villarrica.

La Época: Reportajes de una historia vetada. Periódico de edición única que circula con sesenta y cinco años de retraso, informando sobre la guerra de Villarrica. Un proyecto de OjoRojo Fábrica Visual e Ícono Editorial.
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