Número 131 // Octubre 2022

La nube de Darío Gómez

Por SILVIO BOLAÑO
Ilustración de mais.criollo

Sí, necesitamos canciones populares que nos ayuden a aprender a vivir, que nos enseñen a soportar el abandono, a mirar con resignación los ojos de la pelona, a enfrentar el terror de volver a enamorarnos, a celebrar la ironía de sabernos parte del olvido, a burlarnos del yugo del trabajo, a masticar el fracaso entre sus melodías, a lidiar con los fantasmas que crecen a nuestros pies. Los juglares nos regalan cancioneros que, al poner en escena la tragicomedia de lo habitual, nos recuerdan que este teatro de vanidades es flor de un día y que para celebrarlo tenemos el aquí y el ahora, presente que se asemeja a la eternidad en el carnaval del amor-amor, cuando cantamos para soportar al agujero negro que nos respira en la nuca. Darío Gómez surgió de las montañas de Antioquia como un campeón de coplas que celebran el arte de vivir a contrapelo: acá el folclor dio a luz a un héroe que canta su despecho, no al que se jacta del triunfo, ni a un jeque de la felicidad o del erotismo, sino al que en las calles del amor vive entre comillas, con la corazonada del silencio como respuesta que afronta, cual Sísifo montañero que arrastra su roca hasta el filo de un alto del Cauca para verla desbarrancarse, consciente de que su destino heroico consiste en intentarlo mañana otra vez. Este juglar paisa es un buen perdedor que refleja los valores estéticos de un pueblo al que le gusta enfrentar el fracaso, pues cuando escucha o canta a Darío Gómez se permite pensar o manifestar, entre el coro de barítonos atenorados y sopranos de viacrucis, que somos conscientes de la fragilidad de ser en este mundo. Es proverbial el ejemplo de Nadie es eterno, canción que floreciera como himno popular en una década en la que desde el “Cómo amaneció Medellín” recibíamos las cifras pandémicas de los jóvenes asesinados por la guerra del narcotráfico; desde entonces sus versos: “Sufrirás, llorarás, mientras te acostumbrés a perder…”, son mantras que han logrado, de forma lapidaria y por ende ortodoxa, enseñarnos a tener una actitud ética estoica ante la cotidianidad de la muerte: “Después te resignarás cuando ya no me vuelvas a ver…”, esto a través de un talante vitalista: “No lloren por el que muere / que para siempre se va / velen por los que se queden / si los pueden ayudar…”, que se asemeja a lo que predicaba el Buda, o sea que nos extinguimos como una llama y nos transformamos como una nube.

Darío Gómez fue un rey con sino trágico que, a diferencia de Edipo de Tebas, enfrentó su destino familiar a través del arte. Con su hermano Heriberto formaron Los Legendarios en 1977, cuyo primer éxito, la samba Ángel perdido, está dedicada a su difunta hermana Rosángela. En esta canción usa dos figuras románticas que retomará en otras letras: “Voy por esta senda triste, la senda de mi amargura” y “quítame ya la existencia, pero no me des olvido”. La senda triste, como una sola sombra larga, es la que recorre mientras canta la melancolía que siente por la estrella perdida, esa que iluminara su juventud. Es la hondura que hay en lo simple: Darío Gómez escribe una samba a su hermana Rosángela, pero sin incluir su nombre, que no carece de la riqueza semántica de las Lauras y Beatrices de los poetas coronados, y a ella canta como si fuera un ave migratoria, con la lozanía de la ronda infantil: “¡Vuelve mi ángel perdido / amor mío, ¿dónde estás? / Mi corazón no ha vencido / esta horrible soledad”. Afrontar las tragedias familiares a través de la composición de canciones es una fórmula artística que también encontramos en su himno de abuelo, donde el rey del despecho narra el drama de su nieta huérfana por la violencia y a ella canta en el coro: “Daniela / soy tu abuelo paterno / y aunque nadie reemplaza / ese amor para ti / tu mamá desde el cielo / quiere verte feliz”. Tanto en Ángel perdido como en Daniela el juglar paisa comparte sus infortunios con una solemnidad que nos invita a evocar nuestras fatalidades: la piedad que produce la imagen de una mujer joven desdichada nos hace sentir parte de un ritual en el que contemplamos nuestra experiencia de lo terrible.

A esta materia del arte Darío Gómez sumó un estilo muy suyo con la inclusión de más cuerdas y vientos, lo cual supo escenificar con sus productores en videoclips que presentan una estética hermana de la telenovela latinoamericana. Un caso ejemplar es el video de Sobreviviré (asombrosa versión en castellano de I Will Survive) en el que aparece recortado y pegado sobre la escena en posición de flor de loto, como una nube sobre su público que convulsiona en una histeria de El Show de Las Estrellas de Jorge Barón; luego canta vestido de frac entre la niebla, ante una banca y un farol de parque, como Carlos Gardel o Michael Jackson entre las candilejas de Hollywood; después, sobre un fondo azul, entre luces amarillas y claves de sol; ahora, con una mujer que cabalga a pelo, símbolo de viril optimismo. Acumulación de imágenes que es la apoteosis del estilo montañero con el que decoramos las busetas y los graneros en Antioquia; barroco paisa al que en Medellín la gente gomela bautizara mañé por manierista y que, al exagerar en el uso de símbolos de abundancia, subraya la fuerza que debe tener el amante desdichado para enfrentar a su destino: “Y viviré porque otro amor llegó con fuerza para amar / Y en mi anhelo de vivir, tengo mucho que entregar, lo has de saber / que no haces falta, sin ti sobreviviré…”.

Pues Darío Gómez canta al amor como a un personaje romántico que existe tanto adentro como afuera de sí y necesita compartir con el ser amado, ese que ya ama a otro y en algunos casos está comprometido. La infidelidad es un tema frecuente en sus tonadas, las cuales promueven los valores del amor cortés de forma tan clara que nos permiten evocar los versos de Dante Alighieri sobre Paolo y Francesca, amantes asesinados tras ser sorprendidos en adulterio: “Amor que al corazón gentil prende fácil… Amor que a ningún amante amar perdona…”, canta el florentino en el Infierno. El hijo del pueblo de San Jerónimo, en cambio, lanzó estas coplas 750 años después: “Te recibí el corazón con toda el alma / no me arrepiento a pesar de tu traición / al darme cuenta que (sic) eres una tirana / me enamoré y el destino me engañó…”. Ahora el amante ha sido traicionado, pero reta a la traidora por no haberle quitado la vida: “Me diste el corazón y me lo diste herido / otro amor te engañó / y tú engañaste el mío / ¿Por qué eres tan tirana con el que sabe amarte? / Debías de (sic) matarme para ya olvidarte…”. Es notable que sobre los arquetipos de la traición se han escrito obras de arte pródigas en aquello de ayudarnos a experimentar la catarsis, al punto de que los libros sagrados, las mitologías y las rapsodias parecieran enseñarnos que la miseria de nuestra especie humana proviene de un triángulo amoroso y de una traición primitiva. Luego, además de regalarnos himnos para afrontar las tragedias familiares, Darío Gómez contribuye, desde nuestro cancionero colombiano, a la continuación de la leyenda del amor en Occidente. Pues incluso al celebrar el encuentro del ser amado él debe recordarnos la existencia de un dolor original: “Qué negro fue mi pasado / sin importar mi sufrir / siempre viví fracasado / hasta el día que te vi…”, estado de penuria que el hallazgo del verdadero amor puede borrar, al punto de señalarle el inicio de una vida nueva desde la que atisba su pasado con desdén: “Me hiciste revivir de la nada / ¡Ay de mí cuando no te conocía!…”, y ante su experiencia de resurrección promete el amor eterno, aunque sea consciente de que nuestra existencia es efímera: “Yo quiero ser tu amor hasta la muerte / que si tu corazón no lo derriba / ahí me tienes / entregado de por vida…”. Lo cual es el paradigma de la promesa de amor eterno: tú me has salvado de la miseria, por tu amor he vuelto a nacer y por lo tanto prometo, mientras me lo permitas, que seré tuyo hasta la muerte. Acá la ranchera personifica el ciclo de transformación: muerte, amor, vida, muerte; metamorfosis en la que el pueblo cree y es su forma religiosa, trascendental, de comprender el amor.

Por eso, al enterarse de su transformación el pueblo salió a las calles a reivindicar el pacto artístico con su cantor, cumpliéndole en el volumen de la música y de la ingesta etílica en hogares, graneros y parques de Antioquia, así como en las romerías que llegaron al Yesid Santos durante tres días, en un velorio histórico en la Villa de la Candelaria. Los peregrinos se agolparon alrededor del coliseo de voleibol a cantar, rezar, tomar fotos, videos y guaro, entre gritos de histeria, perros, flores, retratos, ponchos, velas, sombreros, gases lacrimógenos, banderas del Medellín y del Nacional, algarabía de familias y parceros, arepas de queso, turrones de coco, bareta, papita, chicle, violines, guitarrones y trompetas, atletas que hacían calistenia, una mujer a caballo y vecinos que daban guaro a las ánimas del jardín, por no poder bañar el féretro de aguardiente antioqueño, que tal era el deseo de las distintas gentes, como si Darío Gómez fuera el genio de la botella y por eso debiera experimentar su apoteosis sobre mares de anís. Así el pueblo hizo justicia con la estética de su juglar; quien hoy es nube, ayer fuego.