Fantasma sin énfasis
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Por LUIS MIGUEL RIVAS
Ilustraciones de Cachorro
No sé de dónde surgió la falaz idea de que los fantasmas son una especie de adolescentes empalagosos que viven en función de asustar a la gente para divertirse o para incomodar. Cualquiera que haya tenido el más mínimo contacto con la cotidianidad de los fantasmas podrá dar fe de la seriedad con que transcurren sus jornadas, dedicadas más a la juiciosa repetición de tareas y rutinas ejercidas por las personas en las que otrora estuvieron encarnados, que a la dilapidación del tiempo —y en esto muestran una extraña inconsciencia de su eternidad— en pueriles ociosidades. Sirva esta historia para aclarar esas falacias y vindicar la dignidad de unos seres cargados con pesadas responsabilidades y tribulaciones, que merecen toda nuestra consideración y respeto.
La vida en la deteriorada mansión del expresidente Goyonechea —que tantas veces habrán visto los usuarios del colectivo 85 al pasar por el amplio descampado contiguo a la terminal de transportes— era, en el momento en que acaecieron los sucesos que paso a referir, una clara prueba del ambiente severo y laborioso en el que transcurre la vida de los espíritus. En dicha mansión, morada del virrey Alcántara en los Tiempos de la Colonia, del general Beriátegui después de la Independencia y del presidente Goyonechea en los tiempos de la República, vivieron y murieron no solo varias generaciones de una misma estirpe, como suele suceder en las casas de los clásicos relatos de fantasmas, sino sucesivas generaciones de familias diferentes. Lo que hacía del ambiente fantasmal del recinto una miscelánea de presencias heterogéneas con maneras, lenguajes, atuendos y costumbres disímiles, congregadas en un armónico ambiente de cosmopolitismo pluritemporal y unidas ya no por extintos lazos de sangre, sino por siglos de convivencia etérea.
Entre los espíritus ilustres que habitaban la casa podrían mencionarse a Matilde del Perpetuo Socorro Alcántara, hija menor del virrey Alcántara, asesinada en 1750 por su primo Rodrigo de la Calle en un ataque de celos; Wenceslao Batista, duque de Cardonia, sobrino de la virreina, retrasado mental, ahogado misteriosamente en la alberca del patio en 1763; el licenciado Dudamel Beriátegui, acuchillado en el sótano por su hermano, el general Campo Elías Beriátegui, prócer de la patria, por sospechas de alta traición en 1815; Juanita Beriátegui, hija menor del general, víctima de una sífilis contraída en los lupanares del puerto en 1823; Marina Valdetierra de Goyonechea, esposa del presidente Vespasiano Goyonechea, muerta por tuberculosis en 1874, y Baldomero González, profesor de filosofía, hermano medio del doctor Goyonechea, cuyo cadáver fue encontrado en su estudio sobre un amarillento volumen de Representación del universo y concepto del ser, de Tadeus Wolsheberg, tras sufrir un ataque de apoplejía en 1879.
Este último, protagonista de nuestra historia, ya en vida era un ser casi ausente, sumido en complejas disquisiciones desprovistas de cualquier vibración anímica, que lo mantenían encerrado en sus habitaciones. Abstraído del mundo, pasó de la vida a la muerte sin notar cambios relevantes, salvo el incómodo desgarramiento del alma al salir del cuerpo, y una vez en el nivel etéreo retomó sus estudios en el punto en que los había interrumpido sin percatarse de las condiciones de su nueva realidad e indiferente a la calidad de sus nuevos compañeros. Los demás fantasmas tampoco le prestaron mucha atención, dada su apocada presencia, limitándose a ofrecerle un desmañado saludo de bienvenida para continuar con la custodia de sus respectivos secretos y tesoros, la expiación de sus culpas y el arrastrar de sus cadenas invisibles.
Durante los primeros ciento cincuenta años de su muerte, el licenciado González mantuvo su discreta existencia sin más interrupciones que eventuales paseos por los pasillos de la casa para despejar la mente, y esporádicas incursiones de algún inquilino curioso —generalmente el integrante más díscolo de alguna de las familias que arrendaban la casa por cortas temporadas, antes de huir despavoridas— que se atrevía a llegar hasta la clausurada habitación del fondo del corredor, en el segundo piso. Por lo general, el audaz impertinente daba una mirada temerosa al recinto oscuro y empolvado y aun sin percibir el espíritu de Baldomero, salía raudo y satisfecho de su propia valentía. Cuando se trataba de una persona perceptiva, bastaban unos pasos dentro de la habitación y el solo presentimiento de la existencia fantasmal para que brotara el grito aterrorizado y la consecuente huida al borde del desmayo. Esas escandalosas expresiones de terror molestaban y desconcentraban sobremanera a Baldomero, quien siempre hizo lo posible por evitarlas. De alguna manera lo logró y habría continuado sin complicaciones durante dos o tres eternidades más, si no hubiera aparecido la mujer melancólica aquella tarde de otoño.
Afuera el viento dispersaba las hojas de los árboles y en la habitación Baldomero se concentraba en un párrafo especialmente abstruso del tomo III del Foedus Cognitionis Humanae, de Lucio Moribaius, cuando se escuchó el chirrido de la puerta y apareció la figura rubia y macilenta de la mujer, metida en una pijama ancha de flores estampadas, con una vela encendida en la mano. Baldomero levantó la cabeza y esperó que la advenediza curioseara a satisfacción, o merodeara hasta percibirlo antes de salir horrorizada. Pero la mujer no mostró curiosidad. Y aunque pareció percatarse de su presencia no dio señales de miedo. Por el contrario, avanzó sin inmutarse, con pasos desganados, hasta llegar a la cama recostada en la pared lateral, y se dejó caer en ella. Sorprendido, Baldomero esperó pensando que, si bien no había sucumbido al miedo, se cansaría de la soledad y el silencio inquietantes del lugar y al cabo de un rato se marcharía. Pero transcurrió la tarde y pasó la noche sin que la mujer se levantara de la cama ni diera muestras de actividad, a no ser algunos cambios de posición sobre el colchón.
Al día siguiente permanecía allí, y al llegar la segunda noche todavía no daba muestras de querer abandonar la habitación. Incómodo, sin poder concentrarse en sus investigaciones, Baldomero decidió, por primera vez, recurrir a métodos inusuales. Se movió agitadamente por la habitación, levantando todo el viento que le fue posible hasta crear un torbellino que hizo caer las porcelanas ajadas de las repisas carcomidas y puso a pendular los cuadros colgados en las paredes. Pero la mujer apenas giró la cabeza, miró con indiferencia el movimiento de las cosas, sostuvo por un instante la mirada en el punto exacto donde él se encontraba, y volvió a su quietud melancólica.
Una semana después todavía no se había ido. A duras penas se levantaba para recoger los platos de comida que alguien dejaba en la puerta y que iba acumulando casi sin tocarlos sobre la mesita de noche. Sus únicos movimientos y sonidos palpables eran las convulsiones del pecho que coronaban eventuales raptos de llanto. No hacía nada más. Parecía querer consumirse en la quietud y si no fuera por la evidencia de su materialidad se la habría podido confundir con un fantasma más. Algunas veces pasaba por la habitación un médico que trataba de darle medicamentos o convencerla de algo con palabras que Baldomero no comprendía y que ella desestimaba.
A pesar de sus bajas vibraciones, el cuerpo de la mujer emitía una radiación que inundaba la atmósfera y se adhería al aura fantasmal de Baldomero impregnándola de cierta pesadez de sentimientos y emociones, ecos de una memoria lejana que le hacían sentirse extraño de sí mismo. Ese hecho había disminuido notablemente su capacidad de aplicación a los estudios. Desesperado, pensó que debía tomar medidas radicales. Solo que no sabía cuáles.
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