Morir en Medellín hace cien años
En 1900 la vida era frágil y las condiciones eran incluso precarias para muchos, así que morir siendo bebé, pequeño, adolescente o mayor era un asunto altamente probable que se aceptaba como voluntad de Dios y se recibía con ceremonias y ritos que variaban según la edad y las posibilidades económicas del fallecido.
Había entierros de primera, segunda, tercera clase. Una ceremonia de estatus incluía “6 cirios por $2, peones y ayudantes por $5, derechos de cementerio $6, acompañamiento musical por $5, derechos de iglesia por $12 y naturalmente un buen cajón por $12”. Había entierros fastuosos que podían incluir, por ejemplo, un hábito de cuarenta pesos para llegar con elegancia a la otra vida. Así mismo, la competencia en el sector era dura: la agencia Mortuoria Rendón, fundada en 1872 y con número telefónico 738, ofrecía “lo mejor en cajas, precios, cumplimiento y honradez”, algo que complementaba con “el mejor coche mortuorio de la ciudad”, según anuncio del 28 de abril de 1880.
Mientras que para los privilegiados, o cercanos a los fotógrafos de la época, era usual haber sido retratados con anterioridad, para la gente común, el momento de su muerte, velorio y entierro podía también ser el momento de su primer retrato, imagen para la posteridad, momento en el que —a pesar de muertos— había que conservar la elegancia con maquillaje, amortajamiento y cosida de la boca para quedar presentables durante las velaciones y el sepelio; vanidad humana, antes muertos que sencillos.
Quienes fallecían siendo bebés eran “pequeños angelitos portadores de pureza”, se les enterraba con zapaticos y pequeños ramos de palma, para “evitar que una tuna los chuzara en el camino hacia la eternidad” y para dar la bienvenida al coro de ángeles que “antecede la llegada ante Dios”, con quien tendrían vida eterna al no haber caído nunca en el pecado. Más allá de captar a estos bebés, los fotógrafos retocaban las imágenes aclarando la zona superior, buscando que pareciese “más despejado el camino hacia el Señor”.
Finalmente, los testamentos también hacían parte del rito. En ellos los fallecidos reafirmaban —incluso tajantemente— sus creencias cristianas (“única fe, consuelo y esperanza para mi desgraciada existencia”, “Dios me otorgue el infinito bien de permanecer en mi religión sin separarme una sola línea de sus divinos preceptos”, eran observaciones frecuentes para la época), incluso dejándole a la iglesia instrucciones precisas de misas, plegarias y fortunas: “Por mi alma se dirán (a) las treinta misas de San Gregorio. (b) Cien misas más dentro del año que sigue a mi muerte. También se verificarán al cabo del año y en el aniversario de mi muerte unos funerales, si no ricos, sí lo más solemnes posibles… El gasto que esto ocasione, se tomará de la cuarta parte de mis bienes. Lo que reste de esa cuarta de libre disposición, lo dejo por partes iguales a estas cinco entidades: 1° la iglesia catedral en construcción, 2° la iglesia de San Francisco, 3° la iglesia de San José, 4° el hospital de San Juan de Dios y 5° el manicomio, todas de esta ciudad”.
Esto se lee en el testamento de Matilde Barrientos de Gómez, del 5 de noviembre de 1910 y que puede consultarse en el Archivo Histórico de Antioquia. Tema sobre el cual ha profundizado Juan David Pineda, historiador de la UPB e investigador sobre fotografía post mortem y prácticas fúnebres en Medellín, quien utilizó imágenes del Archivo Fotográfico de la BPP para investigar sobre nuestra ciudad y sus costumbres, para saber más sobre el camino de salvación e inmortalidad que nos permite —al menos— permanecer vivos para siempre en la memoria.
Niña de Manuel Aristizábal, por Benjamín de la Calle, 1899. Archivo fotográfico BPP.
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