Número 131 // Octubre 2022

HAZAÑAS

Por GLORIA ESTRADA
Ilustración de Juliana Arango

Recogebolas

Esta vez cuando llegué al pueblo y pasé por la escuela justo estaban en el momento enérgico del recreo. Niñas y niños andaban en sus juegos, chanzas y conversas. Mientras caminaba me quedé mirando a uno que jugaba con otros en el patio y tenía un corte de pelo tipo punkero. Qué bueno que lo dejan asistir así, pensé, recordando mis uniformados tiempos escolares. De la observación me sacaron sus miradas posadas con insistencia sobre mí, incluido el de la cresta.

—¿Sí? —dijo alguno.

Y yo, que aterrizaba:

—¿Qué cosa?

—Que si nos tira el balón. Nos hace el favor. Muchas gracias.

No sé si hablaron todos al tiempo o si fueron frases alternadas por varios. Lo cierto es que me apuré a establecer la ubicación del objeto para acometer la valiosa tarea que me encomendaban. Avancé por el borde enmallado de la escuela y lo vi; estaba en la cuneta del centro de salud. Me acerqué decidida, pero en el preciso instante de hacer contacto con el balón recordé, inevitablemente, mis ancestrales limitaciones para el lanzamiento de cosas, más aun, de las esféricas. Tuve miedo. No quería defraudar a aquellos niños que en ese momento podían estar murmurando algo como: qué señora más lenta.

Contrariando mis miedos y dispuesta a retarme para cumplir la labor, tomé el balón y levanté la mirada. La altura de la malla casi me mengua, sin embargo, avanzando por el andén empinado disminuyó un poco. Los chicos esperaban. Lancé el balón hacia arriba intentando imprimir la fuerza y la curvatura necesarias para no hacer el ridículo y, sobre todo, para que no fuera a quedarse engarzado en el alambre de púas que coronaba la malla. ¡Qué compromiso! Hubiera preferido caminar hasta la puerta de la escuela y entregárselo en la mano a cualquiera de ellos. Pero el balón ya viajaba por el aire, como es debido. Juro que sudé, fueron largas esas milésimas de segundo en las que el balón se elevó y… ¡Pasó! Uff, qué alivio.

El mundo volvió entonces a rodar a su velocidad habitual. Los niños reanudaron el juego y yo también mi camino. Las gracias ya me las habían dado.

Pasajera

Vi a Merce por primera vez, y cuando todavía no sabía que se llamaba así, a las 10:05 a. m. Subía la loma riéndose mientras contaba que el perro callejero que caminaba a la par con ella se había comido una tórtola.

Supe que se llamaba Merce a las 10:07 cuando quien estaba conmigo la llamó para preguntarle si me vendía un pasaje en el alimentador del metro ya que yo me había quedado sin saldo.

A las 10:08 Merce me estaba diciendo que qué pesar pero no tenía sino 2400 pesos, “lo que vale el pasaje”, pero que ella le decía al conductor que me llevara por la de atrás. “Todos esos conductores son amigos míos… Bueno, hay unos más queridos que otros, pero espere y verá”.

A las 10:11 estábamos las dos esperando el transporte. Y tres minutos después, ella, con las canas tinturadas de rojo vivo, unos sesenta años le pongo, se paró en la mitad de la calle a mirar para arriba como llamando el bus. “Bajá pues gonorzofia que tengo que estar a las doce en el centro”, y se secó de la risa, celebrándose a sí misma.

A las 10:18 apareció el bus y nos subimos, ella con la fe de que podíamos pasar las dos con su tarjeta y yo con la esperanza puesta en que alguna de las pasajeras que había a bordo me vendiera el pasaje. Merce pasó porque una de las otras se dispuso, pero tampoco le alcanzó el saldo. Ya estaba sentada Merce cuando le dije al conductor: “Me tengo que bajar, ¿cierto?”, y él como que no sabía qué decirme, pero tampoco abrió la puerta para que me bajara. “Métase por debajo, como los niños”, creo que dijo Merce, o pudo ser otra pasajera.

A las 10:20 yo estaba pasando por debajo de la registradora y enseguida todas las personas a bordo celebraban mi hazaña. El conductor en silencio y con una sonrisa aprobaba.

Merce y yo nos sentamos juntas. A las 10:38 ya ella sabía qué andaba yo haciendo por aquellos extramuros y yo sabía a qué iba ella con tanto afán para el centro.

Un minuto después era invitada oficial a su casa: “Cuando vuelva a subir pregunta por mí, yo me llamo Mercedes, cualquiera la lleva hasta donde yo vivo, y la invito a almorzar bien bueno”.

A las 10:47 llegamos a la parada final. Merce afanada, yo, con tiempo de sobra. Ella corrió a bajarse para tomar enseguida otro bus. “Bueno, niña, vuelva”, me dijo.

Todavía vi a lo largo de una cuadra su pelo en llamas, abriéndose paso entre la gente. Los minutos, por su parte, se seguían derritiendo bajo el cielo ardiente de Medellín.

Negocio

En la Avenida Oriental, casi llegando a La Playa, a mi papá le dio por devolverse a averiguar por el utensilio ese que venden en la calle y que sirve para pelar, picar y rallar verduras. Claro, papá. Y nos devolvimos un par de metros al sitio donde el vendedor con micrófono inalámbrico promovía la herramienta rallando repollo y sacando tajadas de pepino. “Con mucho gusto, caballero, niñas, vea, esto son seis funciones en una, mango antideslizante, una comodidad…”. El rito de presentación del artefacto incluía la manipulación por parte del potencial comprador, así que mi papá, impulsado por el vendedor, tomó el artefacto e intentó seguir las primeras indicaciones de uso. Mientras tanto, mi hermana y yo sentíamos las miradas de las personas que pasaban: estábamos siendo protagonistas de una especie de aviso comercial callejero. “¿Usted es el que lo va a usar, caballero?”. Sí, le dijo mi papá y agarró un pedazo de cebolla cansado de la alocución y con ganas ya de probar los beneficios del dichoso utensilio a ver si se decidía a comprarlo. “Pero venga, caballero, hágale con el repollo…”. No, mi papá quería probar con la cebolla. En esas arrimó una pareja a preguntar por el precio y enseguida la mujer preguntó también si vendía algo para pelar los huevos. Los huevos cocidos, le ayudé a precisar yo. “Ah, no, señora, pa eso sirve una uña larga”. Y nos reímos todos. Fue el instante que papá aprovechó para probar, no muy diestramente, que sí, que el coso ese sí le podía servir para picar la cebolla de huevo. A cómo, a diez mil, de qué color lo va a llevar, rosadito, dijo papá señalando el naranjado. “Vea qué rosadito tan bonito”, nos hizo reír otra vez, arrastrando la risa que ya traíamos, a nosotros, a otro señor que ahí lo esperaba y a una señora que no se aguantó y detuvo su paso para arrimarse por un ladito y decirnos que ese pelador era muy bueno, que ella ya había comprado uno.