Archivo restaurado

Universo Centro 010
Marzo 2010

Una linterna llevada por la casualidad, los familiares del muerto metidos a detectives, las novias de los acusados mascando chicle, un prestamista que delata… Hilos de un homicidio cercano, de esos que muchos creemos que solo ocurren en otras partes.

Crimen y castigo

Por PASCUAL GAVIRIA
Ilustraciones de Verónica Velásquez

Thanatos es el nombre de la personificación griega de la muerte no violenta, un nombre perfecto para una funeraria y sus enterradores de finos modales, cuervos de corbata y urracas de sastre y flor blanca. O para un grupo de death metal y sus alaridos del más acá. En cambio, no parece muy apropiado para una patrulla militar. La referencia mortuoria puede generar escalofríos en los civiles. Pero un destacamento de las Fuerzas Especiales Antiterroristas Urbanas y Rurales adscrito a la IV Brigada decidió adoptar el nombrecito. A fin de cuentas, el sigilo y la mano imperceptible son características de la figura griega que los antiterroristas retoman en su bandera: “Livianos y Sorpresivos”.

Según la bitácora del Destacamento Thanatos, sus nueve hombres llegaron al sector de El Pingüino en la vía a Santa Elena, en cercanías del barrio La Sierra, el viernes 3 de junio de 2005, con la intención de cerrar un corredor de milicias y bandas armadas. El sábado 4, antes de caer la tarde, se toparon con cuatro sospechosos: “Lanzaron la proclama de alto” y recibieron una respuesta de plomo. El combate no duró más de quince minutos y dejó muerto a un joven NN de entre veinticinco y treinta años. Un capítulo más de la historia de La Sierra.

Desde los tanques de tratamiento de EPM cercanos a la zona los empleados miraban con tranquila curiosidad. El movimiento les pareció más el atraco de un furgón de lata que un combate entre milicianos de las Farc y una patrulla del ejército. Los detectives del CTI llegaron para el levantamiento de rutina. Desde los tanques se advertían los flashazos sobre el cadáver boca abajo. Un disparo con orificio de salida en la cabeza, uno en el pliegue del cuello y otro en el pecho; 180 casquillos de fusil al lado de los militares y tres vainillas de changón en la supuesta orilla de los malosos. No había mucho más qué buscar. La casualidad hizo que la linterna de un detective encontrara una marquilla Puma desgarrada del cuello de la camiseta del occiso. “Qué recogió ahí”, le dijo uno de los militares. “Nada”, respondió el tira.

Luego de la mala noche del viernes 4 de junio, un hermano de Diego Alfonso Ortiz decidió pasar por la morgue para aliviar los malos presentimientos. Le dijeron que solo había dos cuerpos registrados como NN: un hombre de 55 años aproximadamente y un joven de veinticinco a treinta años muerto en combate en el barrio La Sierra. El hermano se devolvió tranquilo para la casa. Las señas del uno y las circunstancias de la muerte del otro no cuadraban con el oficio y los recorridos de Diego Alfonso.

***

La asistente del juez lee el expediente como si fuera un salmo interminable, sin énfasis, sin prisa, con un tono monocorde que adormece a las barras. Los protagonistas de la audiencia están encerrados en un salón estrecho con una larga ventana lateral que da al pasillo de entrada a los ascensores. Las novias y hermanas de los soldados, arregladas como si estuvieran en una ceremonia de ascenso, se apoyan sobre el muro que mira el salón del juzgado y consuelan a sus hombres con los ojos. Les escriben notas con corazones, les entregan chicles para apaciguar el tedio. El aire de alumnos aburridos de la escuadra militar me recuerda a los protagonistas de la famosa A sangre fría de Truman Capote: “…tanto Smith como Hickock afectaron en la audiencia una actitud a la vez indiferente y falta de interés: mascaban chicle y golpeaban el suelo con lánguida impaciencia”.

En el otro extremo de la ventana está la familia de Diego Alfonso Ortiz. Se arrullan con los argumentos del juez mientras intentan descifrar a los hombres de camuflado: buscan sus apellidos en los uniformes, miran sus manos, se concentran en un águila tatuada en el dorso de la mano de uno de ellos, en una cicatriz en el cuello, en los ojos que retan o huyen. “Aquel más joven parece mirar con desconfianza a sus compañeros, el otro del extremo parece querer decir algo, habrá entre ellos algunos inocentes…”.

***

La fiscal está convencida de que los militares mataron a Diego Alfonso Ortiz en estado de indefensión. Los trabajadores de los tanques contradicen el relato según el cual los militares llevaban dos días en la zona del supuesto combate. La desproporción entre el poder de fuego de los militares y los milicianos imaginarios es otro de sus argumentos para hablar de un montaje que intenta disfrazar un homicidio. La posición del cuerpo no la convence: luego de tres impactos de fusil no es normal que el cadáver haya quedado de cara al suelo. Además, los militares han caído en pequeños desacuerdos en sus testimonios. La defensa alega que el vendedor de varitas de incienso y bolsas de basura era en realidad un peligroso delincuente. Saca a relucir los problemas de Diego Alfonso Ortiz con las drogas y su visita a un juzgado por violencia intrafamiliar.

La familia del supuesto miliciano decide asumir las tareas de detectivismo. Recogen firmas de habitantes del barrio La América y sus alrededores que declaran haber conocido al muchacho como un vendedor de bolsas de basura y varitas de incienso. Reconstruyen el sábado 4 de junio con el celo de los relojeros. Un busero, compañero de trabajo de un hermano de Diego Alfonso, asegura haberlo dejado en la calle 35 con la carrera 88 hacia la 1:00 p.m. Colgado de la puerta le dijo que iba a ver el partido de Colombia contra Perú con un amigo y que ya las ventas estaban cerradas. Su amigo vio solo el 4-0 de Colombia frente a los Incas. El señor de una tienda cercana declaró haberlo visto al mediodía de ese sábado, al tiempo que confirmó la conversación sobre el juego de la tarde.

También hicieron el papel de peritos químicos. La defensa aseguró que los rastros de plomo, bario y antimonio en la mano derecha del joven Ortiz demostraban que había disparado el changón contra los militares; su hermana logró certificar que las trazas eran de sándalos y otros aromas traídos desde Bombay y Bangalore hasta El Hueco.

***

El remordimiento de un testigo de oídas terminó de construir la certeza del Juez 21 Penal del Circuito de Medellín. La historia la contó Mauricio Vallejo, un prestamista gota a gota y vendedor de ropa en La América, entre víctima y amigo de algunos miembros de la banda Los Cucas, dedicada a las extorsiones, los atracos y la plaza con todos los juguetes en el sector. En medio de una farra de tienda dos pillos de la banda le contaron la vuelta: “Mataron ese hijueputa, apareció como un guerrillero y le pusieron un changón esos hijueputas”. Todo empezó con el decomiso de un fusil a la banda de Los Cucas. Luego de algunas idas y venidas se llegó a un “pacto de caballeros”: los soldados devolvían el fusil y los pillos les entregaban unos pesos y un “positivo”. Diego Alfonso Ortiz, con sus revoloteos de vendedor, sus problemas de drogadicción y su nula pleitesía a los mandones, resultó ser el personaje perfecto para el cruce. Lo subieron con engaños a un Mazda Coupe blanco en cercanías del Parque del Ajedrez, lo entregaron a los soldados y luego de cuatro horas que son un misterio y una tortura para la imaginación, el pelao apareció con tres tiros propios y una gorra y un changón ajenos. Tres años después del homicidio, cansado de ver la cara de los dos hijos de Diego Alfonso Ortiz, Mauricio Vallejo decidió declarar y entró al programa de protección de testigos.

La marquilla Puma fue la cereza que adornó la sentencia a veintiséis años de cárcel por homicidio agravado para cada uno de los militares del destacamento Thanatos. Muy poco sutiles para semejante nombre. El hecho de estar desprendida de la camisa, intacta, sin rastros de sangre, demostró que hubo un forcejeo previo a la ejecución. Era el momento para que la sentencia exhibiera el estilo solemne de los tratadistas: “El culpable ignora, por lo general, la existencia de estos testigos mudos, o los considera de ninguna importancia; además no puede alejarlos de sí o desviarlos; los mismos clavos de la suela de sus zapatos señalan su paso por el lugar del delito y el botón caído en el mismo sitio suministra un indicio vehemente”. Al final, un mamarracho tranquilizador encima de palabras que suenan como un justo golpe de martillo: “Notifíquese y cúmplase”.