Tres candidatos asesinados
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Por JUAN FERNANDO RAMÍREZ ARANGO
Ilustraciones de Mónica Betancourt
El 18 de agosto de 1989 sería asesinado Luis Carlos Galán. Ese viernes irreversible Galán había despertado eufórico, ya que en la encuesta presidencial publicada por El Tiempo arrasaba a sus rivales: “Él siempre había sido optimista, pero por primera vez estaba seguro de que iba a ganar”.
Antes de dirigirse a la fatídica manifestación de Soacha, Galán pasaría el día en la sede de campaña, donde, entre otras cosas, recibiría la última llamada de un medio de comunicación: de parte de Cromos, para que contestara un cuestionario sobre detalles curiosos de su vida, al que dijo no: “No puedo apelar al buen humor porque no hay motivos para tenerlo en momentos en que atravesamos por una crisis tan aguda de la que no sabemos cómo salir”. Palabras que revelaría esa revista diez días después, en una edición especial luctuosa, que iniciaría con un reportaje gráfico titulado “Cómo perdió Colombia la esperanza”, en el que, a través de once fotos, se narraba el asesinato de Galán desde el punto de vista del fotógrafo José Herchel: “A las 8:05 PM estaba parado frente a una tienda esperando la caravana. Lo vi acercarse, montado sobre el platón de una camioneta blanca. Yo había presenciado las manifestaciones galanistas de Cali, Popayán y Puerto Tejada, pero nunca vi tanta gente como la que esa noche lo esperaba en Soacha. A medida que avanzaba, dejando la Autopista Sur para tomar la entrada al pueblo, crecía el número de simpatizantes, se escuchaban vivas, pitos de carros, consignas y la algarabía de una papayera. Salí del tumulto y me adelanté para ir a la plaza y esperarlo sobre la tarima”.
Cuatro días después del magnicidio, el 22 de agosto de 1989, Semana publicaría el testimonio de Patricio Samper, concejal de Bogotá por el Nuevo Liberalismo, quien iba con Galán: “La carretera para entrar a Soacha estaba repleta y la camioneta que nos trasportaba apenas podía avanzar”, tanto así que tardarían cuarenta minutos para llegar a la tarima, donde José Herchel, a las 8:45 p. m., vería lo siguiente: “Desde allí hice la última foto en que el doctor Galán aparece de pie, en un saludo que resultó ser la despedida. Alguien le acercó una silla y él se apoyó para subir a la tarima. En seguida, el doctor Galán levantó sus brazos y por espacio de 10 segundos saludó a la gente. Esa foto no pude hacerla porque me vi obligado a bajar para dejarle el espacio a él. En ese instante me sentí un inútil porque mi objetivo era tomarlo desde lo alto en primer plano, con la multitud al fondo. Solo después pude comprender que, si la tarima hubiera sido más grande, tal vez yo habría muerto con la primera ráfaga que sentí pasar como un ventarrón”.
Patricio Samper, por su parte, narraría así el arribo a la tarima: “Galán, Germán Vargas y yo llegamos de primeros, pero cuatro guardaespaldas subieron antes para chequear que no hubiera nada sospechoso. Entonces le señalaron que podía seguir. Lo hizo y apenas alcanzó a caminar algunos pasos, cuando levantó el brazo derecho haciendo el ademán típico con el que iniciaba todas las presentaciones en la plaza pública. En ese momento sonaron tres ráfagas de ametralladora. Yo estaba detrás de él y lo vi caer, junto con el animador de la manifestación, quien era el único que estaba sobre la tarima cuando llegamos”. El animador era el concejal Julio César Peñalosa, quien estaba en la tarima desde las cinco p. m.
Los primeros disparos, según José Herchel, sonarían en medio del alboroto que se había armado en el recibimiento y por un instante se confundirían con la pólvora de los voladores: “Se oyeron gritos. Paró la música y hubo pánico. Yo estaba a espaldas del doctor Galán y vi el momento en que cayó, como cuando a uno le halan el tapete donde está parado. No levanté la cámara porque la impresión que tuve desde el punto donde estaba es que el candidato había sufrido un resbalón. Pero un segundo después me doy cuenta de la verdad, entonces tomo la foto: él está sobre la tarima. Junto a él, a la izquierda, un guardaespaldas trata de cubrirlo. Los políticos acompañantes también caen. Se escucha la segunda ráfaga y los disparos vienen desde el centro de la plaza”.
Uno de los políticos acompañantes, obviamente, era Patricio Samper: “Mi primera reacción fue empujar a Germán Vargas, que estaba detrás de mí, y después me lancé al piso. Ahí arrancó la verdadera balacera. Disparaban los guardaespaldas de Luis Carlos, la policía y dicen que hasta francotiradores apostados en los techos. Miles de personas estaban botadas en el piso, mientras el traqueteo de las ametralladoras continuaba. Cuando volteé a mirar, reconocí a Luis Carlos, caído en la tarima, por el color de su vestido. Uno de los guardaespaldas lo estaba protegiendo con su cuerpo. Entonces me acerqué y le dije al escolta que consiguiera un vehículo para llevarlo al hospital”.
Mientras tanto, José Herchel perdería la noción del tiempo: “Son instantes demasiado largos como para medirlos en segundos, pero así se suceden. Todo el mundo se tiró al piso y de repente me di cuenta de que era una de las pocas personas que permaneció de pie. Estuve inmóvil en tanto corría bala por los cuatro costados. Agachado, empecé la retirada, sin dar la espalda a la escena en que los miembros de seguridad arrastran desesperadamente el cuerpo del doctor Galán en pleno tiroteo. Tomé un par de fotos más y me atrincheré detrás de un automóvil”.
Mezclado con los escoltas que arrastraban desesperadamente el cuerpo de Galán estaba Patricio Samper: “Con tres guardaespaldas lo levantamos. Él tenía los ojos abiertos y estaba consciente, aunque no hablaba. Yo le dije ‘tranquilo Luis Carlos’, mientras lo bajamos de la tarima, seguro de que se salvaría. Pasamos por encima de los cuerpos de la gente que había caído y alcancé a ver a algunos heridos inmóviles. Con dificultad recorrimos los 15 metros que nos separaban de un automóvil blindado, del cual casi no pude abrir la puerta. Dos de los escoltas dieron la vuelta y uno de ellos se sentó en la parte trasera con la ametralladora terciada, mirando alrededor. Yo, que estaba luchando para ubicarlo en el asiento, le grité que me ayudara. Finalmente lo haló y Luis Carlos quedó en el piso. El otro guardaespaldas, que estaba detrás de mí, se subió arrodillado en el asiento trasero y me retiró. Poco antes de que el vehículo arrancara lo vi por última vez. Esa mirada no se me va a olvidar nunca”.
Una vez arrancó el vehículo, los disparos cesaron y José Herchel dejaría su trinchera: “Decidí salir y recorrer la plaza. Centenares de globos se despidieron al cielo. Un hombre sostenía en lo alto su botella de aguardiente y un muchacho, atento, no bajaba el arma. Integrantes de la banda de música trataban de recuperar sus instrumentos. Heridos aquí y allá. Rastros de sangre, policías en guardia, niños indefensos, incertidumbre sobre la vida, llanto, tragedia como el fin del mundo. Guardé la cámara y me fui, alterado por los nervios”.
Quince minutos después, el vehículo blindado que transportaba a un Galán moribundo arribaría al Hospital de Bosa, donde dos médicos y tres socorristas de la Cruz Roja estabilizarían sus signos vitales. Sin embargo, al quitarle el chaleco antibalas, comprobarían que una bala le había destrozado la vena aorta a la altura de la parte baja del abdomen: Galán ya había perdido unos cuatro litros de sangre, O negativa. Como en el Hospital de Bosa no tenían los equipos de estimulación cardiaca requeridos y la cantidad necesaria de ese escaso factor de sangre, decidirían trasladarlo en una ambulancia al Hospital San Rafael.
En medio del recorrido, el presidente Barco se dirigiría a los colombianos anunciando la mala noticia y nuevas medidas para enfrentar al narcotráfico, entre ellas la aprobación de la extradición por vía administrativa, por fuera del alcance de la Corte Suprema de Justicia. Inmediatamente después los noticieros de las 9:30 p. m. abrirían con las imágenes del tiroteo en Soacha, las que todos hemos visto, grabadas por Jesús Calderón, el camarógrafo oficial de la campaña galanista.
Finalizada la emisión de los noticieros, alrededor de las 10:05 p. m., al ver que Galán se les iba de las manos, los médicos desviarían la ambulancia hacía el hospital de Kennedy, a toda velocidad, provocando un accidente: “Una de las ruedas de la ambulancia dio con el hueco de una alcantarilla destapada, lo que obligó al conductor a frenar bruscamente. Uno de los escoltas motorizados que venía detrás, chocó con el vehículo y sufrió lesiones de consideración”. En Kennedy, Galán sería recibido en estado de shock crítico, sin tensión arterial ni pulso: “Dos cirujanos y dos anestesiólogos apelaron a todos los procedimientos clínicos de resucitación. A pesar de tener la certeza de que era inútil, hicieron intubación, abrieron el tórax para masajear directamente el corazón e intentaron devolverle la fuerza con tres litros de sangre y tres de suero, pero no hubo respuesta”. Cuatro días después, la portada de Semana sería una foto de Galán con esta inscripción: 1943-1989. Sí, estaba a punto de cumplir 46 años, y desde hacía once meses, cuando cumplió 45, la mafia ofrecía quinientos mil dólares por su cabeza.
Posdata: Al día siguiente la noticia se robaría todas las portadas de los periódicos: El Espectador: “Asesinado Galán”. El Tiempo: “La mafia asesinó a Galán”. La República: “Luto y conmoción por asesinato de Galán”. La Prensa: “Asesinada una esperanza”. El Siglo: “Se desintegra el país: asesinado Galán”, etc., etc. Cuatro de esos cinco periódicos recogían estas palabras del expresidente Misael Pastrana, quien le había dado la oportunidad a Galán de dar el salto del periodismo a la política, al nombrarlo ministro de Educación en su mandato: “Mataron no solamente al presente, sino también al futuro”.
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El 22 de marzo de 1990, sería asesinado Bernardo Jaramillo, de 34 años, candidato a la presidencia por la UP: “El hombre más custodiado del país y el que más amenazas de muerte recibía”. Y también el que más atentados frustrados contra su vida había tachado en el calendario: el último, por ejemplo, el 22 de enero de 1990, conjurado gracias a una llamada anónima, y que, curiosamente, iba a desarrollarse en el mismo sitio donde sería abaleado de muerte dos meses después, esto es, en el aeropuerto El Dorado. Allí, el jueves 22 de marzo, pasadas las ocho de la mañana, en el Puente Aéreo, un sicario proveniente de Medellín, llamado Andrés Arturo Gutiérrez Maya, de 17 años, lo ametrallaría con una Mini Ingram en el cuello, el tórax y el abdomen: “Mi amor, no siento las piernas. Estos hijueputas me mataron. Abrázame y protégeme que me voy a morir”, fueron las últimas palabras de Jaramillo, dirigidas a su esposa, que saldría ilesa del atentado.
Cinco días después, el 27 de marzo de 1990, comenzaría a circular la edición 412 de Semana, titulada con la pregunta del millón, esto es: “¿Quién mató a Jaramillo?”. Una primera respuesta surgiría la misma mañana del asesinato: dado que la noche anterior el DAS había interceptado una llamada entre Pablo Escobar y uno de sus jefes de sicarios, en la que hablaban de cometer un atentado al día siguiente y de pagarle trescientos mil pesos al sicario de turno, monto que, Andrés Arturo Gutiérrez Maya, capturado en el acto, confesaría haber recibido. Maza Márquez, director del DAS, culparía al capo del magnicidio: “La coincidencia de la cifra pagada, así como el anuncio en la conversación de un golpe para el día siguiente, permiten establecer con certeza que el autor intelectual del asesinato es Pablo Escobar”.
Una segunda respuesta saldría a la luz en la tarde: a través de una entrevista telefónica en una emisora de Medellín, larga entrevista de diecinueve preguntas, una voz anónima reivindicaría el asesinato de Jaramillo a nombre de Fidel Castaño: “¿Ustedes quiénes son? Nosotros somos del grupo de Fidel Castaño. ¿Son del cartel de Medellín? Sí, Fidel Castaño es la persona que reemplazó a Gonzalo Rodríguez Gacha, alias El Mexicano, en el cartel”.
Al día siguiente, viernes 23 de marzo de 1990, en carta remitida a Diego Montaña, director de la UP, autenticada con su huella digital, Pablo Escobar negaría su participación en el asesinato de Jaramillo, culpando al Estado de ello: “Estoy asombrado de ver la facilidad y la rapidez con las que el gobierno encuentra un culpable para justificar ante el pueblo los asesinatos cometidos por sus sicarios oficiales… A Jaramillo lo quise, lo respeté y lo admiré siempre. ¿Qué interés tendría en matar a quien, como él, se opuso a la extradición y defendió el diálogo con el narcotráfico?”.
Tras esa pregunta, la carta finalizaría con una respuesta de Jaramillo tomada de una entrevista publicada por Cromos en septiembre de 1989: “Ahora todo se lo achacan al señor Pablo Escobar. Él va a ser el chivo expiatorio de todas las bellaquerías que se han hecho en el país durante estos años. Aquí hay altas personalidades del Estado que están comprometidas con los grupos paramilitares y tienen que responderle al país por los crímenes que han cometido”.
A esas palabras de Jaramillo citadas por Pablo Escobar, acaso para validarlas, se les sumaría lo que la prensa calificó como “desafortunada coincidencia”. Y es que cinco días antes del magnicidio de Jaramillo, Carlos Lemos Simmonds, ministro de Gobierno, había comenzado una fuerte campaña de desprestigio contra la UP: “El país ya está cansado y una prueba de ese cansancio es que en estas elecciones votó contra la violencia y derrotó al brazo político de las Farc que es la Unión Patriótica. Se van a enojar porque les estoy diciendo esto, pero ellos saben que es así”. Declaración que Diego Montaña, el referido director de la UP, en carta remitida a Lemos Simmonds, replicaría así: “Usted debe saber que una declaración suya puede causar muchos muertos, porque evidentemente nuestros enemigos se sentirían amparados”. Jaramillo, por su parte, en entrevista para un noticiero televisivo, la última que daría, le respondería a Lemos Simmonds con la siguiente premonición que, lamentablemente, se cumpliría a muy corto plazo para él: “Por el hecho de que no le guste al ministro la forma como nosotros decimos las cosas, no le da derecho a condenarnos a muerte con sus declaraciones, tal como lo está haciendo”.
Posdata 1: “¿Quién mató a Jaramillo?”, finalizaría con este párrafo: “La organización paramilitar tiene una nueva cabeza en Fidel Castaño, quien además se habría convertido en una rueda suelta del cartel de Medellín, lo que implica que el país, que se había acostumbrado a hablar de dos enemigos, la guerrilla y el narcotráfico, tiene que empezar a hablar de tres, siendo el tercero, el grupo de Castaño, tanto o más peligroso que los anteriores”.
Posdata 2: Justo después de ese final que hablaba de Fidel Castaño como la nueva cabeza de la organización paramilitar, al pasar la página, en un artículo titulado “Los que ganaron”, acerca de los resultados de las elecciones parlamentarias, se decía lo siguiente de AUV: “AUV, un muchacho audaz, de 37 años, buen orador, con carisma y con experiencia administrativa, duplicó su votación sorprendentemente, pasando de 39 mil votos en 1986 a 92 mil el pasado 11 de marzo. Con este resultado, AUV se perfila automáticamente como la mayor amenaza de los últimos tiempos para el cacicazgo de Guerra Serna en Antioquia”.
Posdata 3: Casi dos años después del asesinato de Jaramillo, el 3 de enero de 1992, Andrés Arturo Gutiérrez Maya, el sicario que lo acribilló, aparecería asesinado junto a su padre, Fabio de Jesús Gutiérrez Santamaría, de 48 años, en la cajuela de un Mazda 323 rojo, de placas LI 3512, abandonado en la calle 16A sur con diagonal 47A, en el sector Santa María de Los Ángeles, del barrio El Poblado de Medellín.
Posdata 4: ¿Quién mató a Jaramillo? Aunque en octubre de 2014 la Fiscalía lo consideró crimen de lesa humanidad y la investigación quedó a cargo de su Unidad de Análisis y Contexto, el magnicidio de Jaramillo sigue impune: “La decisión de la Fiscalía de declarar como delitos de lesa humanidad los crímenes contra los miembros de la UP dejó al descubierto la alianza criminal que por más de 10 años se gestó entre las altas esferas de la sociedad, los sectores políticos y los militares para impedir el ascenso de un movimiento de izquierda que surgió como política al conflicto que se vivía en Colombia”, escribiría El Espectador el 20 de octubre de 2014.
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El 26 de abril de 1990, sería asesinado Carlos Pizarro Leongómez, cuando contaba 38 años. Ese jueves estaba previsto que Pizarro viajara a Barranquilla, donde iniciaría su campaña presidencial por la región Caribe, en el primer vuelo del día, el de las 6:15 a. m. Sin embargo, una llamada anónima a la sede del M-19, realizada la tarde del miércoles, alertaría sobre un posible atentado a cometerse la mañana siguiente en el aeropuerto El Dorado, razón por la cual el jefe de seguridad de Pizarro movería las reservas para el segundo vuelo del jueves, el de las 9:15 a. m. Esas tres horas de más en Bogotá le permitirían a Pizarro conceder una larga entrevista para “6 AM – 9 AM”, de Caracol Radio, en la que, entre otras cosas, saldría al aire una de sus truncadas frases para la posteridad: “Soy el peor comunista del país, por eso nunca lo fui. Soy bolivariano y no me canso de pensar en la forma de derrotar a los gamonales que derrotaron a Bolívar y que todavía están mandando”.
Mientras se desarrollaba la entrevista, Gerardo Gutiérrez Uribe, alias Jerry, el sicario de turno, arribaría al Dorado así, según la edición 417 de Semana: “Sin despertar mayores sospechas al comienzo. Vestido con un suéter de lana, pantalones de tela delgada y zapatos nuevos de cuero, pasó por el mostrador de Avianca y no registró equipaje. Llevaba con él una bolsa de mano con una muda que incluía un pantalón de cuero. Acto seguido entró a una de las librerías del segundo piso, compró unas revistas y pasó por la puerta de pasajeros rumbo a la sala de espera número tres”.
Cuando había dejado atrás el puesto de control del muelle nacional, y los relojes estaban a punto de marcar las nueve, a alias Jerry se le caería al piso una de las revistas. Un policía la recogería con el afán de entregársela, pero alias Jerry negaría que fuera de él. No bien se sentó en la sala de espera a pasar los ojos por el resto de revistas, otro policía, extrañado por lo que había visto, se acercaría y le pediría que le mostrara los documentos de identificación: como si se tratara de su alter ego kamikaze, alias Jerry presentaría una cédula falsa a nombre de Álvaro Rodríguez Meneses, cédula que, lógicamente, carecía de antecedentes penales.
Con el objeto de evitar contratiempos en la sala de espera, los escoltas de Pizarro se las arreglarían para retrasar el vuelo y llegar lo más tarde posible al Dorado. Cuando por fin abordaron el avión, un Boeing 727-100, HK-1400 de Avianca, por la escalerilla trasera, ya todos los pasajeros estaban en sus sillas, incluido alias Jerry, que ocupaba la 5C. El reloj marcaba las 9:37 a. m. Aunque Pizarro originalmente viajaría en la zona intermedia del avión, por recomendación de su jefe de escoltas y del piloto de la nave, sería reubicado en la parte trasera, en la silla 23C, junto a la ventanilla, rodeado por sus catorce guardaespaldas, nueve del DAS y cinco del M-19. Durante el decolaje Pizarro leería El Tiempo, cuya portada se la robaba la explosión de un nuevo carro bomba en Medellín, con saldo de nueve muertos y 56 heridos de gravedad, periódico que al día siguiente abriría con otro titular luctuoso: “Cae Pizarro: la pesadilla se repite”, seguido por esta entradilla: “Es el tercer candidato presidencial asesinado en el país en ocho meses”.
A los ocho minutos de vuelo, a más de quince mil pies de altura, en tanto se apagaba la luz que ordenaba mantener los cinturones de seguridad ajustados, un hombre que venía desde la parte delantera del avión seguiría de largo por la fila 23 camino al baño. Los ojos entrenados de los escoltas comprobarían que no estaba armado. Era alias Jerry, quien, luego de estar dos minutos en el baño, saldría, avanzaría un par de pasos y le descargaría quince tiros calibre 9 milímetros de su ametralladora Mini Ingram a Pizarro, de los cuales trece darían en el blanco, en la cabeza, cuello y manos del líder del M-19: “Carlos Pizarro no alcanzó a darse cuenta de nada. Con las manos sobre las piernas y sangrando por la boca, nariz y oídos, quedó con la cabeza recostada sobre su pecho. Respiraba con dificultad. Uno de los guardaespaldas que se tiró a auxiliarlo captó la gravedad del momento: ¡Nos lo mataron!, exclamó”.
Alias Jerry, por su parte, sería dado de baja al instante, de un tiro en la frente proveniente de una pistola Beretta 9 milímetros, accionada por el jefe de escoltas, que viajaba al lado de Pizarro. Un médico recién graduado, el único en aquel vuelo, confirmaría la citada exclamación del escolta, esto es, ¡Nos lo mataron!, mediante este lugar común fatal: “No hay nada que hacer”. El avión aterrizaría cinco minutos después, a punto de despresurizarse por una bala que había impactado en la ventanilla del 23C, resquebrajándola, y un Pizarro moribundo sería trasladado de urgencia a la Caja Nacional de Previsión, donde moriría a las 11:10 a. m., cuando afuera una multitud de seguidores revivía uno de los viejos lemas del M-19: ¡Con el pueblo, con las armas, al poder! ¡Con el pueblo, con las armas, al poder! ¡Con el pueblo, con las armas, al poder!…
El parte médico diría lo siguiente: “Lo recibimos en estado pre mortem, con tres balas en el cráneo, una de las cuales le hizo explotar el globo ocular izquierdo, otra en el malar, una en el hombro, dos en el cuello y cuatro en las manos. Las mortales fueron las que penetraron en el cráneo porque atravesaron de lado a lado la masa encefálica”.
Exactamente siete horas después de morir, a las 6:10 p. m., serían entregados los restos mortales de Pizarro, demorados por la larga necropsia debido a las graves lesiones y porque la familia había decidido donar el ojo ileso, el derecho. Los dirigentes del M-19 y los familiares querían que el pueblo velara a Pizarro en la Quinta de Bolívar, pero el gobierno solo les habilitaría el Capitolio Nacional: “Ese no es un lugar digno para Pizarro, dijeron”.
El féretro de Pizarro sería llevado en hombros hasta la calle 26, “seguido por una multitud que fue creciendo con la noche”. A la altura de la Registraduría Nacional, sin embargo, la marcha fúnebre se detendría por más de media hora, ya que el alcalde de Bogotá no quería dejarla seguir por la 26. Y sería precisamente allí, en medio de la espera y de los pañuelos blancos que se agitaban desde las ventanas de las edificaciones, que la multitud improvisaría la frase que, cuatro días después, titularía la portada de la edición especial de Cromos: “Por ti Colombia, cumplí y me mataron”. La repetirían una y otra vez: “La gritaban estudiantes con la mano en alto, la decían marchantes de la plaza de mercado. Con la vista fija en una vela encendida, la decía un hombre descalzo y con harapos que lloraba junto a un cartonero. La pronunciaban mujeres y hombres muy bien vestidos que seguían la marcha desde su carro”. ¡Por ti Colombia, cumplí y me mataron! ¡Por ti Colombia, cumplí y me mataron! ¡Por ti Colombia, cumplí y me mataron!…
Finalmente, hacia la medianoche, “el ataúd sería depositado en el Capitolio, a los pies de la estatua de Tomás Cipriano de Mosquera. Donde sería abierto, y una vez más, el dolor reemplazaría a la esperanza”.
Posdata 1: ¿Quién fue el autor intelectual? Al igual que con el magnicidio de Bernardo Jaramillo, ocurrido un mes antes, aunque la autoría intelectual de la muerte de Pizarro, en llamada anónima a Caracol Radio, se la adjudicaría Fidel Castaño, el gobierno colombiano culparía a Pablo Escobar de los hechos, quien, como en el primer caso, en un comunicado autenticado con su huella digital, diría que nada tenía que ver, y menos con una víctima que estaba en contra de la extradición y a favor del diálogo. Pablo Escobar le atribuiría el asesinato “a una conspiración desestabilizadora de los generales Maza Márquez, Gómez Padilla, Casadiego y Peláez”. Curiosamente, siguiendo una línea conspirativa que se aleja de la impunidad, en la actualidad la Fiscalía investiga “la existencia de un aparato organizado de poder que planeó y ejecutó el crimen”, en el que estarían involucrados tres altos funcionarios del DAS de aquel entonces: Manuel Antonio González Enríquez, Flavio Trujillo Valencia y el referido Miguel Alfredo Maza Márquez… En 2010, el crimen sería declarado delito de lesa humanidad, y por él está bajo medida de aseguramiento Jaime Ernesto Gómez Muñoz, el exagente del DAS que dio de baja a alias Jerry, acusado de haberlo matado para silenciarlo.
Posdata 2: Tanto el sicario que asesinó a Bernardo Jaramillo como el que lo hizo con Pizarro vestían ropas nuevas y zapatos de la misma marca a la hora de disparar. Además, posteriormente saldría a la luz que ambos habían trabajado en el mismo sitio, en una fábrica de tiza para billar: “Lo que permite pensar que los dos sicarios suicidas fueron reclutados por la misma persona y muy posiblemente siguiendo órdenes de un mismo jefe”.
Posdata 3: Desde la orilla ideológica opuesta, así despediría Álvaro Gómez Hurtado, último secuestrado del M-19 antes de la dejación de armas, a Pizarro: “Yo creí en su sinceridad. Transitó por un largo camino hasta llegar a su reconciliación legal con el orden jurídico. Fue un esfuerzo meritorio que en todo momento presentaba riesgos. Era un valiente. Supo darle sentido a su nueva vida y adoptó un estilo de proselitismo realmente cautivante”.
Posdata 4: “Entre todos cambiaremos la historia de Colombia. ¡Palabra que sí!”, era el lema de campaña de Pizarro, quien sería enterrado en el Cementerio Central el 28 de abril de 1990, exactamente cincuenta días después de haber entregado las armas.