Número 129 // Junio 2022
La Mansión de Araucaíma, 1986.

La Rata en claroscuro

Por FERNANDO MORA MELÉNDEZ
Fotografías de Eduardo La Rata Carvajal

I

¿Puede haber un sitio más propicio para huir de la peste que el bosque de San Antonio? Se solaza dando de comer a los barranqueros, las tucanetas, los azulejos y las pavas de monte. El sitio aparece en las guías como privilegiado para el avistamiento de aves tropicales. Tiene una mansarda para ver el cielo, más de trescientos discos de rock, provisiones para cocinar como Ratatouille y varias botellas de Campari, además de los aderezos inconfesables. La casa queda a cuarenta minutos de Cali, en el kilómetro dieciocho de la carretera al mar. La empezó a construir él mismo, desde que era un rebelde sin causa, uno que se negó a estudiar como otros de su pandilla, incluido un célebre suicida de apellido Caicedo.

Repantigado en el sillón, mira las fotos en la pantalla. Son más de veinte mil fotogramas en los que se contemplan cuarenta años del cine colombiano. Quiere publicar un libro en una edición casera, firmada, para unos pocos buenos amigos. De pronto lo asalta un dolor punzante en la cintura, se retuerce, intenta levantarse, pero las piernas no le responden. Se siente desmadejado como una marioneta. Grita: ¡Wilder! Es el nombre de su agregado que se llama igual que el director de cine austriaco. Luego telefonea a su hermano. Este y Wilder logran subirlo al campero camino del hospital.

Una hora más tarde entra en la sala de urgencias, en la cuarentena del 2020. Lo examinan como a un bicho raro a través de máscaras de plástico y trajes que hacen ver a los médicos como los astronautas hostigados por Allien. Lo recluyen y le informan que su estado de salud es grave. Apenas le van a mostrar la radiografía, él alcanza a girar la cabeza para no ver la imagen.

¡No me digan qué tengo!, les dice.

Vamos a operarlo.

Se siente en un delirio filmado por un loco. Conectado a máquinas y controles, debe comer una plancha de pollo, dura y blanca como suela de tenis, según cuenta, soportar el gusto televisivo de la enfermera y esperar a que el personal médico se conmueva y lo autorice a ver algún rostro amigo. Pero el encierro se prolonga, con el único aliciente de estar sedado o alucinado. Aun después de pasar por el quirófano, el paciente recae, ida y vuelta a casa, en distintos episodios de ansiedad que lo incitan a arrancarse los catéteres como lo había hecho antes su amigo Luis Ospina. No tiene fuerzas. Diez meses acostado. Le ruega al médico que lo desconecte. Preferible el sueño eterno a esta pesadilla sin fin. Y como nadie atiende sus súplicas, entra en huelga de hambre.

El doctor que lo trata tiene que viajar a Bogotá donde menciona el caso de este paciente impaciente a una mujer. Ella no solo lo conoce sino que lo admira y cuenta quién es. El médico vuelve a la clínica a hacer sus rondas.

“Ya sé quién es usted”, le dice, mientras le entrega un paquete desinfectado, envuelto en papel de regalo, “aquí le mandaron”.

Eduardo Carvajal pide que por favor se lo abra. Para su asombro es un libro de ilustraciones, que le envía su amiga Marcela Quiroz, artista visual, un ejemplar precioso, en el que la autora se dibuja a sí misma con un impecable diseño gráfico.

“¡Usted es la Rata!”, le informa el doctor. “¡Y no lo voy a dejar morir! Ya me contaron que usted quiere sacar su libro”.

A partir de ese momento el régimen hospitalario da un giro. El especialista vuelve a verlo muchas veces, trae un séquito de personas que lo revisan y están pendientes de cada detalle. Se permite la visita de amigos con tapabocas. Ellos le traen, en bolsas furtivas, empanadas árabes, chicharroncitos, aborrajados y otras delicias. El paciente se deja inocular con líquidos de todos los colores, así pretenden desterrar su mal. De pronto vuelve a oírse su risotada inconfundible. Y a todas estas, parece que remite la enfermedad.

Eduardo, La Rata Carvajal, en Azúcar, 1989.

II

Eduardo “la Rata” Carvajal es a la memoria del cine colombiano lo que Robert Capa es al fotoperiodismo de guerra. Hizo de su oficio un arte personal antes de saber que se llamaba foto fija y que era un rol laboral en la industria fílmica. Él, que la mayoría de veces no cobró por hacerlo, va a un rodaje solo porque le atrae la forma en que un director descifra el mundo o pone en escena sus fábulas, o solo porque debe enriquecer su archivo.

Foto fija es aquel que toma imágenes mientras se filma una película. Quien lo hace no puede convertirse en un estorbo porque un set es como una sala de partos donde hay que dar a luz la escena. El fotógrafo debe andar alejado de los demás técnicos y artistas, utilizar un lente de larga distancia y no hacer ruido al disparar su cámara. Eso es lo que dicen los manuales, pero Eduardo se ha inmiscuido como mediador de paz, barista, sicólogo de rodaje y actor figurante en la mayoría de las cintas.

Desde sus inicios, Carvajal supo escabullirse por resquicios impensables, esquivar cables, luces, gente, equipos. Dice que es como un ballet donde se vuelve invisible para capturar los momentos sublimes y los otros: el paroxismo de una actriz; el choque entre dos almas en pugna, que se niegan a actuar y mantienen en vilo al equipo; los instantes desapacibles de una madrugada en la que todo el mundo quiere tirar la toalla mientras prueba la comida de caja. Tal vez fue la audacia para no mostrar la cola mientras se cuela en la intimidad del filme, la que inspiró a alguien, uno al que ya no recuerda, a ponerle su apodo de Rata que según él ya es una denominación de origen.

A diferencia de otros, que copian los encuadres del camarógrafo de la película, para obtener fotos promocionales, Eduardo ha creado una cierta mirada que, en palabras de Víctor Gaviria, “le permite apresar la belleza, esos momentos y vivencias que no están en la ficción y que uno vuelve a ver en sus imágenes como si fueran el alma de la película”. Antes de que apareciera el recurso del video, actores y directores debían esperar las copias del negativo y, por esa razón, se lanzaban a ver antes las fotos de la Rata y a marcar sus favoritas con un lápiz rojo. Aquello que se revela en una suerte de vivencia profunda, la que ninguno ha visto entre el ajetreo y las tensiones de la puesta en escena. Una película, dice Truffaut, es como un tren, y después de que se empieza a rodar, no se pude parar, pero las fotos de Eduardo logran eternizar los instantes de esa fuga.

En La mansión de Araucaíma, el filme de Carlos Mayolo, la Rata se atrevió a grabar al actor José Lewgoy mientras pasteleaba en una enorme cartulina las líneas del guión. Esa vieja gloria del cine brasileño, que había actuado para John Ford y John Houston, no resistió la intromisión, estalló en furia y le retiró la palabra. Si algo le inquieta a Carvajal es el vedetismo de los actores. Varias veces le han pedido que intervenga cuando una estrella se siente opacada y se niega a subir en el bus con los obreros del filme, o cuando alguno pide más dinero del que un realizador independiente puede darle. “El cine une a la gente”, dice la Rata, “pero a veces no”. Y es cuando él ejerce su magisterio.

Sus ardides lo convierten en el “poder oculto de la película”, comenta el cineasta Erwin Goggel, tal vez porque solo él es capaz de convencer a unos niños de la calle a seguir las pautas bajo la adicción al pegante, algo tan difícil “como poner a actuar pájaros”, según Gaviria; o distraer a una empleada del metro, con maniobras de seductor, para que en otro vagón se logre filmar la escena no autorizada del abaleo.

Aunque Eduardo se siente la persona más libre del equipo y no tiene el mismo horario que los profesionales del filme, a menudo es el primero en llegar a la locación. Ya entrado en ambientes, ha encontrado lugares y objetos antes que los directores de arte: un acueducto tipo romano en una hacienda azucarera, una fonda caminera en la carretera al mar, o un resto de avioneta que le dará un toque “daliniano” a la escena.

La Virgen de los sicarios, 1999.

III

Carvajal nació en el barrio San Fernando, en Cali, y se precia de haber desertado de un colegio tradicional en busca de otros credos más plácidos. “Soy de la calle”, dice, “la fotografía no se estudia, eso es innato”. Su primer contacto con una cámara fue a los diez años, con la Kodak 120, de formato 6 por 6, que su papá le prestaba después de mucho rogarle. Con ella capturaba a sus amigos y hermanos. Luego, a los quince, cuando vio el filme Blow Up, en el Teatro Aristi, le entró para siempre el arrebato de ser fotógrafo. No quiero estudiar más, declaró a su familia. Alarmado, el padre, por el pálpito de tener un hippie en casa, lo envió donde su amigo Teófilo Tamura, para que trabajara en algo. Y fue mensajero en ese almacén de repuestos. Tamura hacía parte de la horda nipona que llegó al Valle del Cauca atraída por la exuberancia de los paisajes que describe Jorge Isaacs en su novela María, para esos días recién traducida al japonés.

Sin haber terminado estudios, Eduardo luego entró a trabajar con Jorge Jurado en el departamento de Biología de la Universidad del Valle, al que la Fundación Rockefeller había donado microscopios y cámaras con lentes de aproximación asombrosos para enfocar la vida a escala diminuta. Y aunque los experimentos le fascinaron, a la salida de allí, en la calle, veía especímenes en disturbios, con pancartas, a otra escala, tan enérgicos como los microbios bajo un reactivo, y dignos de una instantánea.

Con los ahorros de esos primeros empleos, la Rata pudo comprar su primera cámara, una Praktica, a Gertian Bartelsman. “Era una cámara de la RDA, que venía con un lente ruso y era tan pesada como el socialismo”. Con ella dejó de ser retratista familiar para volverse un reportero de la fauna citadina.

Cuando el padre supo que la decisión de su hijo no tenía vuelta atrás lo llevó de visita donde los viejos fotógrafos de Cali, como Armando Acevedo, primo de los que habían hecho los primeros noticiarios de cine en Colombia.

“Uno como joven no hacía sino chuparle la sangre a esos viejos”, dice, “me pareció interesante ver a ese señor echándole ripio de lápiz o de papel carbón alrededor de los ojos a la modelo, como al estilo Nosferatu, así suavecito con los dedos y luego cambiando el ángulo de la cámara. Pero, huevón, yo ya conocía el mundo del maquillaje en el teatro y me parecía hasta inaudito que ya en esa época una modelo se dejara echar papel carbón en la cara”. Y no bien termina su evocación, la Rata desgrana su risotada zumbona.

El otro fotógrafo que le atrajo fue Jorge Tello, que regentaba un estudio y una anticuaria en el mismo local. Operaba cámaras panorámicas que rotaban para lograr copias únicas del negativo sobre el papel y tomar grupos amplios de gente y paisajes de 180 grados de la ciudad.

“En esa época fui muy amante de la arqueología urbana. Recuerdo que mi papá y yo caminábamos por el centro y cuando fuimos donde Tello, me impresionó una foto cuyo original todavía conservo. Es del cráter que dejó la explosión con dinamita el 7 de agosto de 1956. La teoría de este hecho es que había una conspiración contra la dictadura de Rojas Pinilla y que el ejército estaba dividido; de modo que el general ordenó a los militares contradictores que se acantonaran en la estación del ferrocarril, en la 25 entre primera y segunda. Los soldados durmieron allí, y la dinamita que vino de Buenaventura, más de veinte camiones, acabó con todos los oponentes. Nunca se supo la cantidad exacta de muertos que hubo porque esa parte de Cali la componía una población flotante, de residencias de campesinos y gente que venía a mercar por esos días, mucho prostíbulo y mucha cantina. Solo quedó una pequeña cruz como recordatorio y esta foto del cráter de mi maestro Tello”.

Al caminar por el Puente Ortiz, el joven Carvajal veía a los fotógrafos callejeros que capturaban a los transeúntes, les entregaban papelitos para que otro día fueran a mirar los contactos de los negativos a una oficina. Si a alguien le gustaba la foto, pedía una versión ampliada y la compraba. La escena llamó su atención porque las cámaras que usaban esos retratistas casuales eran marca Leika, con sistema de cortinilla, silenciosas y versátiles. Las había hecho famosas el padre del reporterismo gráfico moderno, Henri Cartier-Bresson, y era la cámara que Carvajal soñaba tener y que solo obtendría años más tarde, en una prendería, y la que usaría siempre, con un lente 135, desde 1973.

IV

En una casona de dos pisos, del barrio La Merced, en el centro de Cali, Hernando Guerrero fundó en 1970 Ciudad Solar, una suerte de comuna artística, con ecos de Mayo del 68, del nadaísmo, el hipismo y tendencias políticas que iban desde la izquierda obrera hasta el anarquismo utopista, todas unidas por la rebeldía y las ganas de hacer arte o tan solo de ampliar las puertas de la percepción con cualquier estimulante, incluido el rock and ron. Pasar por allí era un ritual para los pibes que venían del Cono Sur y para los gringos rubicundos que bajaban del norte; tenía una galería de arte, curada por Miguel González, una tienda de artesanías, dormitorios para artistas en la planta superior, y un cineclub de medianoche, en el patio central, donde Andrés Caicedo proyectaba desde wésterns hasta cintas francesas de culto. La Rata fue allí, en 1971, para fundar un laboratorio de fotografía, junto con Gertian Bartelsman y Diego Vélez. Vivían la fiebre de los momentos iniciales de ser fotógrafo y, aunque ya había trabajado con eso en Univalle, fue allí donde aprendió a hacer los químicos y a revelar. Copiaban, hacían ensayos en el cuarto oscuro e intentaban hacer trabajos comerciales pero fracasaron. Fue entonces cuando conoció a amigos carnales Carlos Mayolo, Luis Ospina y Ricardo Arbeláez.

Por esos días del 71, Caicedo y Mayolo, preparaban el rodaje de su película Angelita y Miguel Ángel, e invitaron a la Rata: “Empecé ayudándole a Andrés con el casting. Él quería a una niña que le gustaba mucho y que iba bastante al cineclub. Era en verdad linda. Finalmente no funcionó, pero él mismo buscó su actriz, Pilar Villamizar, y comenzamos a rodar. Yo al principio fui a cargar algún trípode, como todero, con la curiosidad de ver cómo era eso. Desde el primer día de rodaje me pareció increíble. No tenía sentido que si yo estaba aprendiendo fotografía y estaba al lado de dos amigos haciendo una película, no hiciera nada para documentar ese trabajo. Al segundo día llegué con mi cámara y empecé a tomar fotos sin parar”.

En las fotos aparece Caicedo, motilado para encarnar el rol de policía. Venía de hacer teatro con Enrique Buenaventura y se le notaba algo desmesurado en su rol de director en ciernes. Aprovechaban que tenían de productor a un judío dadivoso, gerente de Laboratorios Squibb, Simón Alexandrovich, cinéfilo, que llevaba a almorzar a todo el equipo en un Dodge Dart a Los Turcos, el legendario café de los intelectuales vallunos. Como se sabe, la película quedó inconclusa, por discrepancias entre los realizadores, pero gracias a ella, la Rata debutó en su oficio y capturó para la memoria la primera aventura en celuloide de aquel Caliwood.

Andrés Caicedo en el Cine club de Cali, 1974.

V

Ciudad Solar, agitada por las disputas dogmáticas de la izquierda más radical hizo que el curador de arte, los fotógrafos y cineastas pusieran pies en polvorosa antes de que la purga estalinista los salpicara. “El marxismo de ese momento”, apunta Carvajal, siempre con sorna, “era un tósigo peor que la quimioterapia”. Hasta Carlos Mayolo, quien había militado en la Juventud Comunista y filmado documentales iconoclastas, se sumó al éxodo. La Rata, por supuesto, siguió el instinto de su especie de abandonar el barco a tiempo, junto con Ospina. Ambos le vendieron el alma al diablo capitalista de Hernán Nicholls, el dueño de Nicholls Publicidad. Fue en esa agencia donde descubrieron que hacer cuñas era no solo un empleo lucrativo sino que les permitiría acceder a equipos y película virgen inalcanzables. Mayolo tuvo la cautela de pedir más latas de celuloide que las necesarias para rodar, verbigracia, un comercial de Colgate, y hacer obra con los sobrantes. De ese modo rodaron parte de sus piezas como Oiga, vea (1971), Cali de película (1973), y Agarrando pueblo (1977), obras revulsivas, críticas y siempre jocosas contra el establecimiento. En estas, Eduardo Carvajal se involucró más allá del registro en la foto fija, como actor y camarógrafo. Aparece rebelado y revelado, de camiseta clara, greña larga, a la usanza setentera, con los ademanes diligentes, del veinteañero más que inquieto, que vibra con el trajín, ante y detrás de la escena.

También en la agencia Nicholls conocería a Fernell Franco, quien, como reportero gráfico del diario Occidente durante la época de la violencia bipartidista, debió cubrir las masacres del norte del Valle y tomar las fotos sin mirar los cadáveres. Le enseñó muchos trucos, era el fotógrafo de los suburbios, de las galladas de esquina, de los cafés y de los prostíbulos. Con él, Oscar Muñoz y Humberto Valverde, la Rata hizo safaris fotográficos; también con Néstor Almendros y Barbet Shroeder, por el sur del país, cuando este último tenía la obsesión de hacer una película sobre Colombia, pero solo tenía dos cosas: el título, Machete, y una imagen de los disturbios del 9 de abril. De niño, Barbet vio desde un balcón a un hombre que arrastraba una nevera robada, poco antes de que llegara otro y lo decapitara. La película no se hizo, pero dos décadas más tarde filmarían otra, basada en una historia de Fernando Vallejo, La virgen de los sicarios (2000). En esta, Eduardo actuó de taxista y se asoció como productor. Algunas escenas, por su crudeza, debieron rodarse de forma clandestina.

VI

Hemos visto las fotos de Andrés Caicedo, tomadas por la Rata Carvajal, tantas veces y en tantas partes que hasta pensamos si el halo póstumo de este mito juvenil de las letras hubiera sido igual sin esas imágenes. Además pareciera que el fotógrafo hubiera seguido las pisadas esquizoides del personaje durante años, pero no fue así. Además de las que le tomó en el rodaje de aquella cinta inconclusa, Angelita y Miguel Ángel, Carvajal solo hizo unas cuantas más del escritor con un sombrero de mago y, las más célebres, 36 disparos a la entrada del teatro San Fernando, donde funcionaba el Cine Club de Cali, los sábados, a las doce y treinta del día.

Eduardo cuenta que las fotos se las pidió el propio Andrés. Estaban en la oficina de Nicholls donde ambos trabajaban, un viernes, al final de la tarde, cuando él tenía el aire de los malos presagios, “ya varias veces le habíamos oído el cuento del suicidio. Me pidió que llegara dos horas antes de la proyección. La frase era perentoria: necesito esas fotos. Por eso le hice caso y madrugué al día siguiente, con la Nikon de la empresa”.

Esa mañana la Rata entendió que el otro había pensado sus imágenes, sin gente al fondo, ni público novelero. Quedaría solo con la entrada del templo del cine detrás de él. Andrés empezó a hacer esas poses irreverentes, llevándose la mano al bulto o enarbolando una cerveza Póker como si fuera la llama de la libertad. Obturó para la posteridad, sin saber que varias de ellas se estamparían en camisetas, carteles y hasta en billeteras como parte de la imaginería popular de ese James Dean de Caliwood.

Pero Carvajal no solo ayudó a la beatificación de Caicedo sino que en vida fue su cofrade en las labores del Cine Club. Le ayudaba a imprimir los esténciles del boletín donde se reseñaba la película; en su moto reclamaba las latas de las películas en la terminal o las movía entre un teatro y otro, cuando había que esperar a que terminaran de proyectar un rollo en una sala y arrancar a toda para el otro cine donde lo esperaban, en una carrera contra el tiempo, escena que Andrés retrató en el personaje en bicicleta de su película. Por esos roles, la Rata nunca obtuvo un crédito, tampoco por atender la taquilla y tolerar los dilemas de varios espectadores que preguntaban, antes de comprar la boleta: Ve, ¿la película es a color o en blanco y negro? Si era la segunda opción seguramente no entrarían, como los elegidos, en penumbra, al reino de los sueños.

El Andrés que conoció Eduardo casi nunca se quedaba conversando largo rato con alguien, “no sé si porque era tartamudo, pero siempre estaba yéndose, no parchaba, y cuando uno quería que le contara algo, se defendía con su frase de batalla: Yo más bien te, te escribo”.

VII

En Agarrando Pueblo, de 1977, Eduardo hizo su primer papel secundario. Aparece en el rol del camarógrafo que roba imágenes de muchachos de la calle para venderlas en el exterior, un vampiro de la miseria a todo color. Por las verdades que muestra este falso documental se volvería un filme de culto y daría origen al término pornomiseria.

Después de esos devaneos iniciales, en varios cortos del grupo, en 1982 la Rata hizo fotos en Pura Sangre, de Luis Ospina, inspirada en la leyenda urbana de Adolfo Arbeláez, un magnate caleño aquejado de una extraña enfermedad que le obliga a hacerse constantes transfusiones de sangre. Se la provee un macabro grupo que secuestra víctimas en los mangones de Cali. Esa fue la primera cinta con presupuesto estatal, donde pudo ver más de sesenta técnicos trabajando detrás de escena, con una parafernalia de equipos: espejos, lámparas de neón, filtros y tramoyas que supo usar como ambiente gótico. A menudo vemos en sus fotos escenas que nadie vio en la película porque él las crea, con los actores, en el tedio de la espera, mientras se ponen luces, se maquilla o se ensayan detalles.

Los filmes colombianos de los ochenta, como Carne de tu carne (1982), aún tenían dificultades técnicas para registrar el sonido, de modo que el cliqueo de la Rata no se alcanzaba a oír; podía merodear con su Leika muy cerca de la gente y del equipo, aunque sufría por la cicatería de los productores que le daban tres rollos para doce o catorce horas de rodaje. Y como le pedían que tomara fotos a color, él usaba otra cámara solo para cumplir con ese compromiso, al tiempo que hacía las suyas en blanco y negro.

La marca de la Rata tiene que ver con el uso de un lente 135, pues el de 50 milímetros o lente normal nunca le gustó porque hacía ver a todo el mundo como un sapo. Jamás disparó un flash. Lo suyo es ver a los humanos en claroscuro, incluso más oscuros que claros. Por eso tiene a mano, en su panteón, a Manuel Álvarez Bravo, Leo Matiz o Sebastião Salgado.

Agarrando pueblo, 1978.

Era asombroso que hubiera tomado quinientas fotos en La vendedora de rosas (1998), la cinta que más fotografió, pero cuando usó por primera vez una cámara digital, en el 2009, lo sorprendieron al decirle que había tomado dos mil fotogramas de La sangre y la lluvia: “Yo no puedo ver todo eso, le dije a Sebastián Hernández, el director de fotografía”. De hecho, Carvajal se habituó a hacer fotos sin revisar el resultado en las pantallas de ahora, para seguir con el evangelio de Luis Ospina que reza: “En el cine, fe es creer en lo que no se ha revelado”.

“Hacer películas fue una experiencia en la que no sabíamos dónde empezaba la rumba y dónde terminaba el rodaje. Éramos como una familia. Nos divertíamos, paseábamos, jugábamos; hacíamos cine tomando trago y metiendo droga, pero lográbamos hacer lo que queríamos, pese a que nos tocó todo de un modo muy primitivo. De vez en cuando nos enredábamos por ahí con una chica. ¿Cuántas por rodaje? Dos o tres, pero eso no era mal visto”. Uno de esos escarceos, detrás de escena, con Claribel Arango, la productora de Azúcar, terminó en boda…, y juntos también produjeron una hija.

El 31 de diciembre de 1990 Carvajal decidió hacer un registro de todas las fiestas de esos amigos, “el detrás de cámaras”, dice, “de nuestra actividad social o antisocial, una historia de la década y de la decadencia”. En más de treinta horas de grabación se puede ver en intimidad a los protagonistas de la cinefilia. Luis Ospina escogió algunas escenas para su testamento fílmico y el de Caliwood, al que llamó Todo empezó por el fin. Al fondo se escucha un estribillo punketo que dice: “Nosotros de rumba y el mundo se derrumba”.

VIII

Hay fotos que faltan, las que un fotógrafo nunca pudo tomar, a sus 72 años, y que conforman un álbum indeleble en su memoria. La Rata recuerda que una vez estuvo al frente de Erich Rohmer, creador de la “Nueva Ola francesa”, quien a sus ochenta seguía vivo y filmando. Rohmer y Barbet Schroeder vivían en el mismo edificio en París. Lo estaba enfocando cuando escuchó la voz de Barbet, su amigo, que le gritaba: ¡Rata, no! ¿Pero por qué no le puedo tomar una foto al maestro? ¡Porque no, Rata, no se puede!, recalcó con determinación. Y nunca supo el porqué.

La otra imagen fue en un Festival de Cine Cartagena. Eduardo y Sandro Romero Rey bajaban en el ascensor, después de una noche de juerga. Iban a desayunar para meterse a un estreno de matiné. “No se sabía quién estaba peor, si Sandro o yo”. En ese momento se subió al ascensor Mario Moreno, Cantinflas, con dos guardaespaldas. Iba muy serio don Mario, ya jubilado, pero a ellos el susto de verlo les aplacó la prenda. En el primer piso del Hotel Caribe, cuando la puerta se abrió, una pandilla de colegialas en el paseo del fin de curso se abalanzaron gritando sobre Cantinflas; todas querían una foto con el genio de la comedia mexicana. Entonces la Rata no se resistió y, con las cámaras de las chicas, empezó a hacerles fotos. Les indicaba a don Mario y a ellas posiciones y fondos para lograr ángulos favorables. Cantinflas no moduló, estaba pasmado de ver las ínfulas del roedor, que ahora se precia de haberlo dirigido. ¿Pero las fotos dónde están? Ellas se las llevaron en sus cámaras.

A menudo, cuando hace sus travesías metafísicas, la Rata nunca guarda lentes en sus maletas. Hizo un viaje en motocicleta, inspirado en una película que ama, Easy Rider, en la que Peter Fonda y Jack Nicholson son un par de traquetos que viajan largas jornadas en sus Harley. “La mía fue una aventura de verdad. No sabía dónde iba a parar o a comer. Si un pueblo me gustaba, me quedaba. Anduve 35  000 kilómetros, desde Cali hasta Ushuaia, la ciudad más austral del mundo. Desde allí subí al norte, hasta Venezuela, pasé al Orinoco y llegué hasta la costa, a la Isla Margarita. Luego regresé al país por Cúcuta. Las imágenes en ese caso son las que quedan en la cabeza, no hay foto capaz de registrarlo porque no puede reproducir emociones”.

Fue parecido cuando iba para Francia, en el avión, con el Zarco y Lady, actores de La vendedora de rosas, y no se aguantó las ganas de despertarlos, eran como sus hijos, para que vieran un milagro que tampoco se podía captar. Por la ventanilla de un lado la Tierra se veía de noche, pero en la otra ya amanecía.

En el 2021, estaba tan cansado de la reclusión en la clínica que viajó, sin cámaras, a Nueva York, alquiló una habitación barata en el hotel de Tesla, cerca del Madison Square Garden; rentó un carrito de baterías para enfermos, de tres ruedas, y se puso a andar por los lugares recordados: “Me gusta ir a ver la decadencia. En Manhattan la vaina es tenaz, a media cuadra del hotel hay un lugar para heroinómanos. Todos están tirados en la calle, viviendo entre la basura con esas agujas. Paso por ahí y me doy cuenta de que para ellos la escena no es lamentable, no lo ven así, es su estilo de vida. Les dan sándwiches, toallas, jeringas. Llega gente a convencerlos de que pasen la noche de invierno en un albergue, pero ellos prefieren quedarse en la calle y congelarse, poner un tarro de basura, prenderlo y oler plástico toda la noche, tomando trago. Veo a los negros en sus bancas, con sus bolsas de mariguana recreativa. Como ya está permitida, todo Nueva York huele a cannabis. Anduve por todas partes en ese triciclo eléctrico y cuando a uno lo ven en él le abren las puertas, o le ofrecen la mejor mesa en el restaurante. Volvía al cuarto, cansado de ver tanta gente y tanta cosa, entonces ponía a cargar el carrito toda la noche para volver a salir al otro día”.

IX

Suena la alarma para los medicamentos, un antialérgico y un anticoagulante. Eduardo la apaga, mientras dice: “Mejor espero el timbre de las siete para tomármelos”. Aunque el médico le ha dicho que, de acuerdo con las pruebas, ya no hay rastro de cáncer en su cuerpo, también le han insistido en mantener a raya las tentaciones. Saben que es un sibarita de aquellos que escogen la marca de pimienta, y que en su bar no faltan rarezas deleitosas, como una ginebra de aromas silvestres, elaborada por los indígenas del resguardo de Miraflores, en los farallones de Cali, o un viche macerado en hojas de coca que le envía una amiga del litoral pacífico. Sirve de esos tragos a los tantos amigos que lo visitan para hablar de los rodajes de antes, cuando en Colombia se hacían a duras penas tres películas al año. También llegan estudiantes que escriben tesis de grado o buscan datos sobre temas de ciudad. “Hace pocos años”, dice, “me le ofrecí a Carlos Moreno para buscar locaciones en Cali para la versión fílmica de Que viva la música. Fue decepcionante ver cómo había cambiado esa ciudad de los setenta. Ya no era Cali. Estaba llena de rejas. El narcotráfico la había partido en dos. Esos retales de mármol que le habían sobrado al patrón estaban puestos en las fachadas”.

Carvajal vive solo, pero todas las mañanas se reúne en su cabaña con Camila  Trejos para mirar y ordenar el archivo. Se trata de una labor minuciosa en la que tardan semanas averiguando sobre una persona que aparece en una imagen de cuyo nombre Eduardo no se acuerda. Ella, que también hace foto fija, se asombra de ver las señales del tiempo en los rostros que la Rata ha preservado. A él lo asalta el temor de que su obra no se preserve, después de que vio en una oficina de Focine una caja de cartón con tiras revueltas de negativos a merced de los hongos y la humedad.

Después de asistir al set de Lavaperros (2019), la última película donde actuó y tomó fotos, se dio cuenta de que los modos de rodar hoy le resultan tan rígidos y aburridos que no piensa volver a sus andanzas, pese a que le cuentan que la fotografía con película, las cámaras mecánicas y el revelado manual están volviendo como regresó la música en vinilos y los tornamesas. Prefiere sembrar semillas, regalar plántulas de sus almácigos, salir a contemplar guacharacas, tal vez salvar este parche de bosque donde, hace algunos años, los sobrevivientes de Caliwood vinieron a poner las cenizas de Mayolo en las raíces de un yarumo.

“La selva me está invadiendo”, dice, “tengo la ilusión de que el planeta se va a recuperar cuando se acaben los humanos. Quisiera verlo entonces”.

“Eduardo es indescifrable”, dice Camila, mientras repasa en la pantalla las fotos del maestro.

Víctor Gaviria, El Zarco, y Lady Tabares. Cannes, 1998.
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