Parábola del buen banquero revolucionario
Digamos que aquí, en esta fotografía tomada en algún caserón de Sonsón, Antioquia, están reunidas las estrellas oficiales de la Independencia: Bolívar, Sucre, Santander, todas aquellas feroces celebridades… Páez, Urdaneta. Venezolanos casi todos. Por supuesto no Caldas ni Nariño ni ninguno de los ejecutados o desterrados durante la Reconquista española. También soldados rasos y mandos medios bien condecorados, e incluso, en la fila de atrás y a la izquierda, lanceros descalzos de los llanos del Orinoco y el Arauca, fieros en las batallas de 1819.
Un olimpo, pues, de hombres, casi todos blancos y un puñado de mestizos. Ni una sola mujer, aunque las haya habido por montones detrás de cada ejército. Ni un solo negro, que los hubo muchos y a punta de promesas. Ni indígenas, que también. De pronto sí algún legionario inglés de sombrerito explorador —cuarto en la fila del frente— de los que vinieron en manada a sumar sus bayonetas a la causa.
Todos ellos, “subversivos” y “rebeldes”… como textualmente nombraban en sus reportes los capitanes de las tropas realistas a todos los que tuvieron la osadía de cuestionar el poder absoluto de la Corona, “bandidos” capaces de emprender una revolución armada que terminó con la expulsión de los españoles del Virreinato de Nueva Granada, donde habían sido amos y señores desde la Conquista.
Pero estos que vemos aquí, como bien sabrán a estas alturas, no eran nada de eso, o seguramente casi nada. Porque para 1910, cuando se tomó esta foto —a cien años del “Grito de Independencia” — ya estas tierras se llamaban República de Colombia, y de Bolívar y Santander y todos los viejos héroes no quedaba sino un reguero de recuerdos y papeles que los nuevos gobernantes del país luchaban por narrar a su manera.
Llevábamos veinticuatro de los 44 años que duraría la Hegemonía Conservadora en el monopolio del gobierno. Las cenizas de la Guerra de los Mil Días, ganada precisamente por los godos menos de ocho años antes, todavía estaban tibias. Y por eso, quién quita, algunas de estas casacas militares de pronto hayan sido reencauches de batallas de verdad, entremezcladas con imitaciones de ocasión.
Fue, en cualquier caso, una celebración Conservadora, con mayúscula. Una conmemoración a la medida de su ideario, ajustada a su relato y al tipo singular de patriota que necesitaban cultivar: católico, obediente, “gente buena” que no se hiciera censurar con sus impertinencias como tantos “ateos”, “masones” y “liberales” de esos días. Por eso tal vez la mejor síntesis del espíritu de aquel aniversario la da el célebre librito “de Henao y Arrubla” que ellos mismos nombraron ganador del Concurso de Historia de Colombia organizado como parte de los festejos. Para honrar la memoria de aquellos “revolucionarios” e “insurrectos” que hacía solo cien años habían luchado contra “el despotismo de un gobierno arbitrario”, el buen librito oficial y de parroquia fue capaz de decir así, con entonado acento centenario:
“A semejanza de nuestros mayores, seremos como leones para vencer o morir cuando la Patria nos pida en su defensa la vida y todo. Es buen ciudadano el que conoce, ama y cumple sus deberes; honra la santidad de la Religión y del hogar” y —cómo no— “respeta y obedece a la legítima autoridad”.
Y entonces sonaba el himno de la República recién estrenado, y estallaba la pólvora, y todos tan contentos y patriotas, salían de misa y después de un buen rosario a descansar de tan duras y obedientes batallas por la querida Patria que, según decían y siguen diciendo, había dejado de ser “Boba” hacía rato.