Día 1
Un ladrón sin botín
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Por MAURICIO LÓPEZ RUEDA
El jefe de prensa del Tour de Francia se llama Fabricio y ha entendido, con el paso de los años, que para mantener el orden entre los periodistas que año a año llegan a la Grande Boucle debe comportarse como funcionario de embajada. Por eso pone cara de perro cada vez que arranca una nueva temporada de la carrera y la sala de prensa comienza a llenarse de rostros nuevos o conocidos, todos con esa arrogancia de quien se cree parte de un club exclusivo. Y entonces surge la figura de Fabricio desde alguna puerta de la sala, con las manos en los bolsillos, observando en silencio. Uno que otro se le acerca, los más veteranos confiados en su pasado o en el poder de sus medios, pero el hombre, rubio, de un metro con ochenta centímetros y con gafas de lectura, no cambia su semblante de inspector de sanidad pública.
Sabe español, inglés, italiano y parlotea algunas palabras en alemán, pero mientras revisa las acreditaciones y las funciones de cada periodista, camarógrafo o reportero de radio, no se mueve de su impenetrable francés parisino, ese que es todo Alain Delon o Charles Aznavour.
—Qu’est-ce que tu viens faire sur le Tour.
—Je viens travailler. Je dois prendre des photos, enregistrer des vidéos et interviewer les cyclistes.
—Vous devez payer neuf mille euros ou rentrer chez vous.
El inamovible jefe de prensa ni parpadea cuando arruina las ilusiones de los entusiasmados periodistas, y luego vuelve a su cuarto secreto, donde sólo puede ingresar el director de la carrera o, si acaso, Emmanuel Macron o los “robots” de Daft Punk, su banda favorita.
El Tour es algo inmenso, una fortaleza, y está tan aliñado de arrogancia, de soberbia que, a sus organizadores, los sabios señores de ASO, les da lo mismo si los de Marca o La Gazzetta dello Sport se enfadan y no regresan. Les da igual si un equipo se revela y decide no tomar la partida, o si Eddy Merckx o Bernard Hinault resuelven no ir a saludar a los campeones en los Campos Elíseos.
Es un evento privado, quien quiera estar debe pagar, y pagar mucho. La mayor parte de los medios pagan nueve mil euros por una plaza en las zonas mixtas, y treinta mil más por una moto para hacer fotos. El internet cuesta 35 euros al día y quien quiera más acceso debe estirarse hasta los cincuenta o cien euros.
Quienes no pagan, como es mi caso, recibimos la acreditación y entramos en un concurso tipo reality llamado “atrápame si puedes”. Fabricio te dice, siempre con su cara de perro, y ahí sí en español, para que quede claro:
—Mira, no puedes grabar ni con cámara ni con celular. No puedes acercarte a los ciclistas, jamás, pero jamás. Si quieres, puedes hacer fotos, pero lejos de las zonas mixtas y los podios. Aléjate, que no te vea.
—Pero Fabricio, viajé más de nueve mil kilómetros para estar aquí, y mi labor es registrar el evento.
—Acá te damos todo, pero paga los nueve mil euros. Un euro por cada kilómetro que viajaste.
Es una cuestión de tomarlo o dejarlo, y nadie, que yo sepa, le ha dicho que no al Tour, estando ya en Francia, al menos.
Y es que, a pesar de la mala cara de los franceses, que se creen todos nacidos de un caldo milenario de vino, perfume y leche, el Tour es algo así como entrar en el Olimpo. Sí, no tienes derecho a estar con los ciclistas, pero te dejan estar en todo lo demás, en el Village, en la caravana publicitaria y en la sala de prensa. Y las salas de prensa del Tour, “¡Oh lalá!, ils sont exquis”.
Te dan regalos y te ponen un bufet con crepes, carne recién asada, pinchos de fruta, conos de pollo, ensaladas y todo lo que puedas comerte y beberte, como en una fiesta dionisiaca. En el Village es igual, regalos por todas partes, modelos tan lindas que son extravagantes y personajes de la música, el cine, la televisión y la moda. Comes, comes y comes cuanto puedas, y bebes vino, o cerveza, o sangrías, lo que quieras.
En dos horas, si te vale madre, puedes acabar borracho y cubrir el Tour a media caña, repito, si te vale madre.
Pero para mí, y sé que para muchos de los que vienen al Tour, lo maravilloso está en la carretera. Ver a los ciclistas, ver sus bicicletas, ver los buses y los camiones donde se cambian y hacen rodillo. Poderlos saludar y entrevistar. Con la acreditación te puedes acercar hasta dos metros de distancia, pero no puedes sacar ni el celular ni la cámara ni nada, a menos que estés solo y no esté la “policía” de la organización.
Es el “atrápame si puedes”, el reality de supervivencia de Fabricio y compañía. Vas todos los días al Village, para despistar a la tropa del jefe de prensa, y luego corres a la zona de buses, porque a la zona mixta, ni de reojo, porque allá te cogen la acreditación y te la arrancan del cuello. Ya se ha visto. En la zona de buses debes ser más ágil, sigiloso e intrépido que un suricato. Te escondes tras los aficionados, te guardas la acreditación y sacas subrepticiamente el micrófono. Entonces, a quienes te reconocen, les gritas: “Rigo, Rigo, una sola pregunta, una nada más, para Colombia”. Y Rigo va, o Higuita, o Henao, hasta Nairo. Todos van cuando escuchan el acento, y te dan el trabajo. Respiras, te persignas, y guardas todo otra vez como el ladrón cosquillero del Parque de Berrío.
Vas a la sala de prensa, a comer y a escribir, siempre en ese orden, y luego al hotel, feliz de haber estado un día más en el Tour de Francia, en la gran carrera del ciclismo de todos los tiempos, donde, si no pagas, te hacen sentir en el culo del mundo, al pie del carro escoba, siempre al borde de la descalificación. “No puedes estar, vete para allá, parquea el coche en el fondo, siéntate por allá”. Es un eterno y cruel juego de eliminación.
Aun así, nadie, que yo sepa, le ha dicho que no al Tour de Francia.
Hace algunos años, el empresario Oleg Tinkov, expropietario del extinto equipo Tinkoff, en el que corrió Alberto Contador, se peleó con los directivos de la carrera. Se rebeló y les dijo: “Esto es un negocio descarado. Se ganan miles de millones de euros anualmente, y para los equipos hay muy poco. Los premios son absurdos. Yo pongo los payasos, pero ustedes cobran las entradas al circo. Necesito que compartan el porcentaje”.
El Tour le dijo que no, y él prefirió marcharse y acabar el equipo. Nadie lo extraña.
Y es que, si Fabricio es complicado, los directivos son como estrellas de fútbol americano, intocables. Christian Prudhomme no le habla ni a su propia madre cuando tiene su traje del Corte Inglés puesto, y el presidente de la UCI, David Lapparttient, ni siquiera se aparece por la carrera. Es un personaje bastante peculiar, un vago profesional. Es alcalde de una pequeña población bretona, además de su cargo en la UCI, pero cuando es solicitado por los ciclistas, dice que después, que debe atender cosas en su pueblo, y cuando lo necesitan en su pueblo, ruega que lo esperen, que debe ir a tal competencia. Finalmente, no cumple en ninguno de los dos cargos, pero tampoco da los suficientes motivos para ser removido. Ya quisieran aprender esa magia algunos en Colombia.
Comiendo y bebiendo, todos los días, y trabajando como el ladrón Lupin, en las sombras, he ido cumpliendo este Tour de Francia. Hasta ahora, soy como un fantasma en la caravana. Algunos le han ido con chismes a Fabricio y le han dicho que anda por ahí un periodista colombiano, de mentón pronunciado y una camiseta que dice “Medellín”, al que han visto entrevistando a los ciclistas y demás, pero nadie ha podido probar nada.
A veces, mientras como en la sala de prensa, Fabricio pasa y se queda mirándome, y entonces cuchichea con sus muchachos, y yo me hago el pendejo, y hasta los saludo, y sigo en lo mío. No sé cuánto me dure la farsa, espero que hasta París.
Así y todo, he visto el maravilloso comienzo de la carrera en esas rocosas tierras de la Bretaña. Con ese mar picado que baña sus puertos y sus íngrimas playas descoloridas. Estuve en la presentación, en Brest, y pude estrechar las manos de los seis colombianos en competencia: Nairo, Rigo, Supermán López, Checho Henao, Higuita y Chavito. Con el bogotano, sin embargo, tuve mi primer desencuentro, por imbécil yo y por creído él.
—Chavito, una sola pregunta, para Colombia.
—Listo, pero no soy Chavito, no tengo cinco años.
—Está bien. Esteban, ¿cómo se siente volver a ser competitivo después de haber estado lesionado?
—¿Lesionado? ¿Cuándo estuve lesionado?
—Hace como un año, eso salió en la prensa. Pero bueno, digamos que enfermo, porque también estuviste enfermo largo tiempo.
—Bueno, ¿lesionado o enfermo? ¿Cuál de las dos?
—Ok, lo que sea, pero acá estás, fuerte, dando pelea.
—Yo no peleo con nadie, yo corro en bicicleta.
—Chaves, tú eras mi ciclista favorito, respóndeme tranquilo.
—Ah, era tu ciclista favorito, ya no, ok.
Al final sí me respondió, pero me hizo sentir como una hemorroide en plena Francia, y de milagro que no son los tiempos de Victor Hugo, porque me habría mandado, sin duda, a Los miserables.
Fueron cuatro etapas en Bretaña y ahora avanzamos hacia los Alpes y hacia el Macizo Central. Los días se van consumiendo tan rápido que no hay tiempo para sentir nostalgia. Ya no extraño Colombia y tampoco pienso mucho en mi madre. Solo mi hija aparece en mis recuerdos cada instante. El Tour es abrumador, te roba todos los pensamientos.
Luego les contaré de Pogacar, ese monstruo de casi veintitrés años de edad que parece no tener rival, y también de los colombianos, quienes a su ritmo van sobreviviendo cada fracción, esperanzados en la proximidad de la montaña. Rigo parece ser el más fuerte de todos, pero incluso él, si quiere estar cerca del podio, tendrá que ajustarse a las reglas de Pogi, y de la carretera.
Posdata: Ya agarraron a la sonsa que tumbó a los ciclistas en la primera etapa. Le van a meter una multa de quince mil euros. Creo que se ofreció para trabajo comunitario por cinco años. Tremenda historia, y todo por saludar a los abuelos. Si la llego a ver, le diré: “Señora, pero si quiere tanto a los abuelos, visítelos”.