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Hablando con el director de la cárcel sobre el taller de escritura me dijo que le gustaban los temas tratados con los internos: las novias, las calenturas, la libertad, etc. Dijo que ojalá no propusiera nunca escribir sobre “Cómo volarse de la cárcel”.
De un tajo me cortó lo que tenía pensado días atrás, cuando pretendía que escribieran sobre los guardias, y que los muchachos sacaran todo el veneno que sentían por estos personajes. Para no calentarme con el director cancelé la actividad y pensé en los tombos. El siguiente es un breve despacho sobre las bellezas que representan el orden y la ley.


Queridos tombos

—

Selección de ANDRÉS DELGADO
Ilustración por Alejandra Pérez

Más chichipato vos

Por Nito

El Old Parr iba bajando al son de las caricias, los coqueteos, los besos y una que otra manosiada. Al frente, mis dos grandes amores: una botella del viejo Parr y una exuberante morena de cabello negro brillante que le caía hasta sus grandes caderas. El escote ni se diga. Tenía una blusa negra con una abertura tan profunda que parecía Moisés separando el mar en las viejas películas de Semana Santa que todos hemos visto.

Para mí sería otra noche perfecta: la chimbita ya estaba lista para la faena y yo preparado para domar esa potra salvaje. Ya era la una de la mañana y empezó el declive de mi plan maestro; como todo gran plan, siempre existen imprevistos que le echan la sal al tinto.

Cuando Laura me dijo que nos fuéramos a moteliar, se me iluminaron los ojos y llamé de un silbido al mesero. Le pedí la cuenta y este, matándome un ojo en señal de aprobación por la mamasita que me acompañaba me dijo: “son 170 mil pesos”.

Hasta ahí me llegó la felicidad. Recuerdo que solo había sacado exactamente ese valor: tres billeticos de 50 y uno de 20. Entonces, ¿con qué plata iba a pagar el motel? No me podía quedar en blanco esa noche, y menos con esa diosa Venus el frente con ganas de meterse al ruedo con este toro de lidia. En medio de nuestra prenda, nos montamos en el carro para ir al bar de un amigo y pedirle plata prestada para pagar el cinco letras. No habíamos pasado dos cuadras cuando al mirar por el retrovisor, vi las luces rojas y azules de una Suzuki verde.

“¡Hijueputa!”, maldije pegándole al volante y pensando: “será que no voy a poder culiar tranquilo”. El policía se acercó a mi ventanilla: “Caballero, buenas noches, ¿usted ha bebido hoy?”. Sin pensarlo le respondí: “no señor agente, estoy en sano juicio, solo voy a llevar a mi novia a la casa”.

Este tombo de 1.80, tez trigueña y voz gruesa se burló: “pues hermano, usted no puede ni hablar de la prenda, y por lo que veo nos va a tocar llamar una unidad de tránsito”. Yo solo pensaba en que no tenía un peso para darle y que este hijueputa me había dañado la culiadita.

Empezó la negociación. Le dije que estaba pelado, me dijo que tenía que llamar al tránsito. Le dije que me colaborara, que la verdad por andar sin plata iba a tener que dejar sin comerme a este mecatico. Me dijo que me acompañaba a un cajero para que le pudiera poner la cereza al pastel. Yo le dije que no manejaba tarjetas. Entonces el tombo alcanzó a ver unos billeticos envueltos en el cenicero y me dijo: “¿y esa plata que tiene ahí, qué?”. Yo agarré el rollito y las monedas, y al contarlos sumaban 9 mil pesos. Le dije que solo tenía nueve mil y con su rostro constreñido me respondió que eso no alcanzaba para nada.

Media hora nos dejó ahí parados en plena Avenida 80, con el frío, sumado a la pena de no tener ni un solo peso más, suscitó un glacial que extinguió las llamas y la calentura de la noche. Al ver que no llegaba ninguna unidad de tránsito, el tombo se acercó a mi ventanilla y con cara de muy pocos amigos me ordenó: “a ver mariquita, pase esos 9 mil para que se pueda ir, ome, chichipato”.

Prendí el carro, empuñé el dinero, se lo entregué y, antes de arrancar, con la rabia de saber que la noche había sido un fiasco le grité: “más chichipato vos, tombo marica”. Y salí fresco, y más delante de la rabia aceleré cual Dominic Toreto.


Casi se nos tira la beba

Por Nandito

Se escuchaba el escándalo del equipo de sonido de El Trigal, bar donde nos reuníamos a beber con mucha frecuencia. Recuerdo que estaba entre 19 y 20 años. Éramos una gallada grande. Entre tantos, los Torito, Segatón, los Garcés, Mauro Gil, los Guayacos, los Mejías, René, los Silvas y otros más. Dieron las doce de la noche y a esa hora apagaban la música y cerraban los negocios en mi querido pueblo Armenia Mantequilla (qué maravilla). Estábamos iniciados y nos preguntamos dónde seguir la rumba. Se nos ocurrió seguirla en el parque principal. Al instante dijo René: “yo pongo la grabadora y la música”, en ese entonces casete era lo más común. Hicieron vaca para comprar aguardiente y cerveza. Yo, como buen pegao, dije: “yo les cuento chistes y pongo las naranjas”. Ellos no tenían problema, les gustaba beber conmigo porque les alegraba la fiesta. Por esa época no mantenía un peso.

Bueno, nos pusimos en la tarea y compramos una garrafa de guaro y una caja de cerveza, en ese entonces, año 96-97, la garrafa valía 7.000 pesos y la caja de cerveza 7.500 pesos, más o menos. Nos fuimos para el parque, trajeron la grabadora, el trago y seguimos nuestra rumba cantando las canciones de Rafael Orozco y Diomedes Días. Se nos iban arrimando otros pegaos del parque, pero yo no podía dejarme quitar el puesto, mis amigos me decían que los hiciera ir. Y sí, con bromas y chistes de mal gusto, claro, no aguantaban el matoneo. Estábamos en todo el centro del parque, y en un costado también estaban los riquitos del pueblo con música a alto volumen y mucho trago, perico ventiao y hasta coca.

De pronto vimos bajar al comandante de la policía, un tal Prada, con otros dos policías. Llegaron donde los ricos del pueblo. Hablaron, recibieron trago y propina. Luego, el tal Prada y los otros dos, recuerdo que había uno de apellido Ramos, muy querido y buena papa, arrimaron donde nosotros y nos dijo Prada que apagáramos y recogiéramos. No podíamos hacer bulla, parrandiar o beber en el parque después de las doce.

Respondimos que lo hacíamos, pero cuando el otro combo, los ricos, también lo hiciera. A Prada no le gustó y dijo que a pesar del putas acabábamos la fiesta. Entonces le dijo Ramos: “mi cabo, ellos tienen razón, la fiesta la acaba todo el mundo por igual”. “No, estos se van -contestó Prada- aquí el que manda soy yo”. No había terminado de decirlo cuando nos barrió la grabadora y el trago, que lo teníamos encima de un murito del parque. Nos quebró todo. Ahí sí nos emputamos y nos fuimos contra él y el otro policía, porque Ramos se hacía el bobo. Nos agarramos a los golpes. Prada sacó su Mini Uzi carabina, nos tiraba con la cacha e hizo varios tiros al aire. Nosotros nos armamos con picos de botellas y palos de los toldos del parque. De pronto bajaron otros cinco policías y se armó la del putas: nos dimos con ellos. A Mauro Gil se lo llevaron para el calabozo y nosotros detrás. Hicimos tanto escándalo que al fin soltaron a Mauro y todos nos fuimos para la casa de Guayaco a seguir la rumba.


El carro

Caliche

Fue una tarde, un poco gris, con amenaza de lluvia en mi barrio y nosotros parchados jugando cartas en la acera de la cuadra, una esquina de Manrique Central. Entonces llegó Oscar en un carro Renault 12, con la alarma haciendo un escándalo atroz. Se bajó y me llamó: Caliche, vení apagá este escándalo. Me paré, dejé las cartas en el piso y llegué al carro. Uno de color verde, con un tiro en la parte del conductor, un huequito de ojiva. De resto, todo muy bien. Le subí el capó y desconecté los fusibles y procedí a cortar los cables de la alarma. Era la época en que Pablito compraba trabajo para hacer los carros bombas. No sé cómo carajo Oscar se metió en ese cuento.

Ya con el carro listo, me invitó a llevarlo hasta Doradal, pues pagaban muy bien y de contado. Nos subimos, eran más o menos las doce del mediodía y tomamos rumbo a la Autopista Medellín- Bogotá.

En el camino hablábamos de varias cosas, entre ellas, las condiciones del carro, y el valor que nos darían por él, más o menos un millón. Teníamos todo de nuestra parte. Pasamos el peaje, todo normal, es decir muy bien.

Faltaba un último retén del peaje para llegar a Doradal cuando vi alrededor a dos guardias y policías de carretera, había un moreno, alto, delgado, con la gorra en la mano, con botas altas con el pantalón dentro de ellas, su revólver 38 largo, colgado al cinto, y con una aparente tranquilidad.

Pasamos el peaje y el retén. Llevábamos unos 100 metros cuando escuchamos el silbato del policía de tránsito, para que paráramos. Le dije a Oscar: “no parés” y él me dijo “fresco, todo está bien, qué bobada”.

Claro, pasó lo que tenía que pasar, el pendejo éste paró, llegó la policía y comienza a revisar el carro y de una se dieron cuenta de que tenía dos placas. Que susto, me corrió un sudor frío, pues estaba en problemas. La ventaja fue que ellos estaban solos con nosotros y comenzamos a manejar el verbo, querían plata, platica en efectivo. Qué problema, es verdad, qué verraco problema. Oscar llevaba cheques. Luego de un tire y afloja recibieron uno por $500.000 para pagar por ventanilla. Qué va, ese cheque era parte de una chequera robada. Cuando aceptaron suspiré aliviado. Salimos de allí por la carretera y yo echándole y echándole cantaleta por haber parado.

Llegamos a Doradal y él se fue solo a la entrega del carro. Yo me quedé esperándolo muy tensionado y ansioso. Espere y espere. Regresó como a las dos horas. Venía con cara de vencedor. Me dio la mano con una sonrisa gigante. Caminamos por el paradero de los buses sintiéndonos unos tesos, comimos una deliciosa lengua rellena y nos montamos en un bus para Medellín.

Etiquetas: Alejandra Pérez , Andrés Delgado

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