Rochester, el olvidado

Por MARIO JURSICH DURÁN

El 19 de julio de 1938, después de un animado almuerzo en el barrio Las Aguas, el poeta Jaime Tello fue a la casa de Baldomero Sanín Cano para recoger dos libros que el maestro había comentado en los postres y que a él lo habían dejado con un hambre desconocida: An anthology of american poetry, de Alfred Kreymborg, y Ulysses, de James Joyce.

Tello —me contó años más tarde Fernando Arbeláez— se sintió halagado con la deferencia de quien era la máxima autoridad crítica en la república. ¿Cuántos estudiantes de derecho podían decir que el mismísimo autor de Tipos, obras, ideas les había elogiado su dominio del inglés y además encomendado traducir versos?

Con el fin de corresponder a tan obligante encargo, Tello trasvasó en las semanas siguientes algunos poemas de Nicholas Vachel Lindsay, Countee Cullen y Langston Hughes, pero con el Ulysses prefirió tomarse las cosas con calma. Cuando finalmente le mostró a Sanín Cano su traducción del capítulo XVII, este, más que un comentario, le hizo una advertencia: “Muchacho, ¿usted ya se dio cuenta de que ese libro tiene más capas que las milhojas de Margarita Moreno? No publique nada sin antes hablar con el profesor Rochester”.

En esa época —estoy hablando de 1944— Howard Rochester era una figura desconocida para el gran público; entre los happy few, en cambio, gozaba de una extendida fama de hombre docto. Si Sanín Cano creía que era la persona indicada para corregir aquella candorosa versión del Ulises, Germán Arciniegas y Enrique Uribe White estaban convencidos de que no había mejor cicerone en caso de que a uno lo apasionara Shakespeare. Christopher Isherwood pensaba algo parecido: “Rochester”, escribió en El cóndor y las vacas, “es el guía ideal para los extranjeros en el medio cultural bogotano”.

Aquel atildado profesor había nacido el 27 de agosto de 1905 en Kingston, Jamaica, y se había graduado en el St. Georges College de Cambridge, Inglaterra. No está claro cuándo y por qué llegó a Colombia, pero con seguridad debió ser a mediados de los años treinta porque en un currículum de la Universidad Nacional consignó que en 1937 trabajaba a destajo en la Escuela Normal Superior y en la Universidad Javeriana.

No lo he dicho aún: Rochester era negro. Y no solo eso: tenía una esposa blanca, Julia Borda, emparentada por el lado materno con Jorge y Eduardo Zalamea, lo cual sugiere que tal vez llegó al país gracias a una invitación del gobierno liberal de Enrique Olaya Herrera o de Alfonso López Pumarejo.

Comoquiera que haya sido, ni la tez oscura ni el matrimonio mixto le impidieron ser aceptado en la provinciana Bogotá de aquel entonces. De la cátedra por horas y los trabajos ocasionales pasó en apenas un lustro a ser profesor de planta en la Universidad Nacional. Allí fundó en 1941 el Departamento de Idiomas y en el medio siglo siguiente despertó, por partes iguales, la admiración y el escándalo de cuatro generaciones de estudiantes. Moisés Wasserman, que fue su alumno en los años sesenta, recuerda que se paseaba por la universidad vestido con impecables trajes de tres piezas y discutía con ellos, los angry young men dispuestos a poner de cabeza el mundo: “Una vez nos dijo que entendía que fuéramos tan godos porque éramos muy jóvenes. ¿Se imagina el zafarrancho? ¡Un monarquista diciéndonos a nosotros, que estábamos en la frontera del progreso, que éramos conservadores! Él defendía a los Beatles, mientras nosotros teníamos claro que eran una manifestación del capitalismo decadente. Hablaba de pintores como Jackson Pollock, mientras nosotros admirábamos los (horrorosos) murales del realismo soviético”.

Howard Rochester. Archivo particular del autor.

A nadie sorprenderá saber que el orgullo de Rochester fue su biblioteca. La empezó nada más llegar a Colombia, con las 13 Great short stories de John Steinbeck, y la terminó en 1993, cuando Jorge Orlando Melo recibió en la Luis Ángel Arango la que, según dictamen de la revista Cromos, era “una de las cinco bibliotecas privadas más importantes de Colombia”. No hace falta incurrir en el ditirambo para dar fe de que esos 9388 volúmenes constituyen un caso único en la historia bibliográfica de nuestro país. Ni antes ni ahora tuvimos a un coleccionista que recogiera todo Chaucer, todo Shakespeare, todo Milton, todo Joyce, todo Eliot —esto es, lo más excelso de la tradición literaria angloamericana— y le añadiera todas las gramáticas, todos los diccionarios, todas las historias.

¿Por qué no se habla de Rochester? ¿Por qué, en estos tiempos de reconfiguración del canon, ni siquiera los historiadores de raza negra exploran el trabajo de un intelectual cuyos méritos fueron celebrados por cualquier clase de figuras y cuya vida fue tan atípica en un país y una época marcadamente racistas?

Tengo para mí que responder a esa pregunta es difícil por una carencia académica. Aunque la inmigración antillana fue la más numerosa e importante del siglo XIX en Colombia, y aunque su impacto en el siglo pasado dista de ser secundario, es, curiosamente, la que menos se ha estudiado. Hay magníficas investigaciones sobre los inmigrantes italianos, alemanes, austríacos, españoles, chinos, indios, japoneses, venezolanos y árabes, pero, excepción hecha de algunos artículos recientes, prácticamente nada se ha escrito sobre quienes, como Rochester, vinieron de Kingston, La Habana, San Juan, Santo Domingo, Puerto Príncipe o cualquier otro lugar de las Antillas y fundaron aquí casa y familia.

Pero es solo una parte de la respuesta. Cuando Rochester llegó al país, el Partido Liberal tenía ya seis años en el poder y había alentado la idea de que éramos una nación mestiza: blancos, indios y negros vivíamos —o al menos eso se nos decía— en pie de igualdad.  Eso fomentó que desde finales de los años treinta, y sobre todo en la segunda mitad de los cuarenta, un amplio grupo de intelectuales negros apareciera en el espacio público con un extenso memorial de agravios estéticos y sociales. Rochester compartía con Alfredo Mina Balanta, Natanael Díaz, Manuel Viveros o los hermanos Zapata Olivella el ansia de modernidad, pero deploraba en todos ellos la identificación con las doctrinas socialistas. A sus ojos, cualquier instrumentalización de la literatura en pro de causas políticas ameritaba nuestro más firme repudio.

Los dogmáticos del conflicto racial no suelen ver con simpatía a estos personajes. En la mayoría de los casos los acusan de ser simples reaccionarios, cuando no versiones redivivas del Tío Tom: negros todo lo sabios y magnánimos que usted quiera, pero a fin de cuentas respetuosos de la blanquitud que los oprime. (Quien crea que esta subvaloración es exagerada, piense en el caso de Manuel Mosquera Garcés, un editor y activista chocoano que, no obstante haber sido uno de los contradictores más visibles de Laureano Gómez y uno de los promotores más enérgicos del arte negro en Colombia, sigue condenado al séptimo círculo del infierno por su aguerrida militancia goda).

Me parece que Rochester merece un juicio menos lapidario. Me parece que verlo exclusivamente como un dandi jamaiquino-británico fuera de época, como un cándido imitador de los hábitos ceremoniales y la vestimenta del viejo imperio, limita nuestra capacidad de entender a un hombre singular, terciado entre múltiples aguas. Es cierto que el hecho de ser extranjero protegió a Rochester de muchas manifestaciones desagradables de racismo y le dio, como se dice ahora, un conjunto de privilegios inaccesible para la mayoría de los negros colombianos en aquel entonces. Pero esa posición también le permitió juzgar con ojos frescos y sagacidad no solo el canon literario de Occidente, sino el trabajo de artistas blancos interesados en representar el mundo negro.

El pintor Guillermo Wiedemann, a cuya tertulia asistía Rochester todos los domingos, lo consideraba un perspicaz crítico de artes plásticas, tanto que desde los años cuarenta lo invitaba a su estudio en los altos del teatro Teusaquillo para mostrarle sus últimas pinturas. Después de ver los óleos de aquel artista alemán fascinado con el Chocó, Rochester escribió alborozado que “antes que representaciones de mujeres negras y mestizas, antes que documentos del trópico americano, estos cuadros son, seca y triunfalmente, ¡pintura!”.

Me pregunto si, obsesionados como estamos por hacer coincidir a los hombres del pasado con los marcos morales de nuestro presente, vamos a dejar en el cuarto de los chécheres a un profesor capaz de juzgar con tan extraordinaria amplitud de miras.