La peste de los vestidos

Por LUCKAS PERRO
Ilustración de Laura Mejía Posada

La noche parece no querer olvidar el caluroso día que le ha precedido. El camino del valle en dirección a Mitla está alunado y claro. A cada lado se distinguen las siluetas de las montañas, como el trazo de un tejido eternamente inconcluso. Una destartalada y antigua camioneta Ford de carga lo atraviesa a toda prisa. Quien conduce es Floriberto, un oaxaqueño moreno, con la mirada dormida que se ve en los retratos del caudillo Zapata. A su lado, medio borracho, va Martín, un indígena granicero o chamán de las lluvias y del clima, que lleva agarrada una hoja de palma que parece se le fuera a escapar todo el tiempo de las manos. Atrás, entre la sombra del automotor, Aníbal, un cura que cubre su uniforme con un gabán de lana de borrego y su testa con un amarillento sombrero vaquero.

Luego de bordear Mitla, el auto toma un camino de piedra a la izquierda y empieza a ascender sobre una estribación de la Sierra Mixe. Floriberto parece hablar solo. Por más que dé brillos a su relato de correrías, mujeres y mezcales, la única respuesta que recibe es un ruido monocorde de la garganta doblada de su copiloto. El árido silencio del cura no es mera ausencia de palabras, sino un vacío rabioso que sale de las contusiones que tiene en el rostro, mezclado con la conciencia de sus adoloridas costillas que a un mal respiro podrían partirse.

La camioneta termina de ascender hasta una planicie tan rocosa que la mirada de la luna se hace más blanca, pero unos escasos kilómetros más adelante se pierde en la oscuridad de apretados helechos, follajes y líneas de agua que parecen descender por todas las ventanas de la camioneta. Al llegar a un nuevo claro, la voz de Aníbal emerge negra y patente hacia Floriberto. “Deténgase”. Y luego habla al granicero: “Es su turno don Martín”.

El indígena, más borracho de lo que se le podía ver sentado, desciende del auto y camina a tumbos hasta el borde de la carretera, desde donde se ve entre escasas luces, como un animal tumbado, el pueblo de Mecatepec. Martín, con esfuerzo, levanta la hoja de palma y la enseña a los cuatro puntos cardinales, sorbiendo en cada giro un trago de una botella sin marcas y bisbisea una larga conversación con el cielo.

Adentro de la camioneta el único sonido es la respiración animal del cura. Floriberto está absorto mirando a Martín que no para de rezar y ahora agita la hoja de palma con más fuerza. El cielo se cierra con sus puertas grises de agua tan rápido que la luz lunar sobre las hojas parece evaporarse. La lluvia cae primero como pasos de hormigas cada vez más cercanas a su presa, y luego, como un ejército de soldados que huyen del cielo buscando escondite bajo la tierra, donde el lodo comienza a emanar a borbotones, con un color grueso semejante a una mezcla de miel de caña y petróleo.

El campesino Martín gira y sonríe a la oscuridad donde está la camioneta y camina hacia ella. Aníbal pone su mano adolorida en el hombro de Floriberto y le ordena que arranque. Martín se olvida de su borrachera y corre con su pesado cuerpo tras la camioneta, pero cuando cree alcanzarla, el cura abre la puerta, y de un golpe convierte la bola de carne que es Martín, en una de lodo que se pierde en el retrovisor de Floriberto que acelera sin entender nada.

La lluvia es tan fuerte que en el medio se hace silencio, y de la nada, una voraz fila de truenos se confunde en la espalda de Floriberto con la voz cada vez más sepulcral del cura. “Necesito que al llegar al pueblo baje las luces. Solo hay un camino hasta la plaza. Debe andar despacio por él, que yo escuche su respiración, pero nunca la del motor”.

***

El cura Aníbal llevaba más de quince años en la parroquia de San Juan Mecatepec. En 1937 había sido escogido por el sínodo diocesano para que ocupase esta parroquia, gracias a su espíritu voluntarioso e incorruptible, y la mano dura que poseía para hacerse cargo de los pueblos de indígenas donde los conversos aún eran una generación viva entre la comunidad, por lo que había que inyectarles dosis más gruesas de la sangre y la culpa de Cristo.

En menos de dos años no solo había logrado bautizar a todos sus habitantes, habituarlos a la oración, sino además que retribuyeran a la iglesia sus favores con todo tipo de bienes, animales y objetos. De un techo que apenas lograba proteger el cuerpo de pie del crucificado, había hecho una iglesia de tres naves y doble campanario, y una cúpula con finos vitrales en las paredes que ascendían a su curvado cielo. A diferencia de sus homólogos —quienes convirtieron pronto las casas parroquiales en enormes y hediondos almacenes y no corrieron con la misma suerte pues fueron desterrados por sus aventajados deudos—, el cura Aníbal, además de conocedor de las escrituras y los oficios, era un gran comerciante. Las mercancías que cobraba a los fieles devotos no pasaban más de dos días en el edificio e iban a parar a mercados cercanos donde él mismo las intercambiaba por dinero y artículos de oro y plata. Sin ningún tipo de vergüenza hizo saber a los indios cuál era la tabla de equivalencia para bautizos, primeras comuniones y demás sacramentos, y la tasa de cambio para absolver bajezas como el sexo entre familiares, alcoholismo y brujería india.

La fe, la iglesia y la pobreza crecían a la par. Con los santos y las vírgenes vinieron también los demonios, los duendes y todos aquellos vejámenes que hacían parte de la iconografía europea, instaurada desde siglos atrás en este lado del mundo pero que por la geografía, la distancia de los grandes centros de tributo y la fama de hostiles de los sanjuaneños se había demorado en llegar. El pueblo estaba ahora iluminado por Dios y a su vez sumido en la oscuridad. Cualquier dolor corporal o problema en los sembradíos era síntoma de poca fe, que los indígenas creían solo era posible de remediar olvidando a sus dioses o entregando más de sus productos a la iglesia. Pero pronto fue tanta la culpa que los recursos comenzaron a agotarse, la tierra se hizo árida y por temor a ser abandonados de la piedad divina, una mañana las mujeres pidieron al cura que aceptara, a cambio de los oficios, sus huipiles: unas hermosas blusas hechas a mano y con detalles de fino tejido en sus cuellos. El ávido cura no dio una respuesta de inmediato, sino que primero paseó por algunos otros poblados para ver cuánta demanda tenían este tipo de prendas en la región.

Su don de comerciante le permitió saber pronto detalles importantes de cómo funcionaba el mercado textil. Primero, que paradójicamente eran los hombres los encargados de vender estos artículos y que muy pocos tenían el hábito de probarse antes las prendas. Decían, en especial de los huipiles, que ellos escogían las personas que debían portarlos. Esto no fue problema para el cura Aníbal, práctico como era en estos menesteres, invadió la región de finas blusas ansiosas de todo tipo de cuerpos, y no pasó mucho tiempo para que estableciera una red de tráfico en la que tenía en nómina no solo a hombres de los mercados, sino también a proxenetas, artesanos urbanos y un grupo de antropólogos conectados a su vez con la mafia museal de la nación, lo que quintuplicó la demanda y reventó las capacidades de factura de las tejedoras del pueblo.

“¡Si no dan más ímpetu a esta labor que les exige Dios!”, gritó el cura en la plaza pública, ante las decenas de mujeres del pueblo a quienes ya sangraban sus dedos y manos de tanta labor en los telares, “juro que este pueblo será castigado. Y para que vean que no me ando con medias tintas, no se celebrará Semana Santa. Toquen a la puerta del templo solo cuando tengan listo el último pedido requerido”.

***

La camioneta entró sigilosa en el pueblo, la lluvia parecía arreciar cada vez más. El cura Aníbal entró con paso duro en la iglesia. Caminó entre las bancas del recinto, recordando con el hígado más que con la cabeza, cómo aquel Viernes Santo, luego de que la iglesia había permanecido cerrada toda la semana bajo su orden, las mujeres que no habían querido marchar hasta el pueblo de San Pablo Tiltepec a las celebraciones sacras, tumbaron las puertas del templo y se abalanzaron contra el cura. Sabían que el momento de la pasión se había dado y que stricto sensu, Dios estaba muerto y nadie ocupaba su trono, así que podían matar a su representante allí mismo, sin que el cielo les recriminase nada. Como pudo, Aníbal logró escapar de aquella atropellada sinfonía de golpes y palazos, y ahora, cinco días después del asalto, estaba allí para llevar a cabo una misa negra, justo a la media noche.

Con gran esfuerzo, cortó las cuerdas que sostenían el alto crucifijo y con la fuerza que da la más visceral de las rabias, puso al hijo de Dios de cabeza y comenzó la misa, al estilo antiguo, en latín y dando la espalda a las bancas de los feligreses, que estaban vacías, pero en las que sentía respirar a los demonios: “In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti”. “Amén”, respondían los truenos y la oscuridad.

Si alguien permaneciera despierto en esta furia de los cielos podría escuchar el nefasto ejército de hombres oscuros que eran las intenciones en las palabras del cura. “Ut meum ac vestrum sacrifícium acceptábile fiat apud Deum Patrem omnipoténtem”. Nadie parecía asomar a las calles. La liturgia no era un canto, eran gritos de un animal en celo, el cura abría con fuerza sus brazos y ojos al techo, deteniéndose por instantes de culpa y miedo en los colores que daban los relámpagos contra los vitrales sobre la cúpula.

Tomó por fin un saco con huipiles que regó por todo el púlpito, y luego tomó el cáliz y la hostia. “Accipite et bibite ex eo omnes: hic est enim Sangre calix sanguinis mei novi et æterni testamenti…”. Y la última frase del rito de la comunión la profirió al revés, con una voz tan ronca y profunda que no parecía su boca la que hablase: “¡Ni menoissimer murotaccep!”.

Y derramó el vino sobre las blusas, mientras seguía en su rezo gritado.

“¡Esta es la venganza de Jesús a la casa de Caifás donde fueron rasgadas sus vestiduras! ¡Oh Rey de los Ejércitos, que no haya piel para vestir estas ropas!”.

Su cuerpo se tornó oscuro y apareció una llaga en su cuello que empezó a expandirse por su espalda y luego hacia las extremidades. Un gran trueno, como salido de debajo de la tierra, despertó el pueblo. Los cuerpos de todos los indígenas fueron invadidos por una alergia que serpenteaba por donde vendrían las costuras de sus vestidos, saltaron de sus camas gritando como crías de bestias que apenas vieran el mundo, y luego, a pesar de la tormenta, corrieron a las calles queriendo encontrar alivio con la lluvia, en un baile infernal en el que rasgaban sus pieles o las agarraban como si fuesen vestidos que al instante pudiesen poner al revés para rascarse mejor. Muchos otros, más débiles quizá, prefirieron ahogar ese ardor del cuerpo en el ardor más alto de las llamas. Grandes fogatas invadieron varios rincones del pueblo, el crepitar de carbones, cuerpos y gritos eran un solo ruido.

Floriberto vio salir a Aníbal del templo, ennegrecido y seco, con decenas de úlceras que se abrían a un coro de quejidos putrefactos, caminando lento, jalando a su espalda fardos de billetes y objetos de oro. Floriberto le ayudó a montar todo en la parte trasera de la camioneta y marcharon a toda velocidad. Cerca del mismo lugar por donde Aníbal había dejado tirado a Martín, Floriberto, sin detener su marcha, arrojó el pedazo de cuerpo que era ahora el cura. El ruido del motor se perdió en el silencio de la poca noche que quedaba.

La lluvia disminuyó y el olor a carne chamuscada llenó todo el pueblo. El claro del amanecer y el graznar de huesos de los zopilotes que ya asomaban a lo lejos eran lo único armonioso allí, el resto era un valle volcánico hecho de cadáveres ulcerados. Nunca más se supo del cura. Dicen que se convirtió en demonio y que cuida la codicia de los mercaderes de telas y vestidos que han perdido el tacto de sus manos. Mecatepec fue reubicado por los que aquella noche aún no conocían del vestir, o gozaban en ese instante de la desnudez de las caricias y la cópula.