Argentina es especialista en santos y ofrendas, corteja sus grandes mitos con desmesura, arma iglesias en canchas, selvas, escenarios, balcones. Gardel, Evita y el Che han alumbrado almas y calles durante años. Patronos de desarrapados. Maradona ha llegado al santoral con su aura maldita y sus luchas contra sí mismo. Lejos de su patria y su cielo, dejamos un pequeño altar por sus días y sus goles.
Dos encuentros
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Por PASCUAL GAVIRIA
Ilustración de Verónica Velásquez
Lo vi de cerca durante casi una hora en La Habana en mayo del 2000. Jugaban Cuba vs. Barbados en el estadio Pedro Marrero, un pequeño patio de fútbol sombreado por grandes laureles. Se disputaba un cupo al mundial de Corea y Japón sin muchas esperanzas de conocer el lejano oriente. Fui a ver ese clásico antillano para gastar una tarde soleada y encontrar una pelota más grande que el corozo de béisbol protagonista en el Estadio Latinoamericano.
Para el duelo isleño los equipos saltaron a la cancha conducidos por una terna dominicana. Pantaloneta roja y blusa ídem con vivos blancos para la escuadra de la Reina de las Antillas, y uniforme de un vivísimo amarillo para el cuadro barbadense o barbudo o barbillo. Estadio silencioso con el visto bueno de la Fifa y su Fair Play y unos dos mil espectadores entre los que se destacaban unos pocos expertos vociferantes, reconocidos en la isla por comprender el fuera de juego. Luego del pitazo inicial los equipos comenzaron a desnudar fallas garrafales, infantiles, risibles, crasas, protuberantes: el balón daba trompicones y rayaba el cielo azul a la altura de las torres de iluminación. Los veintidós se sacaban chispas con intención y sin ella, usaban más los codos y las rodillas que el empeine. En la tribuna había risas y apuestas mínimas.
La cancha solo dejó dos emociones. Un contragolpe letal de Barbados que terminó con un extrañísimo gol de taquito y ordeñado, de esos que valían por dos en las herraduras del colegio. El tanto se celebró con los parcos aplausos de la pequeña tribu del embajador barbadense en la tribuna. Al final del primer tiempo cuajó lo que sería la única jugada del partido: contragolpe cubano, pase de la muerte con el tacón y soberbio remate del número diez que dejó rendido al guardameta antillano. Algarabía, burlas, grandes sorbos de cerveza y billetes de dos pesos que cambiaron de mano.
De pronto comenzó un murmullo y la gente volteaba la cabeza y se olvidaba de la cancha y de los puntazos que iban y venían. Y entonces apareció el Diego, estaba con su íntimo Coppola en un palco de lata, una cabina amarilla que bien podría describirse como un caspete cubano. Era el 10, no había duda, un espectador espectacular. Lucía una camisa azul con delgadas rayas blancas que cruzaban horizontalmente su rotunda panza, con dos brillantes en su oreja izquierda, una anomalía en ese palco que amagaba venirse abajo sosteniendo su excesivo peso.
Cuba es un reino extraño en el que algunas veces se tiene la sensación de habitar en el polo opuesto, en un mundo que contradice constantemente nuestras concepciones cotidianas y descuadra las más naturales percepciones. Por eso el 1-1 terminó marcado en dos tablillas de verde pálido colgadas de un tablero manual, mientras un gigantesco tablero electrónico, que recordaba los televisores soviéticos con sus letras arrevesadas, hacía de espectador. Solo en Cuba podría verse a Maradona intentando alejar sus adicciones, acompañado de un amigo con buena pinta de putañero, viendo un juego perfecto para caer en las aflicciones de la nostalgia.
El Pelusa brillaba en ese estadio, se reía, era el único futbolista de verdad en el juego y tal vez haya sido el único en dar un buen pase. Miraba el partido con condescendencia, como si estuviera acompañando a unos pibes. Terminamos todos dándole la espalda al juego, ahora solo había dos espectadores, Coppola y Maradona, el resto éramos admiradores del más grande. De modo que el clásico antillano terminó comentado por las muecas de Diego Armando Maradona, por sus risas ante el desvarío, sus tomadas de cabeza frente el puntazo y sus saludos al respetable con su mano rechoncha. Hasta en Cuba, donde el fútbol es una ficción, le gritaban al Pibe de Oro.
Los protagonistas del día se fueron cuando faltaban quince minutos para que terminara ese largo e ignorado partido. Cuando el palco quedó solo el juez debió sentenciar el juego. No había más que ver. Maradona dejó el estadio en un Mercedes negro, que en ese museo de antigüedades que son las calles de La Habana, brillaba tanto como su huésped. Las placas no tenían ningún número, solo una palabra desconocida para el Diego: “Protocolo”.