Un mismo fantasma
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por LUCIANO PELÁEZ
Ilustración de Johan Salazar
Don Eustaquio, mi abuelo, era un as barbado para saber cuándo estaba listo un aguacate.
Vestía siempre igual, con los pantalones bastante más arriba del ombligo. El saco de la foto que cargaba era falso. Era un blazer de esos que prestan en Foto Japón a los descamisados, o a los apurados. Decía que se lo había ofrecido una dependiente, jovencita, cinturón blanco. Tiempo después, añadiría: “Y sigue en blanco, estancada…”. Acostumbraba ir por fotocopias el viejo Eustaquio.
Temíamos que se perdiera comprando buñuelos, así que lo convencimos de sacarse una foto y portarla en caso de necesidad, casi como un amuleto. Nunca se sabe. Por eso apuntamos todos sus datos personales en el reverso.
—Estamos en las mismas, siempre iguales —concluyó cuando parecía perder el hilo del relato de la joven del cinturón. Lo cierto es que cada vez se veía más apocado.
Desde que se jubiló, todavía vital, andaba muy perdido el abuelo. Perdido de la casa: salía temprano a callejear, casi de madrugada, a unas diligencias y no volvía hasta la noche, cansado y con la camisa arrugada.
Y callado.
—Se me hace que está de voluntario en la campaña presidencial —dijo la abuela con toda la seriedad, un día de reunión familiar. El abuelo había sido militante del Partido Liberal en su juventud. Hasta los años noventa no faltaba en su casa, que visitábamos sin falla los domingos, una foto del líder político de turno, en algún rincón, con todo y velitas. No era religioso el abuelo, pero era devoto de lo que ya conocíamos en confianza como “el partido”. Tenía cierta debilidad por los políticos de cháchara recargada, veintejuliera.
Ya después, con el tiempo, estuvo ido, pero de la cabeza.
Entonces supimos de sus andanzas, de las “diligencias”: al abuelo se le ocurrió repartir domicilios, invitaciones y volantes. Le dio por esas aunque tuviera su pensión. Fueron pocas semanas —llegó a manejarle una motico a un muchacho que había sido subalterno suyo en Coltejer—, suficientes para que le pasaran varios cachos. Salía casi de noche a repasar direcciones —tenía problemas con circulares y transversales—, se ocupaba luego de despachar tarjetas de eventos, desde el sur, regresando lo más posible hacia el sector de casa, cosa de poder almorzar en zona conocida, comida conocida. Para el final del recorrido dejaba la entrega de los chopsueis y las lumpias y los cerdos agridulces. Nunca pedían nada distinto. “Estamos en las mismas, siempre iguales”, repetía el abuelo a veces.
Él mismo nos contó achantado ese domingo, ese larguísimo domingo, antes de salir por buñuelos, que había pasado su carta de renuncia. “Irrevocable”, añadió, y la palabra sonó desencajada, rotunda.
—No soy capaz ya con las direcciones —dijo—. La carta me la redactaron en Foto Japón —apuntó, y salió caminando por buñuelos a la tienda de la esquina.
Y ahí el abuelo se perdió, se perdió en serio. Diecinueve horas eternas, con todo el drama de rigor: policlínica, morgue, llamadas a un pariente concejal. Nada sabían de su paradero en el restaurante chino donde hizo de domiciliario (nos ofrecieron un descuento antes de colgar el teléfono). Hasta que apareció, él solo, la madrugada siguiente: un colectivo lo dejó como un saco de papas, desparramado y sin más, en la reja de casa. ¡El abuelo que nunca bebía tenía tufo! Una barbita incipiente y blancuzca, más el pelo revuelto y acerado, como si hubiera usado gomina, le daban cierto aspecto tragicómico. No supo decir dónde había estado a pesar de que insistimos mucho. “Estaba jugando billar”, fue lo más preciso que recordó. “Abuelo, usted salió a comprar buñuelos”, replicamos. “Estaba jugando billar”, fue todo lo que dio por respuesta. Durmió casi la mitad de horas de su ausencia. Tampoco lo dijo, pero era evidente que tenía un guayabo enorme. Habíamos enseñado a los vecinos una copia de su foto, pero aún no la habíamos llevado al periódico para su publicación. Nunca se sabe.
Plantado en la sala, luego del incidente, prendía el radio a todo taco y murmuraba cifras de un supuesto escrutinio electoral. Decía: “Tres curules para don Eustaquio, Calle 49b no. 64-15”. Era su dirección de hacía años, en la época de Coltejer.
El radio fue perdiendo presencia, lo mismo que el abuelo. Eran, uno y otro, parte de un mismo fantasma.
Cada vez hablaba menos, pero seguía infalible con los aguacates. Los vecinos lo consultaban al respecto, y al sentenciar “sí”, “no”, o “faltan dos días y medio”, le brillaban los ojos.
Y ocurrió lo que pasa en esos casos: la abuela, la más aliviada de los dos, cayó en cama. Entonces don Eustaquio, aguacate casi siempre en mano, volvió a organizar su altar. Foto de Jorge Eliécer Gaitán, velón rojo, y su propia foto, la de Foto Japón. Cerca, el radio, siempre mal sintonizado, y, cubriéndolo todo, su murmullo de cifras electorales: “Tres curules para Eustaquio, directorio del doctor Mesa, segundo renglón”. O bien: “Este aguacate, este aguacate está jecho”. Sin importar la hora, hablaba de ir por buñuelos. O fotocopias.
En el último ramalazo de lucidez de Eustaquio, en unas vacaciones que pasamos en una finca en tierra caliente, se empeñó en ir a visitar a un amigo de colegio que no veía desde la primaria, mucho, pero mucho antes de Jorge Eliécer Gaitán. Logramos averiguar que Lisímaco vivía en Olaya, un pueblito más que discreto, y que allí había oficiado de médico hasta hacía unos pocos años. Llegamos, pues, al mediodía provenientes de la finca, a no más de una hora de carretera. Eustaquio estaba ansioso. Conversó sin tregua durante el trayecto, lo mismo sobre circulares y transversales, “el partido” o las frutas de la región. Tocó la puerta no bien llegamos a la casa, una sola planta encalada y con una placa de bronce que certificaba la titulación del doctor. Nos recibió una señora muy amable, no supimos si hija o empleada del amigo del abuelo.
—Pasen, los espera al fondo —dijo la señora. El fondo al que se refería era un solar inmenso, con un tamarindo y un corredor sombreado. Lisímaco, a lo lejos, se veía bastante más envejecido que el abuelo. Más que su compañero de curso, podría haber sido su maestro.
Lisímaco estaba sentado, casi sembrado, en una perezosa roja, el mismo color de su pantaloneta. Llevaba mocasines y camisa a cuadros. No reconoció al abuelo, de manera que después de las inútiles explicaciones de nuestra parte, permaneció callado. No valieron pistas ni amigos en común ni la foto de Foto Japón, último recurso de Eustaquio. El viejo pareció estudiarla con interés. No supo quiénes éramos, ni a qué íbamos. Al rato nos ofreció tinto.
—Mucho gusto, en todo caso —dijo Lisímaco sin aspereza, más bien algo cansado.
—Está jecho —dijo el abuelo en el camino de vuelta. Luego dejó de conversar.