II
El desvío
Marina no volvería a ser la misma desde el 11 de septiembre de 2001. Mientras las torres gemelas caían en Nueva York, en Medellín esta mujer se derrumbaba al enterarse de que su hijo mayor estaba preso. Había sido recluido en la prisión más hacinada de Colombia: la cárcel Bellavista.
Jorge era un conductor todoterreno: manejaba carros, buses, taxis, camionetas, furgones, lo que hubiera. Alguien lo llamó para contratar sus servicios y le ofreció un buen pago para una tarea simple: llevar un camión a un pueblo cercano. La oferta fue tentadora hasta que la policía lo detuvo en la carretera. Resultó que ese vehículo era robado, que los cilindros de gas que transportaba no eran insumos de cocina sino instrumentos para consumar un atentado de la guerrilla.
Lo acusaron por terrorismo, rebelión, concierto para delinquir, hurto, entre otros. Marina jamás pasó por algo semejante en cincuenta años de vida. Supuso que la cárcel sería el fin, la ruina, el infierno. Los domingos quedaron separados en su agenda para visitar a su hijo. Era el único día de la semana que permitían el ingreso de mujeres. Al principio todo era siniestro. Absolutamente todo. Para poder entrar tuvo que bajarse de sus refinados tacones y alquilar un par de chanclas en las afueras del penal. Los tenis, las botas, los zapatos cubiertos estaban prohibidos para evitar el tráfico de droga y dinero en el interior de los patios.
En esa época las mujeres tenían que entrar de falda para facilitar la requisa en sus partes íntimas. En un cuarto oscuro, una guardiana envolvía los dedos entre un pañuelito blanco, le pedía a cada mujer que se agachara y luego la tocaba para descartar que llevara armas o celulares escondidos en la vagina.
Pasó horas al sol y al agua, al frío y al calor para cruzar la frontera en medio del tumulto. Hizo filas de noche y de madrugada, sacó ampollas y juanetes, se quemó la cara y los brazos, sintió bochorno e indignación, se le hincharon los pies y las rodillas, también los ojos después de la despedida.
Al día siguiente de su primera visita todo le daba vueltas en la cabeza. Los muros, el alambrado, las púas, las cámaras, la requisa del guardia y la del perro, la inspección a la comida y al cuerpo, el pasillo, la oscuridad, la celda, los bolillos, las llaves, los candados, el chirrido, los gritos, la basura, la fetidez, el vaivén, la vida sin horizonte, los sellos en la piel, las palabras en la pared, el humo de los fumadores, los rastros de ansiedad por doquier.
Se levantó con los ojos hinchados de tanta lágrima suelta. En la madrugada les quitó el manto a los pájaros y los vio saltar de un columpio a otro, confinados, desesperados, atrapados, mirando por cada resquicio, buscando una salida, muriendo cada instante. Y como nunca antes, los oyó diferente. Cayó en la cuenta de que esos trinos que le sacaron tantas sonrisas, en realidad eran lamentos, gritos, clamores de libertad. Se sintió culpable por todos los años que los condenó al encierro. Entonces descolgó las jaulas, les abrió las puertas y los obligó a volar.
IV
La pasión de Marina
Al menos los domingos Marina no iba sola a la cárcel. Siempre salía junto a la nuera. Hacían la fila juntas. Le llevaban muchas cosas para que Jorge las almacenara en su celda y tuviera provisiones durante toda la semana. Huevo, salchichón, jamón, fríjoles, arroz, chicharrón, chorizo, ensalada y papa; jabón, desodorante, papel higiénico, crema dental, champú y condón.
Cuando correspondía la visita conyugal a Marina les tocaba dejarlos solos. Se iba para el patio a mirar las rejas que fragmentaban el cielo. El compañero de celda del hijo la invitó a jugar cartas para que fuera menor la espera. Se llamaba Bernardo, era joven, no pasaba de treinta, sus ojos eran verdes como un cañaduzal; su piel era como el azúcar moreno. Era solitario, de pocas palabras pero de buenos oídos, no era de Medellín sino del Valle del Cauca, como su familia estaba lejos casi nunca recibía visitas.
Cuando Jorge buscaba intimidad con la esposa, Marina ya tenía pasatiempo, se iba a jugar al patio y a hablarle a Bernardo. Se volvieron amigos dominicales e intercambiaron soledades. Bernardo le pidió una mano, que le enviara unos papeles a su madre y al juez. Como él quedó con su número de celular, la llamó a preguntarle por el encargo. Comenzó a repetir la llamada para saber cómo estaba, cómo iba, qué tal su mañana, su tarde, su noche. Así empezó la costumbre.
Ya sabía que era él cuando el celular sonaba a las seis y a las once de la mañana, a las dos y a las cinco de la tarde, a las siete y a las once de la noche. Después de tanto tiempo, décadas quizás, Marina volvió a sentirse importante, de repente alguien la esperaba, la necesitaba, la quería. Al menos eso le decía y se lo repetía de frente, por escrito y, sobre todo, por teléfono.
Era la primera vez que Marina se fijaba en un hombre con tanto tiempo libre. Ausente pero pendiente de su día, de su noche, de su vida. Marina empezó a desear que llegara el séptimo día, la fila se le hizo más breve, la requisa le pareció sencilla, la hostilidad de la prisión se le volvió paisaje, la multitud dejó de causarle tedio, los malos olores ya eran pasajeros, el amor le nubló la vista, el olfato, el gusto, el tacto, desde que Bernardo le ofreció sus oídos y se dedicó a escucharla.
Ya no le importó que le sellaran la mano en cada reja, que le esculcaran la comida, que le hurgaran en su cuerpo, que los perros la merodearan, todo tenía sentido si era por ver a su hijo y por compartir con el novio. Y fue ahí, en la cárcel, que Marina volvió a sentirse joven, feliz y libre. Detonó el ímpetu que traía acumulado. Esa juventud que no exploró cuando fue la hermana mayor que daba ejemplo, la madre prematura y la esposa de un hombre ebrio.
Se dejó llevar por esa percusión alebrestada de su pecho, por la curiosidad de esos besos rodantes que recorrían caminos intransitados de su cuerpo. Afuera le decían que estaba loca, perdida, enyerbada, encoñada. Le dio la espalda al juicio, a la crítica, al señalamiento, y se entregó sin prejuicios, sin condiciones, sin mente.
No tenía por qué darles explicaciones a los hijos, al ex, a las tías ni a las amigas. Se enamoró y punto. Eso que le estaba pasando era quizás ilógico, irracional, improcedente pero lo importante, tal vez, era lo intenso. Ningún menjurje, ninguna cirugía, ningún look la rejuveneció más que su nuevo amor.
Adentro no había espacio para detenerse en el pasado ni para planear el futuro, solo existía el presente. El amor era una oportunidad con el tiempo contado que únicamente se presentaba el domingo. Tenía que tomarla. Entraba a la cárcel con ansiedad de la buena, salía con ganas de más. Ir de visita a Bellavista, poco a poco, pasó de ser una condena a un hábito, una necesidad.
V
La epifanía
El idilio iba sin contratiempos hasta que sonó el teléfono de Marina y le dieron una mala noticia: Bernardo ya no vivía en Bellavista. Lo trasladaron de cárcel porque el penal de Medellín no daba abasto, ya no cabía más gente, necesitaban sacar hombres para descongestionarlo y darles entrada a otros. A Bernardo se lo llevaron para el norte, a la cárcel de Montería, a 35 grados de temperatura, a diez horas por carretera de Medellín.
Lo primero que hizo Marina fue pegar un grito, luego suspiró, hizo su maleta, compró un tiquete y abordó un bus. Tenía que volver a verlo, cuanto antes. El primer domingo después del traslado, Bernardo fue el único de los nuevos habitantes del presidio que recibió visita. A Marina el reencuentro le supo a gloria, se sintió valiente e invicta. Ser la primera y la única le concedió algo de poder.
La semana siguiente buscó a las compañeras de fila a las que también las separaron de sus seres queridos. Les contó los pormenores de su odisea, de ida y de vuelta, a lo largo de más de ochocientos kilómetros recorridos. Las invitó a viajar con ella para reducir gastos, alquilar un bus para llegar más rápido sin hacer trasbordos y para estar juntas en eso de cruzar la frontera.
Les hizo varias advertencias. Que eso no iba a ser un paseo, sino un viaje relámpago: que no habría paisajes en la oscuridad, nada que ver por la ventanilla: si acaso destellos, lluvia, neblina.
Les ofreció varios consejos. Que se fueran ligeras de equipaje, con lo básico: ropa cómoda para el camino y, elegante para la visita; pañuelitos para el sudor y las lágrimas; curitas con sal en el ombligo para evitar el mareo.