Nostalgia de la cachucha perdida
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Por RICARDO CARVAJAL
Ilustración de Rudo Trazo
Después de despertar mis ganas mostrándome por un buen rato las imágenes de mujeres con los senos al aire durante el recién celebrado Festival de Woodstock, Fercho cerró con rabia la revista y la arrojó contra el piso: “Ni por el putas quiero llegar virgo a los quince y si vos también querés botar cachucha, tenés que ayudarme a conseguir plata pa pagar las viejas”. Yo era seis meses menor que él y a pesar de que llevaba tiempo soñando con el día de mi primer encuentro sexual, no me entusiasmé mucho. “Yo cómo te voy a ayudar si escasamente me dan los pasajes”, le dije. “Pues la vamos a conseguir en el negocio de mi papá”, respondió.
La cigarrería quedaba en el Centro de Medellín, justo en Guayaquil, y cuando yo pasaba en el bus veía las prostitutas paradas en las aceras boleando un llaverito o jugando con una diminuta carterita que les servía de caja registradora, o simplemente fumando a la espera de un cliente con ganas de pecar. Acordamos que el viernes en la tarde Fercho le ayudaría al papá con las ventas y yo arrimaría a comprar un paquete de Lucky Strike. Le pagué a mi amigo con un billete de cinco pesos y él me devolvió como si le hubiera pagado con uno de cien, cantidad suficiente para pagar las dos prostitutas que por fin nos iban a convertir en hombres. Metí la mano en mi bolsillo tratando de adivinar los billetes pero el nerviosismo me hacía revolcarlos y caminar más rápido y sin rumbo, aterrorizado por lo que acabábamos de hacer y por lo que haríamos una hora después. Ya solo quería irme para mi casa y olvidarme de este embeleco, pero estaba comprometido con mi amigo, así que recorrí la carrera Carabobo de norte a sur varias veces, esperando que él saliera para encontrarnos en el sitio acordado.
A medida que caminaba trataba de ver las mujeres que me lanzaban piropos e invitaciones lujuriosas, pero era inútil, el susto no me dejaba apreciarlas, apenas me daba cuenta de que eran mayores y casi todas con buen peso. De tanto caminar y mirar, el susto fue bajando y empecé a observar con más juicio a las mujeres ubicadas en la puerta de cada pensión. Todas, sin excepción, lucían tacones, minifalda estrecha y un profundo escote que parecía no soportar el peso de aquello que ofrecían. Sus caras mal revocadas las hacían lucir como mimos en desgracia. Las cejas delineadas y la pestañina intentaban resaltar y dar vida a sus ojos aunque su expresión no dejaba de ser triste. Pero lo más llamativo era el rojo escarlata que cubría generosamente los labios. Algunas, al ofrecerme “sus servicios” esbozando una sonrisa, dejaron ver la ausencia de algún diente superior, cosa que me ahuyentó de nuevo. Pero nuestra edad y el bajo presupuesto nos habían impedido conocer otros lugares donde la pobreza no fuera el denominador común.
Guayaquil era ya un sector en decadencia y poco quedaba de la vitalidad del comercio y todo lo que se movió en la época de oro del ferrocarril de Antioquia, pero aún quedaban prostitutas que se negaban a aceptarlo y debieron resignarse a vivir de las migajas que dejaban los borrachos y los jóvenes como nosotros en busca de la primera aventura.
A medida que el sol se enterraba en las montañas del occidente, mi ansiedad aumentaba porque el momento de encontrarme con Fercho se acercaba. Luego de unos minutos me di cuenta de que la noche, siempre alcahueta, empezaba a cubrirme de cualquier curioso que pudiera verme desde el bus y corriera a contar en el barrio o en mi casa. Me dirigí a la cafetería que habíamos acordado y pedí una Malta y un buñuelo para calmar el hambre y cargar baterías. Mi amigo llegó diez minutos después, acelerado, como si el papá lo estuviera persiguiendo. “¿Qué tal las viejitas, viste algo?”, preguntó frotándose las manos. “Pues hay muchas pero realmente no es lo que yo esperaba”. “Ah no, aquí no vas a conseguir colegialas, güevón, toca resignarse”. Repartió el billete entre los dos y me dijo que nos viéramos en la misma cafetería en una hora. Parecía todo un experto. Nadie hubiera pensado que era virgen con semejante determinación. Caminó tan rápido que lo perdí de vista, entonces me sentí completamente desamparado. El amigo que me daba un poco de valor, acababa de abandonarme; no sé si fue eso o la gaseosa y el buñuelo pero me dieron ganas de ir al baño. Pensé que podría usar el de la pensión, y me tranquilicé un poco. Entonces me dispuse a encontrar a la primera mujer. Pero el temor a ser visto desde un bus y el malestar estomacal me impidieron tomarme el tiempo para escoger y terminé contratando la que estaba más cerca. En verdad para mí en ese momento todas lucían igual.
Después de cancelar por adelantado los treinta pesos que incluían el pago de la pieza comencé a subir detrás de ella las infinitas y estrechas escaleras de la pensión, mirando su enorme anatomía; su cabello negro hasta la cintura contrastaba con el vestido rojo corto que dejaba ver sus enormes muslos y que me hizo contener el aire hasta llegar arriba. Al ver la puerta de la habitación apenas pude tragar saliva. Tenía dos alas y estaba cerrada con un pequeño candado que amarraba las argollas de bronce. Sacó la llave de su carterita y al abrir sentí el vaho de una extraña mezcla de colchón de paja y naftalina que salió del pequeño cubículo de dos por dos. El hardboard había hecho el milagro de convertir una vieja y amplia habitación en cuatro habitaciones pequeñas. Me sentí el más pobre de los pobres cuando al entrar chirriaron las tablas del piso y vi la estrechez y miseria del cuartico: un catre tubular verde, pintado a brocha, cubierto por un colchón tan encorvado como si no tuviera tablas debajo, me hizo dudar de que pudiera soportar siquiera el peso de ella; un rollo de papel higiénico hoja sencilla y una pastica de jabón Piropo sobre una pequeña mesa redonda y una ponchera vieja, arrugada y llena de agua en el piso terminaban de llenar el cubículo. Intrigado por lo de la ponchera no quise preguntar para no pasar por primíparo, aunque el miedo y mi prepucio me delataban. Pensé en correr y hasta pensé en mi mamá como un niño perdido. Y en verdad lo era. Pero ya estaba allí y había pagado así que debía terminar como fuera; además no podía defraudar a mi amigo que en esos momentos estaría en las mismas condiciones.
La mujer, de unos 35 años, comenzó a desnudarse rápido y me hizo señas abanicando una mano para que hiciera lo mismo. Al reclamarle me dijo un poco enfadada que los diez pesos de la pieza solo le daba derecho a usarla por media hora, así que debíamos apurarnos si quería terminar. Como pude me quité la ropa para sentirme, ahí sí, más desprotegido y nervioso. Por primera vez estaba desnudo frente a una mujer y sentí que mi pudor estaba por el suelo arrastrando de paso al resto de mi cuerpo.
Ya desnuda se acostó en el catre llenándolo por completo. Me llamaba con el dedo índice que exhibía una uña larga y encorvada como el pico de un loro, pero mis piernas no respondían y lo demás tampoco. Como pude me acerqué y me deje caer sobre ella preocupado por el catre. No supe qué más hacer. Al tratar de acariciar su cuerpo noté que era demasiado grande para mí y por un momento pensé que si quería podía estrangularme. Pero a pesar de su tamaño y aparente brusquedad, me condujo suavemente entre la jungla haciendo que de repente me olvidara del miedo para dar paso a mis instintos. Tras unos cuantos movimientos sin mucho ritmo, una fuerte exhalación mía le indicó a ella que los veinte pesos eran suyos. Ni un beso ni un suspiro, y menos una caricia que me transportara siquiera a uno de mis sueños. Todo el esfuerzo, todos los riesgos corridos, tanta ilusión y tanto dinero para nada. Sentí que en ese torrente de semental recién estrenado se me había escurrido el alma.
La mujer me empujó bruscamente sacándome de la cama. “Ahí hay jabón y papel pa que se lave”, dijo. Después de hacerlo me vestí tembloroso mientras miraba aterrado a la mujer en cuclillas sobre la ponchera echándose agua, imagen que me persiguió por muchos años.
Se vistió rápido y después de colocar el candado, empezamos a bajar las escaleras, sintiéndonos más extraños que antes. Me alejé sin decir nada pero tratando de esconder la cabeza entre los hombros, al tiempo que la rabia se apoderaba de mí. No podía creer que esto fuera lo que llamaban hacer el amor. Bastaron quince minutos para que se derrumbara el castillo de las noches de adolescente para mis amores imaginarios del barrio.
Me sentí sucio y desgraciado. Ya en la calle me pareció ver las caras de mis vecinos mirándome por las ventanillas de un bus que pasó.
Yo, que hasta hace poco era un niño rezandero y pulcro, en cuestión de dos horas me había convertido en cómplice de robo y depravado sexual. Y para colmo, el olor del pequeño jabón en mis narices me lo seguía recordando. El impacto fue tan grande que no quise saber de relaciones sexuales hasta pasados los diecisiete años.
Me tranquilicé un poco al ver a Fercho en la cafetería con cara de satisfacción: “¿Cómo te fue?, dijo. “Bien, ¿y a vos?”, “Muy bien”. “¿Vamos?”, “Sí, vamos”.
Mi amigo alardeó un poco en el bus, yo iba callado, no podía sacarme de la mente la imagen de la mujer en cuclillas sobre la ponchera.
No volvimos a hablar hasta el siguiente jueves cuando Fercho me pidió que lo acompañara al Centro. Esta vez iba callado y su mente parecía extraviada. Al bajar del bus, en pleno Barrio Triste, noté que unas treinta personas hacían fila frente a una vieja edificación de paredes descascaradas. Fercho se ubicó al final de la fila y yo detrás de él. “¿Qué es esto aquí?”, pregunté. Sin separar los labios me respondió: “El profiláctico”, “¿El qué?”, “El profiláctico, güevón, me pringaron”.