Archivo restaurado

Este texto hace parte del libro Jugando en casa. Historias de cancha, hazañas de tribuna, coeditado con la Subsecretaría de Ciudadanía Cultural de Medellín.
Enero de 2017

La tribuna Norte en el partido inaugural del estadio Atanasio Girardot, 19 de marzo de 1953.

Corea

Por GONZALO MEDINA

Mis ojos se resistían a creer que había un lugar en Medellín que reunía más gente que la propia misa, sin necesidad de sacerdote que convocara. Sin embargo, todo parecía dispuesto para el santo sacrificio, porque en el centro de la multitud bullosa sobresalía una especie de altar verde rectangular, al cual solo le faltaba el oficiante que iniciara la ceremonia ante treinta mil fieles ansiosos.

La expectativa también la concentraban, de un lado, un delantero negro con andar de maricón y dinamita en sus piernas; otro negro que era un maestro cobrando los tiros libres con la técnica de la folha seca, consistente en que al patear la pelota esta se elevaba para superar la barrera pero de inmediato tomaba una inesperada trayectoria que la hacía descender —igual que caen las hojas con el viento de otoño— y así sorprendía al arquero. Todos esperaban también a un volante que con sus movimientos de balón hacía de cada partido de fútbol un canto a la elegancia.

Pero si bien estaban expectantes por la aparición de Mané Garrincha, de Quarentinha, de Didí, de Zagalo, de Amarildo y el resto de la corte del popular equipo Botafogo de Río de Janeiro —una pintura y una poesía hechas con trazos blanquinegros—, todos los asistentes al Atanasio Girardot esperaban ansiosos la entrada en escena del Deportivo Independiente Medellín, un nombre que yo escuchaba corear a cada minuto en las tribunas y por el altavoz, a través del cual entregaban las alineaciones. A mis oídos, todavía presas del asombro por la inesperada ceremonia en la que participaba, llegaban nombres como los de Grecco, Chema Méndez, Debrassi, Riquelme, Canocho Echeverri, Muzzo…

El nombre de la tribuna daba cuenta del ambiente dominical de pasión, de lucha, de guerra, de sudor, de gritos, de castigo canicular, de camisa agitada al viento, de solidaridad en el triunfo milagroso y en la derrota absurda. En últimas, era la gradería que sintetizaba y exteriorizaba el sentimiento rojiazul: Corea. También en este nombre se recogía la tragedia de un país que fue capaz de mandar al sacrificio a muchos de sus ciudadanos, a una guerra que no les pertenecía, pero cuyos gobernantes asumieron como si fuera propia.

Colombia fue el único país, supuestamente autónomo —porque Puerto Rico, un eufemístico Estado Libre Asociado, también se unió a la nefasta causa— que se plegó a las políticas de Estados Unidos en su guerra de respaldo a Corea del Sur contra Corea del Norte, apoyada a su vez por China socialista. El gobierno del entonces presidente conservador, Laureano Gómez Castro, ofreció una unidad naval y después puso a disposición una fuerza de infantería que ni siquiera existía, la misma que adoptó luego el nombre de Batallón de Infantería No.1 Colombia. Participaron 5 100 combatientes, con 111 oficiales y 590 suboficiales; se produjeron 639 bajas, divididas entre 163 muertos, 448 heridos, 28 prisioneros —que fueron canjeados—, y 47 desaparecidos. Es claro deducir lo fácil que resulta para quienes han gobernado, y siguen gobernando, desde la comodidad este país, mandar a la guerra a los hijos de los más pobres.

Pero los coreanos rojiazules no nos rendíamos ni nos doblegábamos ante el enemigo más poderoso, fueran Santa Fe, Millonarios, Cúcuta o Cali —el Nacional de esa época seguía sin siquiera asomarse al triunfo que, de manera generosa, lo recibió a partir de los años 70—.

“Ra, ra, ra; Medellín, Medellín. Soy el hincha fiel, hincha hasta morir, de ese gran equipo que se llama Medellín”, era una de las consignas que se desparramaban por la tribuna de Corea, tomando un fragmento de una de las muchas canciones que por la época se le dedicaban al siempre poderoso Deportivo Independiente Medellín.

Las voces de los hermanos Fortich, del cantante argentino Carlitos Valdés, de Matilde Díaz y la orquesta de Lucho Bermúdez llenaban nuestros espíritus de devotos fervientes en unos colores que no destiñen a pesar del tiempo y de las derrotas. Recuerdo que el maestro Lucho y su orquesta ensayaban todos los días en un garaje pequeño situado en la carrera Popayán con calle Manizales, a cuadra y media de mi casa y a dos cuadras del cementerio San Pedro. Muy cerca de allí, sobre la misma carrera pero en dirección a la calle Lima, vivía en una modesta habitación, en un pasaje, el cantante costeño Noel Petro, conocido luego como El Burro Mocho.

No se me hacen extrañas algunas frases o consignas que hoy buscan marcar el aparente contraste o la paradoja de ser seguidor de un equipo que está más familiarizado con la derrota —ojo, no fracaso—, que con el triunfo —ojo, no éxito—. Es el caso de “hinchas del Poderoso, aunque gane”. El escritor argentino Adolfo Bioy Casares, aliado literario de Jorge Luis Borges, con todo y su rechazo al fútbol, llegó a sentenciar que “si hay algo en la vida que forja el temple del ser humano, es cuando este es hincha de un equipo perdedor”. De allí que cuando en Corea celebramos un tercer lugar en 1964, o incluso un subcampeonato en1966, lo sentíamos y lo festejábamos como si fuera un título de campeón alcanzado por vez primera, a pesar de los campeonatos de 1955 y 1957. Pero en nuestro caso, los mismos eran apenas un dato histórico y no propiamente un motivo de fiesta o de recuerdo viviente; todo porque no habíamos sido testigos de tales epopeyas.

En Corea, el tiempo adquiría una fuerza extraña cuando jugaba el Poderoso, dependiendo del resultado del enfrentamiento. Y como si esto fuera poco, arriba, a nuestras espaldas, teníamos la presencia del gigantesco reloj de Longines, un monstruo rectangular de figura blanca y negra al cual mirábamos por mirar, sabiendo que nuestra ignorancia nos impedía calcular los minutos que faltaban para terminar el partido. Pero además de ello, y como producto de nuestro desconocimiento del tiempo del hombre, ese reloj siempre nos comunicaba la sensación de un tiempo detenido o acelerado, según el marcador del encuentro: cuando el resultado estaba a favor del DIM, mirábamos un reloj andando lento, incluso parado, mientras que cuando era nuestro equipo el que perdía, el tiempo marchaba a una velocidad mayor que la de nuestros corazones, con los consecuentes riesgos para la salud del hincha rojiazul. Bien dicen por ahí que el tiempo está enraizado en cada uno de nosotros.

¡Perfecto… gol!

Y si nosotros hacíamos fuerza desde la combativa Corea, en el sur del Atanasio, en la pista atlética eran el ansia y la emoción de técnicos como el argentino José Vicente Grecco, el chileno Francisco ‘Pancho’ Hormazábal y el paisa Rodrigo Fonnegra, cada quien jugando su propio ajedrez para conservar el resultado o para darle vuelta al mismo. Para ello contaban con jugadores como el arquero Fernando Sierra; los defensores Héctor ‘Canocho’ Echeverri; Antonio Pécora, Rodolfo ‘Fito’ Ávila; Jaime Salazar; volantes como Mario Agudelo; delanteros como Uriel Cadavid, Perfecto Rodríguez, Germán ‘Cuca’ Aceros, Eusebio Escobar y Juan Carlos Rodríguez. Este último, argentino, en un clásico con el Nacional, fue el autor de un golazo de palomita en la portería que defendía el paraguayo Pablo Centurión, un arquero que tapaba de cachucha y al que le decían Pablo Arepa, porque era de milagro que sacaba balones que iban para su arco. Pero después, ese gol de Rodríguez a Centurión le salió al DIM en la fabulosa suma de ochenta mil pesos, porque se fue del país sin acabar de cumplir su contrato con la institución.

Recuerdo con mucho cariño, cuando evoco la tribuna Corea, al paletero que religiosamente trabajaba allí domingos; lo apodábamos Lleras o Lleritas: el primero por lo prominente de sus incisivos superiores, similares a los del ya fallecido primer presidente, Alberto Lleras Camargo, y el segundo por su baja estatura, en alusión al billetico pequeño de 50 centavos que tenía la imagen de dicho mandatario y que la gente llamaba Lleritas. El vendedor cargaba sus paletas de agua de colores en una caja de cartón; por fortuna, salía rapidito de ellas por obra y gracia del calor que caía en forma implacable sobre el cemento coreano y sus ocupantes. Lleras se acopló tanto al remoquete que ya no respondía a los llamados del sencillo grito de ¡paleteeerooo!

Desde Corea también afloraba el espíritu antioqueño cuando la Vuelta a Colombia llegaba al estadio, procedente de ciudades como Armenia o Pereira. Acompañantes, transmóviles y patrocinadores llegaban hasta las puertas del escenario y a este solo podían ingresar los ciclistas, al fin y al cabo los protagonistas de la epopeya. Los pedalistas debían subir el alto de Minas y luego descender pasando por distintas poblaciones, hasta llegar triunfantes a la pista atlética del Atanasio Girardot y recibir los merecidos honores de los aficionados. Claro que la respuesta dependía de si era un ciclista antioqueño —llámese Martín ‘Cochise’ Rodríguez o Javier ‘el Ñato’ Suárez, por ejemplo—, quienes eran aclamados por los seguidores del DIM allí concentrados. Pero cosa muy distinta ocurría cuando quien arribaba de primero era un corredor boyacense llamado Miguel Samacá, o un cundinamarqués de nombre Pablo Hernández, dos vallunos conocidos como Luis H. Díaz y Carlitos ‘la Bruja’ Montoya, o un pereirano identificado como Rubén Darío Gómez, el Tigrillo de Pereira. De inmediato se escuchaba una atronadora silbatina como actitud de rechazo a quien se atrevió a ofender el orgullo paisa.

De ese sentimiento que bullía domingo tras domingo en Corea también era dueño el famoso Malevo. Todos los lunes, en su Rincón de Casandra, la columna que tenía en el diario liberal El Correo, José Yepes Lema daba rienda suelta a su devoción por la casaca roja, bien fuera cantándole a la magia de Corbatta, a los goles de Óscar Cáceres, o llorando una derrota mientras se dolía por el pie milagroso que la hubiera evitado. El título de una de sus columnas se convirtió en la única arma de los hinchas rojos para enfrentar el sufrimiento cuando este parecía llegar al límite: “¡Ay Medellín, nos vas a homicidar!”.

Si desde Corea sufrimos, también desde Corea fuimos felices, impulsados por el amor a la camiseta roja, por el delirio con los goles rojos y por la admiración a nuestros ídolos, desde Agapito Perales y su Danza del Sol, hasta el Pibe ya lejano o Giovanni Hernández, pasando por el Charro Moreno y el inolvidable Corbatta. Mi homenaje a ese bloque plebeyo de cemento que también se estremeció con las pasiones de un feliz doliente del equipo del pueblo.