Archivo restaurado
Universo Centro 028
Octubre 2011
Por FERNANDO MORA MELÉNDEZ
Fotografías del autor
San Antonio de los Baños fue a comienzos del siglo veinte un lugar de romerías y paseos, gracias al supuesto poder curativo de las aguas del río Ariguanabo. Lo habían fundado con otro nombre unos inmigrantes canarios, cuando Cuba era todavía una colonia española. Luego, ese poblado dio a luz a dos célebres cómicos, Abela y De la Nuez, que se atrevieron a criticar a Machado y a Batista, los primeros y únicos dictadores que la historia oficial reconoce. La aldea desde entonces se hizo llamar Capital del Humor.
Más tarde, atraídos por ese pueblo de risa, llegaron Fernando Birri y otros iluminados a fundar una escuela de cine que desde el inicio tuvo el rotulo de internacional. Fue curioso que en 1986, mientras el país pugnaba por resolver su desaliento económico debido a que había renegado del Tío Sam, también pensara en fundar allí un pequeño Hollywood. Esto era como decir que la ficción del Séptimo Arte podría redimir la verdad del Tercer Mundo. De todo hay en la viña del señor Marx, hay que decirlo, y por eso la Escuela hizo su estreno con alfombra roja.
Pronto llegaron a la isla celebridades como Robert Redford o Francis Ford Coppolla; querían darle una mano a la moviola, de modo que algún día se vieran por el mundo otra clase de películas, sin el sabor precocido de la comida rápida y los platos desechables del sueño americano.
Con esa pequeña ayuda de los amigos empezaron a verse más cintas de habla cubana y latina en los festivales. En el 95 una de ellas, Fresa y Chocolate, había sido nominada, en la propia boca del lobo, como mejor película extranjera. El tío Oscar al final no llegó, pero los actores se cotizaron en el exterior, casi como cualquier futbolista criollo, incluido el propio guionista: Senel Paz.
Precedida de estas glorias, San Antonio de los Baños se convirtió en una cinegoga adonde cientos de iniciados viajaban con la ilusión de ver filmados sus sueños.
Ahí estaban los postulantes: Hugo, un exiliado chileno, radicado en Viena; Alcira, una valenciana rubia; Fabio, un publicista porteño; Marco, un diseñador brasilero y otros más del reparto; incluido Adrián Valdez, un becario nativo que ayudaba en la tramoya.
Por ventura no hacía calor en el bloque de arquitectura soviética donde nosrecibió el primer día de clase el propio Senel, guionista de la ya mencionada cinta.
—Les tengo una buena noticia —nos dijo— parece que hay papel.
No estaba haciendo alusión a algún actor que acabara de conseguir para su próxima película; sólo hablaba del extracto de celulosa que sirve para escribir guiones. Quería saber de dónde veníamos y cuál era el cuento que queríamos contar en el papel.
Marco Simoes, trigueño, de acento carioca, no pudo contener el ansia que tenía de hablar de primero sobre su ópera prima. Dijo que quería narrar con imágenes la vida de Santos Dumont porque la humanidad entera tenía una deuda con el brasilero, quien era el verdadero inventor del avión y no los hermanos Wright, como nos habían hecho creer desde la escuela. Senel le preguntó si ya tenía algo escrito. “Está listo, contestó Simoes, sólo falta traducirlo al español”.
El maestro entonces se fijó en Alcira.
—La verdad es que tengo ya una idea.
Quisiera hablar de una monja a la que contagian de sida, pero el hecho aún no me parece tan fuerte, quiero decir dramático. Creo que le deben pasar más cosas…
enel acotó:
—¿Tener sida no te parece dramático?
—No la verdad, no sé…
El cubano cortó por lo sano y dio la palabra al porteño. Fabio habló de una adolescente ciega y mu y bella a la que un profesor de música particular, muy particular, va seduciendo poco a poco, sin que los padres sospechen nada.
—Le tengo el título —dije, presa de mi impertinencia— se llama “La” menor.
Al argentino no le hizo ninguna gracia mi aporte; antes bien nos dejó en ascuas sobre el posible final.
Hugo, el exiliado, pasó a decirnos que no le parecía ya sensato rebajar el cine a una vulgar trama. Quería hacer una película sin historia y que justamente conmoviera por ese hecho. Le había mandado una sinopsis a un productor austriaco, pero como no obtuvo respuesta, decidió viajar a San Antonio para resolver lo que faltaba.
—¿Cómo se llama tu película?, quiso saber Senel Paz.
—”Nadie nada nunca”—dijo Hugo, con orgullo.
—Se explica por qué no la hayan tenido en cuenta…
El comentario de Paz dejó un silencio muy duro de remontar. Y no sé de dónde saqué aire para hablar sobre la idea que me rondaba por esos días. Dije que quería hacer un cortometraje que ocurriera todo dentro de un taxi, para variar… Un personaje, enrumbado en algún tablado de la Feria de las Flores, lejos de casa, se había quedado con sólo tres mil pesos para regresar. Había cogido el carro y tenía planeado bajarse de éste cuando el taxímetro marcara esa cifra. Dicho y hecho, el aparato marcó los tres mil en mitad del puente de San Juan y el conductor se negó a dejar al pasajero en ese lugar porque suponía que se iba a suicidar.
—¿Cómo termina el corto?—preguntó el maestro, con cara de haber oído ya todas las historias desde el Génesis.
—El taxista comienza a dar vueltas con el tipo tratando de convencerlo de que no se mate, pero el pasajero cree que el otro lo va a colgar. Al final se aclara todo y el taxista lleva al hombre a su casa.
—¿De causalidad esa película no se llama “Qué bello es vivir”?
—No, dije, ofendido por el escarmiento que me propinaba.
Sin más comentarios, Senel pasó a explicar cómo había preparado su Fresa y Chocolate, de modo que pudiéramos entender el entripado que se necesita para darle vida a los seres de papel. La mayoría de sus ejemplos se referían a películas norteamericanas. Era devoto de un gurú gringo del guión llamado Syd Field, más venerado en esta escuela que el propio Lenin.
Alguno debió preguntarle sobre las dificultades de hacer cine en la Isla. “Este es un país de contrastes, nos dijo, aquí en cualquier hospital te cambian el corazón, pero no puedes llamar por teléfono”. En alguna ocasión le habían dicho: “Senel, necesitamos que escribas un guión, pero debe ser una película donde no se necesite ni telas ni gasolina”. Hasta ese entonces siempre había creído que las contradicciones sólo existían en el mundo capitalista y aquello fue como perder la virginidad.
Mientras aguardábamos el fin de semana para visitar La Habana, que algunos apenas conocíamos por los relatos de G Caín, prestábamos películas de Kavalerovich y Zanussi, directores de Europa del Este imposibles de ver en ninguna parte; jugábamos ping-pong o íbamos a dar vueltas por la piscina con una cerveza en la mano. En torno a la Escuela se extiende una enorme planicie de sembrados de sorgo y maíz cuyo susurro apenas se interrumpe por la llegada de una Van con una pandilla de estudiantes ebrios que gritan obscenidades en tres lenguas y luego se escabullen a sus cuartos en fiestas más íntimas. Estas latitudes son propicias para desfogar y muchos han llegado con la excusa de estudiar cine y pasar unas vacaciones a todo dar, en pesos cubanos.
Marco Simoes, que andaba a trompicones con un enorme computador que había traído de Río para hacer sus tareas, pues había escuchado que acá se sufría por equipos, nos leía pedazos del guión sobre Santos Dumont; Fabio cebaba mate y despotricaba sobre la burocracia del país; Alcira, la valenciana, quería comerse un plato de pulpo, pero solo encontraba tomate y boniato; Hugo, exiliado en Viena, se explayaba describiendo los encantos de las nativas; Adrián Valdez, el tramoyista, quería invitarnos a un café en su casa para que viéramos sus pinturas.
El primer sábado de descanso, aprovechamos la guagua que sale de la escuela hacia La Habana, a dos horas de camino. El carro andaba con tanta parsimonia que Valdez tuvo tiempo de contarme su romance con una bogotana llamada Verónica. Me aseguró que el rollo con ella había ido en serio, no por interés, aunque ésta le había prometido ayudarlo a salir de la isla. Aún después de un año de silencio seguía esperando noticias.
Apenas le señalé por la ventanilla un edificio que me pareció curioso me comentó: “Ese es un edificio de la época en que había presidentes”. Y apunte tras apunte el isleño se convertía en una especie de cicerone al revés, con una versión desencantada del paisaje.
El mar saltaba sobre la calle del malecón y pegaba en las casas como buscando la costa que le arrebataron, tal cual lo describía G Caín en novelas que, luego supe, sólo uno que otro podía leer en circulación clandestina.
Camino de la ciudad vieja, unas cuadras más allá, en dirección al Museo de la Revolución, no cesaron de abordarnos rebuscadores con los más variados señuelos: un hombre vendía un billete firmado por el Che Guevara, de cuando éste era el ministro de economía; una mulata quería oír música en mi equipo portátil que ella llamaba “la guokman”, mientras preguntaba la hora y nuestros planes para esa noche. Pero de otro portal oscuro saltaba un isleño que quería cambiar ron por la camiseta que yo llevaba puesta. Nos siguió el paso un trecho largo diciendo “Bob Marley is my god” y daba la casualidad de que ese día, sin que yo fuera un fanático suyo, llevaba impreso en el pecho al Rey de los rastas. Por todo el camino esa frase: “Te cambio el pulóver”, se convirtió en una letanía del peor de los reggaes.
Sólo estuvimos a salvo en la entrada del Museo. Allí nos detuvimos frente a la enorme vidriera, tras la cual reposa, en un pedestal, el Granma: un fetiche revolucionario, el bote de pesca blanco en el que desembarcaron los ochenta insurgentes que se tomaron el poder en el 58. Asombra que todos ellos hayan cabido, con sus armas, en una sola panga, igual de hacinados que los ciudadanos cubanos en una guagua en horas pico. El turista toma su foto porque, chico, esto no es un bote cualquiera, y Fidel tenía sus cojones.
Después del barquito de los barbudos pudimos ver una fatigosa colección de cuchillos, espejuelos, uniformes y fotografías de la saga comunista. De pronto, uno se encuentra con un par de zapatillas apolilladas y cuando se acerca a la ficha se da cuenta de que eran de una líder asesinada. Son objetos funestos que parecen decirnos, sotto voce, que para imponer ideas siempre hubiera que derramar mucha sangre. A veces una cosa diminuta nos produce una emoción perdurable, como esas gafas de Schubert que hicieron brotar una lágrima en un museo de Viena a León de Greiff. A mí me conmovió la bombita de asmático que llevaba el Che en el bolsillo, para darse aire cuando lo perdía en su campaña por la Sierra Maestra. Cerca de allí también estaba la pistola con incrustaciones de zafiros y rubíes, ya oxidada, todo un juguete rococó de Batista, el tirano derrocado.
Pero nada de lo visto supera a la escena de guerra con las estatuas en cera, al natural, de los tres santos de la Revolución: Castro, Guevara y Cienfuegos, en un paraje de montaña, en pleno fragor de la batalla, rubicundos y sudorosos, extasiados ante una victoria inminente. Para exagerar el realismo de martirologio de un paso de Semana Santa, se escucha de fondo la voz del comandante Guevara. Un visitante alemán graba el sonido y toma una foto de la máquina de escribir en la que Hubert Mattos escribió el célebre reportaje a Castro desde la selva, que ayudaría a consolidar el triunfo de un movimiento y el inicio de un mito.
Para bajarle grados al fervor patriótico basta mirar las fotos de La Habana cuando se suponía que ésta era apenas el patio de juergas de los gringos. El régimen exhibe, como un oprobio, fotografías de prostitutas en las calles durante los años cuarenta de la era capitalista; pero lo único que ha cambiado ahora son las ropas de época. Las jineteras de hoy, a pocas cuadras del museo, lucen atuendos tipo vintage.
Fue curioso que a la salida justamente nos encontráramos a Hugo, el exiliado. Nos contó que había cambiado el tema de su película. Ahora iba a escribir sobre el romance entre una muchacha cubana y un chileno para mostrar la desazón de una lucha fallida por la que habían dado la vida tantos amigos suyos.
Hugo vivía con una anciana en Austria, había empezado como profesor de español suyo y ahora, después de que los médicos la desahuciaran y se entregara de tiempo completo al coñac; él esperaba heredar una fortuna que le permitiera filmar sus cuentos. Ahora nos estaba invitando a almorzar. Ya había un niño guía a su lado para llevarnos a uno de los locales clandestinos que los cubanos llaman “la paladar”.
La travesía nos condujo por un laberinto de falansterios hasta un comedor limpio y hogareño, con aroma ambiental de vainilla, servilletas y hasta coca-cola del mercado negro. Con el aderezo de los placeres furtivos, almorzar podía ser tan emocionante como conspirar. La mujer nos recitaba el menú como un son antillano donde había langosta, caracoles, pollo frito, moros y cristianos. Sucede en estos sitios que la dueña te ofrece un desayuno continental, pero luego de un rato regresa diciendo: “Me da lástima decirles que la leche se nos terminó, podemos traer algo de jugo, ah… y sólo hay dos huevos, ¿eh?… Tú sabes, chico, que en este momento la cosa no es fácil.”
Para montar un paladar se necesita la unión de muchos que tengan capacidad de negociar los productos en el comercio ilegal, so pena de sufrir multas imposibles de pagar o ir a la cárcel.
Mientras esperábamos el pedido y Hugo nos contaba los últimos chismes de la Escuela, nos dimos cuenta de que en este restaurante eran el yerno y el suegro quienes cocinaban, mientras la suegra y la hija atendían a los extranjeros. Esta vez las viandas llegaron completas y magníficas. Entre el bajativo y las propinas, la casera nos ofreció un viaje a San Francisco de Paula para conocer la casa de Hemingway. La tarifa era razonable. “Vayan, nos dijo, para que vean cómo vivía de bueno el gringo ese. Yo lo leía mucho en el malecón, cuando era joven y bella.”
A las seis, cuando una algarabía de pájaros viene a colmar el silencio de los parques, fuimos en un taxi a la casa de Adrián Valdez, en el sector de Centro Habana. Por alguna de esas calles de postal antigua comprendí por qué Carpentier había llamado a este puerto La Ciudad de las Columnas. Eran tantas que, aún a la velocidad de un carro cubano, uno tiene la sensación mareante de una hilera de árboles. En varias de esas paredes de colores terrosos se leían grafitis corregidos con tachaduras por los CDR o Comités de Defensa de la Revolución que existen en cada manzana. Donde antes decía “Fidel asesino”, dijo Valdez, ahora dice: “Fidel así sí”. Era maravilloso el ingenio de los corregidores.
Cuando Hugo y yo entramos a casa de Adrián, un caserón modesto del siglo XIX, de paredones altísimos y olor de hace tiempos, nos sorprendimos por la profusión de libros, las bellas ediciones cubanas de los clásicos, ejemplares en papel de arroz y una diversidad de autores de culto como Salinger, Henry Miller, Bukowski o Dylan Thomas, que no pensábamos que se leyeran en Cuba. Pero bien se ha dicho que el complejo insular hace que en ninguna otra parte se tenga tanto interés por ser cosmopolita como en una isla. Adrián nos contó que había cambiado una enciclopedia de música por las obras completas de Shakespeare, con las que pensaba aprender inglés y viajar a Canadá donde estaba su padre.
Ante la curiosidad inicial por su casa, no nos habíamos dado cuenta de que Adrián había encontrado en el piso una carta de Verónica. En un primer momento no quiso abrirla, pero todavía le temblaban los dedos cuando la ponía en la mesa de su estudio. Trajo una jarra de agua helada y nos ofreció cigarrillos Popular, un tabaco áspero, sin filtro. Luego pasó a mostrarnos sus dibujos, bocetos de criaturas amorfas, al carboncillo sobre papel kraft, que hacían parte de una obra en gran formato que planeaba pintar algún día en un mural como los del edificio de Naciones Unidas. También nos mostró un largo panfleto titulado: “A la sombra del caudillo” en el que mezclaba argumentos con parodias de consignas del Partido, como ese de “Proletarios de todos los países uníos, último llamado”, o aquella otra de: “La revolución nos ha dado educación, nos ha dado salud, nos ha dado cultura. Lo único que no nos ha dado la revolución es desayuno, almuerzo y comida.”
Hugo le insinuó que abriera la carta y antes de conocer las noticias lo adivinábamos en las expresiones del rostro. Verónica le decía que había pasado unas noches insuperables al lado suyo, pero que en este momento su vida había cambiado de libreto y ya Valdez no estaba en el reparto.
Pese a los informes, Adrián no se abatió. Ante la pregunta del chileno sobre por qué no se caía el régimen, comentó que la pregunta debería ser por qué no se hace más fuerte: “Todo funciona como un motor viejo que parece obsoleto, pero no se puede parar. Es muy difícil que millones de personas dejen de hacer lo que hacen de un momento a otro”. Nadie quiere más revoluciones ni donar más sangre a otra guerra como la de Angola, en la que una mujer, por ejemplo, perdió a toda su familia en combate y ahora vagaba, loca de remate, por las calles de La Habana.
La conversación se extendió hasta la madrugada, cuando nos acordamos de que debíamos estar temprano en L y 23, cerca de la Heladería Copelia, para coger la guagua de regreso a la Escuela.
A las primeras luces, Adrián nos despertó para ofrecernos un pedazo de pan ácimo y un residuo de café de la libreta de racionamiento. Me ilusioné ante la idea de probar el tinto de la mañana que es casi un sacramento. Sólo que el bueno de Adrián apenas tenía en un recipiente de plástico una cantidad equivalente y, sin exagerar, a tres dedos de bebida para tres. El anfitrión sirvió la ración de un centímetro para cada uno en vasos de latón como los que usan los vaqueros en las películas del Oeste. Luego, sin asomo de vergüenza, con la dura dignidad de los cubanos, partió el pan en tres pedazos, mientras me dijo:
—¿Sabe qué me gusta a mí, compadre?
—No tengo idea.
—La realidad virtual.
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