Archivo restaurado

Universo Centro 002
Diciembre 2008

Cuento de navidad para gente bien

Por RUBÉN VÉLEZ

“Luz, más luz”, pedía Goethe en su lecho de muerte. No creo que el hombre se haya despedido con un ruido tan glamoroso. Pero como él ya era inmortal, tenía que contribuir con el álbum de los adioses célebres. Cuando yo alcance la inmortalidad –un día de estos-, lo primero que haré será contratar a un buen publicista, para que se encargue de “cranear” mi último eructo.

(Echo de menos el adiós de Borges. Él, que día por medio salía con una frase memorable. A María Kodama, en Ginebra, le faltó chispa. Ella, que ha sido tan despierta en Buenos Aires).

“Luz, más luz”, pedía el viejo Goethe, viejo verde que todavía nos ilumina. En mi lecho de vida, que es la calle, yo pido todo lo contrario. Oscuridad, oscuridad. Hoy, ocho de diciembre de 2006, estoy hasta la coronilla de la iluminación navideña. Donde no hay velas encendidas, hay un incendio que se prende y se apaga. Ni hablar de la luz que despide el rostro de los hombres de bien (en esta parte de Medellín, todo el mundo).

Debí quedarme en mi último piso, a oscuras. Pero el espíritu me pedía intemperie.

Ambular, ¿no es lo que deben hacer los poetas que carecen de tema? Ni aquí ni allá son bien vistas las personas que salen desprovistas de norte. Y con razón: despiden la luz de la otra cara de la luna. Ambular, ¿no es lo que más le conviene a la poesía?

Sin un solo golpe de pecho por ahí, que ya te cruzarás con una línea feliz.

Pero muchas ilusiones no te forjes, que nunca escribirás como Borges.

¿Y todas esas luces? ¿Arde la “Ciudad de la eterna primavera”? Ni más ni menos que los alumbrados del río. Río Medellín, cloaca con suerte. Por estas fechas, sobre su tramo central, pende una parafernalia luminosa que “deja alucinados a propios y a extraños”. Nuestros poetas malditos (dinosaurios que todavía encandilan a una que otra ama de casa), pasan por alto la gran proeza de nuestros luminotécnicos. Ellos sólo tienen ojos para la inmundicia que se dirige a un norte de antología. El mar, el mar, poema-río de nunca acabar.

Aquí tenemos el edificio más inteligente de la ciudad (esto va para guía turística). Aún no se ha podido establecer si su inteligencia es contagiosa. Esperemos que no. Pero qué digo (no podía faltar el golpe de pecho). Esperemos que sí: llevamos mucho tiempo a media luz.

Como en los sitios de recreo que yo frecuento no se usa la palabra, no podría decir si me he relacionado con gente lúcida o con gente del montón. ¿He debido acudir a la fisiognomía? Tampoco en esos sitios se usa echar mano de la ciencia. En cuanto a las mujeres y los hombres con los cuales trato en mi sitio de trabajo (el gimnasio), digamos que son buenas personas.

Oh no, la Plaza de la Luz. Su solo nombre basta para mortificarme. Creo que es la única plaza del mundo que no fue hecha para que la gente la viviera, la disfrutara, sino para que la tuvieran en cuenta los jurados de los premios internacionales de arquitectura urbana. Ya se ha ganado tres galardones. No es una “instalación” fea, pero no hay manera de apropiarse de ella. El señor alcalde debería contratar a unas cuantas mujeres de la vida para que se instalen en sus inhóspitas bancas de cemento. Por la Plaza de la Luz, pese a que es un bosque de falos, se pasea a sus anchas un aire de mausoleo.

Frente a ese monumento a la claridad, quedan los despachos de la diosa vendada. Luz a raudales y luz en veremos. Si aquí se aclararan a fondo ciertas cuestiones, ¿qué institución y quién de arriba quedaría en pie? Sigamos a media luz, para que el Orden, que tanto ha hecho por mi confort, no salte en pedazos.

Para los que piensan que la oscuridad está ganando la partida, me permito informarles que dos salas equis de la carrera Bolívar fueron convertidas en templos cristianos. Donde uno podía mancharse, ahora sólo puede purificarse. ¿Qué destino tiene más futuro, el de futbolista o el de pastor? Hijo mío, ambos son amados por la masa, ambos llevan lejos, pero el primero te expone a más caídas que el segundo, y después de los treinta, cuando de veras empieza la vida ( te lo dice un hombre maduro ), tendrás que dejarlo.

¿También podrá la luz con Cine Metro? ¿Cómo se las habrá arreglado este antro para sobrevivir? En Madrid, en uno por el estilo, me aficioné a los cortos de mucha acción y ni una sola palabra. Eran los tiempos ya míticos de “La Movida”. Pero no podría decirse que yo hice parte de esa verbena de la postmodernidad. Por tres razones. Primera: iba a los sitios de desmadre que no frecuentaban sus estrellas. Segunda: no consumí hachís, ni cocaína, ni éxtasis. Y tercera: no tuve oídos para el rock ( no tengo oídos para ninguna clase de música. En eso, sólo en eso, me parezco al ciego que vislumbró la indefinible esencia del Aleph ). En el Madrid de los ochenta me moví a medias. Luego, no puedo proclamar, como ahora hacen algunos españoles de mi edad, que fui un espíritu de lo más libre y libertario, vamos, de lo más postmoderno.

Luana, estrella estragada, luz que ya no encandila a nadie. ¿Todo por descubrir? Ni que fueras la otra cara de la luna. Sabemos que debajo de tu vestido de marca no hay más que marcas del Señor del Vacío. Luana, postal del Sahara, ¿no te lo ha advertido 11 tu agraciada nariz? Ya hueles a Chanel menos cinco…

En la pantalla, lo de siempre. Y en la realidad, un tipo que he visto mil veces, ya arrodillado, ya en cuatro patas. El hombre, que va para los sesenta, iba para una alta dignidad (en este país, un cargo oficial que sólo se puede desempeñar en Bogotá). El mal premoderno del apego a los padres lo obligó a quedarse en Medellín. Hijo ejemplar, pero también, por no haber llegado a ninguna parte, mal ejemplo para las nuevas generaciones. ¿Hizo bien? ¿Hizo mal? Si se hubiese convertido en un prohombre (¿de qué no será capaz el poder?), talvez se habría visto obligado a medir su satiriasis.

Al Cine Carretas iban materias tiernas, casi maduras, maduras y pasadas. En este cine, en la noche más luminosa del año, pululan las materias opacas. Viejos verdes que no piden luz, sino acción. Herr Goethe se moría por la “luz de la juventud”. Para estos señores, la edad del otro es lo de menos. No importa que seas un otoño o un retoño; lo que importa es que no seas imposible. Creo que hacen bien; si se refugiaran en un hogar geriátrico, a la media hora se morirían de tedio.

En la pantalla, “Todo por descubrir debajo del vestido”. En la realidad, “Fáciles felicidades de unos cadáveres que todavía no huelen a muerto”. En mi interior, “El zombie baila con su sombra”. Tres películas por el precio de una. No nos podemos quejar.

Mientras la Borgia actúa (por fin sin palabras), entra en escena, con un maletín, un muchacho muy delgado y muy blanco. Materia fantasmagórica. Como todavía no se ha acostumbrado a la oscuridad, se mueve a tientas. ¿Tendré que asediarlo? ¿Me ha llegado la hora de renunciar a mi viaje de viejo? (estaba pensando en las cosas que yo hacía, por estas fechas, en una finca de tierra caliente. Lástima que no haya fotos de esos pesebres, de esas instalaciones que no pretendían pasar por obras de arte. Habrían servido para probar que yo también fui un artista conceptual). Pero el alma no me pide animaladas. Ahora soy la reencarnación de mi abuela materna. “Nada deseo. Y lo poco que deseo, lo deseo muy poco”. No debí refugiarme en un club del semen, sino en un cementerio.

(Seguimos en esa finca, que se llamaba y se llama “San Francisco”. Ahí, un veinticuatro de diciembre, me disfracé de cura. A mi mamá se le iluminó la cara. Mi papá dijo algo incomprensible en su idioma predilecto. ¿Qué quiso decir con esa tosesita? ¿Démonos por bien librados si llega a monaguillo? De mi papá me ensombrecía, sobre todo, su eterna expresión de malhumorado. Su humor negro, en cambio, a veces coloreaba mi película).

-¿Puedo sentarme a su lado?
-Puede.

Es la primera vez, en esta clase de lugares, que me hacen esa pregunta. Aquí no se usa la cortesía. Etiqueta equis: el otro está autorizado para pasar sin más ni más a los hechos. ¿Qué llevará esta aparición en ese maletín? ¿Un manual de urbanidad?

-¿Qué llevas ahí?
-Ni más ni menos que un tesoro.

En la antesala, donde nadie suele hacerse, hojeo el álbum de la ilustre familia de mi acompañante de turno. ¿Para qué me sirven estas postales de postín y las cosas que sobre ellas me recita su anémico propietario? De momento, para suponer que el señorito Federico Guillermo Lalinde Santa-María se ha casado con la primera mitad del siglo veinte, la época en que los suyos tuvieron mucha plata. Otro que se equivocó de lugar. Este bisnieto-de-alguien no debería encontrarse en una porqueriza, sino en un museo.

-Eres blanco por los cuatro costados, ¿no hiciste alguna vez de Niño Jesús?
-Un Niño Dios no sólo debe ser muy blanco; también, muy hermoso.
-¿No tienes hambre?
-Dígase apetito.

Láncese una interjección de otros tiempos, por ejemplo, vaya por Dios. En mi casa, en un dos por tres, el pobre heredero de los Lalinde y los Santa-María da cuenta de medio pollo, de cuatro papas de las grandes y de dos malteadas de vainilla. No hacemos nada. Noche de paz. Noche sin amor. Y sin embargo, memorable. ¡Qué bien arden estas imágenes del Paraíso! ¡Qué manera más encandiladora de librarse del pasado! Gracias a mi labia de ente de antier, esto es, de poeta, el marciano del maletín se ha atrevido a pisar tierra; en palabras de púlpito, ha empezado a vivir de verdad. Soy más buena persona de lo que yo pensaba.