Caio Bayma. Guía del terreiro de umbanda.
Caio Bayma salió un día a la calle dispuesto a chocar con una roda de samba. Vivía entonces en el Morro dos Macacos, en el barrio Vila Isabel, una favela de cultura vibrante donde el carnaval late todo el año y es común toparse con músicos y bailes y fiesta. Viniendo de un segundo piso, escuchó el ritmo de los tambores y pensó que había encontrado la roda que buscaba.
—¡Descubrí un lugar nuevo! Voy a tomar una cerveza —dijo, y subió las escaleras.
Pero en el segundo piso no había cerveza, ni tampoco samba, sino una “gira de caboclo”: un ritual umbandista en el que los médiums invocan a los espíritus indígenas para buscar consejo y protección. Él no creía en nada de eso. No creía en el cuerpo y el alma. No creía en el espíritu. Él era un matemático, con todo lo que eso implica.
Aun así, quedó flechado con el ritual. Con la música y el cuerpo. Con la estética de las imágenes, de las plantas, de las entidades bailando, de los colores. Y con esa curiosidad, más plástica que mística, siguió asistiendo al terreiro, hasta que ocurrió lo inevitable: durante una de las giras, Caio Bayma sintió que un espíritu gitano entró en su cuerpo. El gitano quiso entrar, y él, aun con todas sus dudas, permitió que la entidad tomara posesión de sus carnes y de su voz.
—Yo ya había ido varias veces al terreiro. Quería tener esa experiencia —la de la incorporación—, pero no me atrevía a hablarlo con mis amigos, ¿verdad? Así que fue una experiencia única. Tenía que ver a un psiquiatra o admitir que tenía esquizofrenia o algo así.
Entonces, empezó a investigar. Inicialmente, su intención era desacreditar la experiencia de la incorporación, demostrar que era una broma, un performance, un trance colectivo, una mentira estéticamente irresistible. Pero entre más investigaba el fenómeno, más se convencía de que los espíritus sí podían, en efecto, poseer los cuerpos de los médiums, y que lo que ocurría en las giras era real, ancestral y palpable.
Dieciséis años después de su primera incorporación en el Morro dos Macacos, Caio Bayma es llamado Pai Caio por los cien umbandistas que convoca en su terreiro del barrio San Cristóbal, en el centro de Río de Janeiro.
El terreiro queda en el segundo piso de un edificio de tres, sin señales externas que lo identifiquen. En el rellano de las escaleras hay dos nichos: en uno hay un altar a Exú, el orisha guardián de los caminos y las encrucijadas, representación del equilibrio y la dualidad, y en el otro, un altar a un malandro, que en el Umbanda es un espíritu carismático y de buen humor que protege a los desfavorecidos de las ciudades y las calles. Ambos tienen ofrendas: tabaco, una copa de licor, velas y aceitunas en conserva.
Antes de entrar, Natalia, periodista y médium —una de nuestras generosas anfitrionas en Río— nos pide que nos quitemos los zapatos. El templo umbandista es un salón amplio y luminoso, de unos 150 metros cuadrados, con el piso en parqué desgastado que ya hemos visto en varias edificaciones y casas de Río de Janeiro, incluso en las favelas. Las paredes son todas blancas, como los vestidos de los umbandistas y como nuestros vestidos para ese día especial, y las plantas, objetos e imágenes de culto están desperdigados por el lugar: el sincretismo permite que María Auxiliadora, San Lázaro y San Sebastián convivan con los orishas yorubas y otros espíritus y entidades de origen indígena y afrobrasileño.
Es domingo al mediodía y el sacerdote nos recibe en la cocina, ocupado con el almuerzo. Pai Caio preparó arroz y un guiso de pollo en salsa blanca para nuestro grupo de ocho. Ayudado por Natalia y otra umbandista de sonrisa amplia, sirven la comida en una mesa larga que ya está dispuesta con sillas para todos. La umbanda no es solo una religión, nos explica, sino un espacio comunitario que permea todas las manifestaciones de la vida, y en el que los menos favorecidos reciben ayuda y orientación sin que tengan que dar nada a cambio más que su presencia.
—El terreiro que facilita las cosas entre semana, como el nuestro, es el espacio donde este segmento de la sociedad encuentra refugio, orientación y, a menudo, alimento —dice Pai Caio. Aquí, quien tenga hambre física, sale lleno, y quien tenga hambre espiritual, recibe consuelo y guía.
Para los investigadores Fernando Giobellina y Elda González, de la Universidad de Uppsala, la umbanda es un “complejo mágico-religioso en el que todas sus manifestaciones giran alrededor de los poderes, favores, castigos, exigencias, en fin, presencias de espíritus en el que su centro vital está representado por la posesión por parte de estos espíritus de aquellos agentes que, por don natural y adiestramiento, actúan como instrumento de mediación entre la esfera espiritual y los hombres”.
Pai Caio, por su parte, la define en solo tres palabras: es el “arte de curar”.
Como tantas otras religiones, el mito fundacional de la umbanda parte de una revelación que la lógica científica no puede explicar.
Ocurrió el 15 de noviembre de 1908 en una casa del barrio São Gonçalo, en Río de Janeiro. Zelio Fernandino de Moraes era un joven de 17 años de una familia católica de clase media, afectado por dolencias inexplicables. Esa noche, a las 8:00 p. m., la familia de Zelio Fernandino recibió en su casa a los dirigentes de la Federación Espírita de Niterói, buscando curas alternativas para los dolores de su hijo.
Durante la sesión, dos espíritus inu-suales se incorporaron en el joven enfermo: un indígena que se autodenominó el Caboclo das Sete Encruzilhadas y el Preto Velho Pai Antonio. El dirigente de la sesión quiso expulsarlos, por considerarlos espíritus atrasados, pero el Caboclo se negó y declaró, a través del cuerpo poseído de Zelio Fernandino, que fundaría un culto al día siguiente, cuyo lema sería la igualdad entre los hombres y la caridad.
“En estos términos”, explica la investigadora Valquiria da Silva Barros, “el anuncio del caboclo legitimó la Umbanda, a la vez que actualizó los mitos africanos y fomentó un intercambio con el dios cristiano, institucionalizando a Jesús, sincretizado con Oxalá, como el máximo representante de la Umbanda. Así, podemos decir que, desde el anuncio de la Umbanda, santos africanos, indígenas y católicos comenzaron a formar parte del (mismo) panteón”.
Sin embargo, a pesar del sincretismo y de la presencia de los santos católicos en el terreiro del Pai Caio, el sacerdote considera que las bases dogmáticas de la umbanda son radicalmente distintas del cristianismo. En su religión no existe el concepto de pecado; por lo tanto, tampoco la culpa. No existen el diablo ni el infierno, y por eso mismo, tampoco la amenaza ante el error. En la umbanda, las entidades y espíritus luminosos conviven con otros que lo son menos: por eso existen figuras como los malandros o como la Pomba Gira María Sete Saias, una hechicera que hacía trabajos de amarre y usaba una falda hecha con los huesos de sus enemigos, pero que cambió y ahora trabaja para la caridad.
Por esa relación ambivalente entre luz y oscuridad, las religiones derivadas del yoruba —conocidas en el resto de América Latina como santería— han sido injustamente perseguidas, estigmatizadas y erróneamente asociadas con lo diabólico.
—Pero nuestra relación con lo sagrado, con la espiritualidad, con lo divino, es de aprendizaje y de evolución, no de castigo, no de dominación, que es el papel que cumplen el diablo y el infierno —explica Pai Caio.
En la umbanda, no existe una sola forma de dirigir un terreiro, ni una sola manera de celebrar las sesiones, llamadas giras. Cada comunidad es autónoma y decide a qué entidades llamar y a cuáles dar ofrenda y devoción. Este domingo, en el terreiro del Pai Caio, la gira estará dedicada al Preto Velho —que en español traduce Negro Viejo—, un espíritu que representa a los ancestros africanos que vivieron como esclavos y cuya función es ayudar a los asistentes de la sesión a superar sus dificultades y encontrar solución a sus problemas. Pai Caio lo define como “la terapia de los pobres”: un concepto que solo entenderemos unas horas después, al ver la magia de la umbanda ocurrir frente a nuestros ojos.
La gira inicia a las seis de la tarde, pero los umbandistas empiezan a llegar un par de horas antes para organizar la sesión. El salón se divide en dos: el lado más amplio forma una especie de escenario, donde están los umbandistas, y del otro hay varias hileras de sillas de plástico blancas donde nos sentaremos los asistentes. La barrera está delimitada por una pila de banquitas de madera que en la ceremonia servirán de asiento a los Pretos Velhos. Desde el momento en que levantan la pila, los asistentes no podemos cruzar al “escenario” donde ocurrirá la ceremonia.
Mientras se preparan, los umbandistas caminan por el espacio en silencio o se sientan en el suelo a hablar. Son alrededor de cincuenta o sesenta personas, más mujeres que hombres, de todas las edades y tonos de piel. Llegan de la calle con ropa blanca de civil y se cambian adentro. El uniforme de las mujeres es un vestido blanco de botones, falda larga en forma de A y cuello camisero, mientras que el de los hombres es un pantalón blanco y una camisa larga similar a la parte superior del vestido de las mujeres. Ambos llevan cinturón blanco y amplios bolsillos que sirven para guardar los instrumentos del ritual. En la cabeza, algunos usan turbante o gorro, también de color blanco: parecen enfermeros y enfermeras.
Conforme se va acercando la hora del ritual, el ambiente pasa de lo informal a lo místico. Los umbandistas preparan sus collares de cuentas, llamados guías. Cada médium tiene uno o más collares de distintos colores que representan a los orishas con los que están conectados. Además de las guías, los médiums alistan los elementos que necesitarán para la gira de hoy: tabaco, velas, yerbas y otros objetos, como juguetes, libros o portarretratos. Uno por uno, aunque sin un orden específico, colocan un trapo blanco en el suelo, apoyan la frente apuntando hacia el altar principal del terreiro y, completamente acostados y en silencio, se consagran a los orishas en una primera oración.
Mientras tanto, los asistentes van llenando las sillas de plástico del lado del público. Al igual que en los umbandistas, entre los espectadores hay todo tipo de personas, incluso niños. Algunos se saludan entre ellos: se nota que vienen con regularidad. El coro está al lado del altar principal o congá, donde se encuentran los orishas del terreiro: Oxalá, Iemanjá, Ogum, Oxum, Oxóssi, Oyá, Xangô, Nanã y Obaluayê. Cada deidad está representada por una cuartinha de distinto color, una vasija de cerámica en forma de pera que contiene piedras preciosas. Esta es, según explica Pai Caio, la “tecnología de transmisión de información de los orishas”. Es gracias a esas piedras que los orishas conectan con los médiums y transfieren los conocimientos de los ancestros: los baños de hierbas y plantas medicinales que deben usar para curar cuerpo y espíritu.
A las seis en punto, Pai Caio da inicio a la gira con un canto. Las mujeres umbandistas se hacen en fila de un lado de la congá; los hombres, también enfilados, están frente a ellas, mirándolas. En medio queda un corredor amplio que el sacerdote llena con su presencia enorme. La sonrisa con la que nos recibió esta tarde en la cocina se ha transformado en una mueca solemne, por momentos, severa.
Dos umbandistas pasan con un incensario y una campana, como ocurre en los rituales católicos de la Semana Santa. El Pai hace un primer llamado a las deidades de cara a la congá y empiezan a sonar los tambores. Luego, nos pide a los asistentes que entremos al espacio sagrado. Cada persona es asignada a un umbandista, que, a su manera, limpia la energía del hombre o la mujer que tiene en frente. Algunos usan yerbas. Otros, el humo del tabaco. Muchos gritan oraciones que no logro entender y mueven sus manos alrededor del cuerpo del espectador, alejando todo aquello que no debe entrar al terreiro.
Una vez los asistentes estamos física y espiritualmente preparados, Pai Caio comienza a invocar a cada uno de los orishas.
Seseos, sonidos de serpiente. Los tambores entran al cuerpo. Ogum irrumpe en la gira y toma posesión de dos, cinco, diez, veinte umbandistas. El trance es individual y colectivo al mismo tiempo. Deidad del hierro, la guerra y la tecnología. Protector de los viajeros y de los caminos. Los cuerpos poseídos caminan por el espacio. Espaldas encorvadas. Gestos feroces. Las cejas se arquean, furiosas. Atrás, la mano izquierda empuñada. La derecha hace un gesto violento: es la espada de Ogum que corta el aire. Los guerreros gritan. La incorporación ocurre en el rostro, en la voz, en cada poro de la piel. Aunque los movimientos de los poseídos son similares, no hay una coreografía. Los umbandistas que no incorporan a Ogum cuidan a sus compañeros. Evitan que se caigan, que choquen entre ellos. La única voluntad que queda en esos cuerpos es la de una deidad africana que ha viajado a través de los mares y los siglos. Ni por un segundo se me ocurre dudar de la realidad de la experiencia. Los dioses son tangibles: están frente a mí, manifestándose en cuerpos que puedo ver, oler, tocar, y que quedan sudorosos, cansados, de alguna forma drenados, cuando el Pai Caio da la orden a los tambores y pide a Ogum que vuelva a su cuartinha.
En las giras, cada orisha tiene sus propios ritmos y movimientos; los rostros de los umbandistas cambian según a quién estén invocando. Con Oshún, por ejemplo, deidad del amor, la fertilidad, la belleza y la prosperidad, las manos tiemblan y dan vueltas a la altura de la cabeza; luego, son los cuerpos los que giran como trompos, elevando las faldas amplias de las umbandistas como sombrillas abiertas al suelo. Al principio de la incorporación, los movimientos son pequeños y repetitivos, sincopados, pero se amplían conforme el espíritu toma fuerza en el cuerpo poseído. En algunos médiums, los orishas convocados no llegan a manifestarse, y cuando eso ocurre, se retiran con respeto a las filas desde donde vigilan y cuidan a los demás.
Después de un intermedio de quince minutos, en el que umbandistas y asistentes compran sopa caliente en la “cantina” del terreiro, empieza la última parte de la gira: el llamado a los Pretos Velhos.
El Preto Velho no es un espíritu único, sino una línea de trabajo de la umbanda. Cada médium encarna a un anciano esclavo diferente, con su propio nombre, voz y objetos característicos. Para este momento de la sesión, los veinticuatro umbandistas que van a incorporarse toman los banquitos de madera que separan al público del espacio sagrado. Organizan sus objetos alrededor del asiento —algunos llevan pipa, otros, cigarrillos de tabaco, muñecos, carritos, un portarretrato con una foto a blanco y negro, yerbas, vasijas de barro, sombreros de paja— y se preparan para recibir al espíritu.
El primero en transformarse es Pai Caio. Su anciano es cojo, y para simularlo, arremanga la bota derecha de su pantalón. Sonríe. Fuma tabaco. Lleva un rosario enredado en la mano. Su espalda se encorva. De pronto, su voz gana la ronquera y la sabiduría que solo pueden dar los años. Con una tiza blanca, dibuja una cruz al pie de la congá. El coro canta:
Este viejo fue el que me crio
Este viejo de camisa rasgada
fue el que me curó
Los demás Pretos aparecen en los cuerpos de los médiums. Sentados en los butacos, casi en cuclillas, encienden una vela blanca que sostienen entre los dedos pulgar e índice del pie izquierdo. La vela empieza a derretirse, derramando la cera caliente en la piel de los umbandistas, que no se inmutan ante el dolor. El Preto Velho de Pai Caio es quien hace las consultas a los vestidos de blanco. Los demás, atienden a la comunidad. Uno a uno, los asistentes a la sesión van pasando donde los ancianos —viejos encarnados en los cuerpos de hombres y mujeres jóvenes—; los Pretos escuchan con atención, y después, dan consejo. No es como una confesión católica, pues los ancianos no juzgan, ni están pendientes de los pecados cometidos. Su único objetivo es que el consultante viva mejor. Algunas personas pasan cinco minutos con el Preto; otras, mucho más. Hay quienes lloran y quienes ríen. Hay quien no para de hablar, mientras el anciano solo asiente y aspira el cigarrillo. Las consultas terminan con un abrazo largo y generoso, y con alguna dádiva del negro esclavo al consultante —un manojo de yerbas, una vela, una flor—.
De nuestro grupo, solo Sandra se anima a consultar. Tras veinte minutos de conversación, vuelve bañada en lágrimas. Nos cuenta que la asignaron con una umbandista que habla español, para facilitar la comunicación, pero que el Preto había decidido hablarle en portugués porque aunque no lo supiera, comprendería todo.
—¿Y le entendiste?
—Cada una de sus palabras.





