Todos los días de la semana, en algún rincón de Río de Janeiro, hay gente dispuesta a azotar baldosa. Los cariocas no copian de las jornadas laborales: la fiesta acontece de domingo a domingo, allí donde sea llamada, ahí donde haya hombres y mujeres que la necesiten.
Cada lunes, el bar Hops Río, ubicado en un callejón empedrado del centro histórico, le baja el volumen al rock que usualmente suena para darle espacio a un trío de forró y abrir la pista a los cuerpos ansiosos de sudor y contacto. Más tardamos en llegar al bar que en recibir invitaciones para bailar cerca —muy cerca— con algún desconocido: ese ritual antiguo, en ocasiones tan parecido al cortejo, al que han llegado todas las culturas del mundo por distintas vías rítmicas, pero con el mismo apuro por expresarse a través del movimiento.
Aunque la percusión tiene cierto color similar a la samba, el forró no se parece a nada de lo que hasta ese momento había escuchado en Brasil. En su versión más básica, como la de este lunes, el ensamble solo tiene tres instrumentos: un acordeón de ocho bajos, una zabumba —que es un tipo de bombo afrobrasileño— y un triángulo, además de la voz que se turnan entre uno de los hombres del trío y la única mujer. Si no cantaran en portugués, me aventuraría a decir que lo que suena es folclor europeo, quizás nórdico o balcánico, pero la danza no deja lugar a dudas de la latinidad de la expresión.
El forró nació en las plantaciones de azúcar, maíz y café del nordeste brasileño como una manera de alentar el trabajo de recolección y, como ocurre siempre con todas las manifestaciones culturales, el tiempo y las migraciones lo fueron transformando hasta llegar a un baile de salón dinámico y sensual, con muchas vueltas, desplazamientos y contacto físico. Es, esencialmente, un ritmo y una danza de campesinos nordestinos, más cercano a lo vaquero que al fragor carioca de la samba y el funk.
Le advierto a mi parejo que es la primera vez que bailo forró. Él me agarra de la espalda y de los brazos, pega su cachete a mi frente, y en apenas un par de compases, me muestra con el cuerpo los pasos que debo seguir: dos a la derecha y dos a la izquierda, con un rebote sutil que le da el toque folclórico al movimiento.
—Me recuerda en algo a la bachata —le digo.
—O qué é?
—A la bachata —insisto, suponiendo que no me ha entendido por mi español o por el volumen de la música, pero él sigue confundido: es primera vez que escucha ese nombre.
Según los datos del último Informe Musical de Mitad de Año de Luminate, una empresa dedicada a la información y datos sobre el entretenimiento, Brasil es el país de América que más escucha música local —el 74 por ciento de las canciones que se oyen por streaming son de artistas brasileños—, y es el segundo del mundo solo después de la India, cuyo consumo de música nacional asciende al 78 por ciento de las reproducciones digitales.
Es algo que aquí todos saben y que repiten con orgullo: Brasil no es un país, sino un continente. La bachata es tan extraña para ellos como para nosotros lo es el forró, el choro, el pagode o el sertanejo. Su música es tan vasta —tan ancha y profunda, tan compleja y tan rica, tan campechana, tan exquisita, tan raizal, tan callejera— que lo abarcaría todo si no fuera por la magia del internet y los esfuerzos de las disqueras por pegar a los artistas que colman las estaciones de radio en el resto del continente.
Finalmente, esa noche en el forró me desenvolví con soltura, porque no es tan distinto a otros bailes de salón latinos, pero hace unos días asistimos a una clase de funk en Rocinha y fuimos humillados por todas las crianzas.
El Projeto Tio Lino es una organización ubicada en medio de los callejones de Rocinha, una favela del sur de Río, que desde hace treinta años busca alejar a los niños y jóvenes vulnerables de la delincuencia a través del arte. Los viernes en la tarde, Ayé es la profesora encargada de instruir a un grupo de más de diez crías en la técnica del passinho carioca, un estilo de baile que nació precisamente en las favelas a principios de los 2000 y que en 2024, tras superar los estigmas que relacionan las fiestas funkeras con el crimen, fue declarado patrimonio cultural inmaterial por los legisladores del estado.
Llegamos al salón con la clase ya empezada. Los niños y niñas forman un círculo. Todos van descalzos y en pantaloneta; algunos niños sin camisa. Las crías se turnan para salir al centro a presumir sus habilidades, mientras los de la circunferencia aplauden, gritan “¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!”, y se balancean al ritmo de la música.
El passinho es, en esencia, una competencia de aptitudes superhumanas. El estilo toma movimientos de la samba, del break dance, de la capoeira, del frevo —un baile carnavalesco del nordeste brasileño que a su vez recuerda a los complejos pasos de la polka y las danzas cosacas— y de todo lo que tenga a la mano. La capacidad de improvisación y la creatividad del bailarín son esenciales, además de unas articulaciones en buen estado, pues el passinho es energía pura, es explosión, es la alegría del sol luminoso de Río hecha danza.
Con timidez y torpeza, nos unimos a la clase. Ayé nos organiza en dos bandos; cada uno tiene una capitana. La coreografía empieza con los dos grupos entrando al escenario y la mímica de un enfrentamiento entre las líderes. Después, los pasos en común: nos toma media hora aprender una coreografía de veinte segundos. Al lado, adelante, al lado, atrás (y repite), adelante, atrás, adelante, adelante (y viceversa), luego cambia de frente. Al final, empieza la batalla de gallos: los niños nos dan sopa y seco, pero no se burlan de nuestra ineptitud, sino al contrario: en este círculo, los intentos miopes de nuestros cuerpos montañeros también son bienvenidos. Lo importante es la actitud.
Al terminar la clase, Ayé nos cuenta que ella creció en una favela de la zona norte de la ciudad, donde su mamá trabajaba vendiendo bebidas en los bailes funky. Desde pequeña, de cuenta del oficio de su madre, empezó a impregnarse de la cultura y a observar lo que estaba permitido y prohibido para ella. Por mucho tiempo, el passinho y sus acrobacias fueron un estilo exclusivo de los hombres, mientras que las mujeres se dedicaban a rebolar. Por eso, lo primero que aprendió fue a rebotar su trasero: un movimiento similar al del perreo del reguetón que, contrario a lo que la gente piensa, no parte de la cintura sino de las rodillas.
Sin embargo, Ayé se cansó de ese rol. No concebía que su única posibilidad en el funky se limitara a sexualizar su cuerpo con el meneo del culo. Entonces, decidida a desafiar las normas, aprendió a batallar.
—En el passinho carioca, debes probar que mereces estar ahí —dice la bailarina.
No se trata solo de saber unos pasos básicos: el passinho es una técnica que exige resistencia, fuerza e ingenio. Siendo mujer, no es fácil ganarse el respeto de los bailarines hombres. Ayé está obligada a abrirse un lugar en las rodas de funk a punta de talento. Es su cuerpo el que habla por ella, el que le grita al mundo que las mujeres también somos explosión y energía, y no solo sensualidad. Por eso, en sus clases, las crías aprenden que los movimientos no tienen género: en esta pista todos son iguales, aunque allá afuera solo gane el mejor.
El passinho carioca lo volvimos a ver en las calles del centro la misma noche del forró, después de que Hops Río cerrara sus puertas a las doce en punto y tomáramos rumbo hacia la fiesta más famosa de la segunda feira: la que inunda de cuerpos las calles adoquinadas de la Pedra do Sal.
El callejón de aguas malolientes que habíamos recorrido unos días atrás, en una visita orientada por el relato lacerante de la esclavitud y la diáspora africana, me resultó casi irreconocible. De no haberlo visto con mis propios ojos, jamás habría dado crédito a quien me contara que en esas callecitas estrechas y en esa roca imposible podría caber tal cantidad de gente: un cardumen de locales y extranjeros, jóvenes sudorosos de torsos y extremidades desnudas, hablantes de todas las lenguas, bailantes de todos los ritmos, desplazándose lentamente por la marea densa y viscosa de la fiesta —caipirinha va, besuqueada viene—, como si no fuera un lunes cualquiera de una semana cualquiera, sino el último día en la creación de la ciudad más alegre del mundo: Dios dijo “ya es suficiente belleza”, abrió una botella de cervejinha y se entregó al contacto estrecho de la multitud eufórica.
A la fuerza, logramos entrar y hacernos parte del cardumen, enfilados como indios y agarrados de los hombros para no perdernos entre el gentío. Cada cinco o seis metros, un parlante impone un ritmo distinto a la juerga. Así vamos pasando por el funk y la samba, por el R&B y el pop americano, por el trap local y el reguetón de nuestras tierras: de pronto, escuchamos a Karol G y a Ryan Castro cantando Una noche en Medellín y nos entra una nostalgia montañera lo más de boba. Vemos grupos de amigos rotando frascos de perfume, la droga clásica de los carnavales y los bailes de funky. Vemos a un tipo con un monito al hombro que enseña sus colmillos infantiles y chupa bombombún. Vemos otros colombianos, decenas de gringos, cientos de cariocas. Mujeres rebolando. Parejas amacizándose en los rincones. Borrachos problemáticos. Mi mamá diría: gente hasta de un solo ojo. La Pedra do Sal, donde nacieron el carnaval y el candomblé, donde Tia Ciata lideró las primeras rodas y Río se convirtió en Río, cada lunes se transforma en un jolgorio cosmopolita: en esta ciudad de contradicciones, el monolito sagrado es también epítome de la mundanidad.
A unos metros de donde estoy, me fijo en un hombre que fluye por la marea densa en dirección contraria. Obnubilada como Carmihna con los primeros nativos que encontraron los portugueses en Brasil, quedo atrapada en la piel negra y brillante del extraño, que no podría ser más bella de lo que ya es, y en la mirada sin vergüenza que clava sus ojos en los míos de manera descarada. Yo sigo avanzando, arrastrada por la corriente humana, sin dejar de mirar al morenazo que está cada vez más cerca. Entonces, cuando no hay más cuerpos que nos separen, el hombre agarra mi cuello con su mano inmensa, lo aprieta por unos instantes —con fuerza, con deseo— y empujado por la marea, sigue su camino.
Agotados por el gentío, escalamos la Pedra do Sal para tratar de salir por la cumbre del monolito, como lo hicimos hace unos días en el recorrido con Thayná, pero una vez arriba nos topamos con una barrera de vallas metálicas. A punta de gestos, un muchacho nos indica que debemos devolvernos por el río de cuerpos que hasta aquí nos trajo: más allá de las vallas empieza el territorio de los fusiles.



