Notas de un consumado consumidor consumido
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Por JOHN GALÁN CASANOVA
Fotografías de Juan Fernando Ospina
Con el cannabis uno se da cuenta de que a lo largo de nuestras vidas somos entrenados para ignorar lo que nos rodea, para olvidar, para apagar nuestras mentes.
Carl Sagan
Que los humanos somos seres adictos lo plantea Michel Serres en “Drogas”, un texto clásico de 1989, entendiendo las adicciones como aquellas conductas que implican la adquisición de un hábito acompasado a la repetición de un gesto estable o al retorno constante de un objeto, en aras de obtener seguridad y plenitud: “Entre nosotros algunos fuman opio o tabaco; otros trabajan incansablemente; aquellos, beben alcohol; otros, luchan por el poder, sedientos de ambición o de gloria, hambrientos de reconocimiento y aun de dinero; y hay quienes, repetitivos y avaros no paran de hablar, ni de mirar televisión; otros, en fin, discuten continuamente de política; y, ¡cuántos aun asedian las farmacias!”.
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Por intolerante, por dogmática, por ver la mota en el ojo ajeno, pero ignorar la viga del propio ojo, nuestra sociedad cultiva un fértil panorama de estigmatización en el que Songo le da a Borondongo, Borondongo le da a Bernabé y Bernabé a Muchilanga.
Una discriminación de todos contra todos, fuego cruzado donde el fanático de la salud censura al obeso, el obeso al fumador de cigarro, el fumador de cigarro al borracho, el borracho al marihuanero, el marihuanero al periquero, el periquero al bazuquero, el bazuquero al sacolero, y viceversa, mujer con mujer, hombre con hombre, y también mujer a hombre, del mismo modo, en el sentido contrario.
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He hablado en plural, pero, individualmente, ¿cómo me defino?, ¿dónde me ubico en esta multiforme fauna? A los ojos de la sociedad, por el hábito de fumar marihuana puedo ser tratado como delincuente, enfermo, víctima o pecador. O todas las anteriores.
Aparte de depresivo antidepresivo, recluso contemporáneo, pasajero de lo pasajero, aerolito en la autopista y detective privado de la libertad, en este aspecto me reconozco como un manso adicto al THC, la TV y los brownies, un usuario crítico crónico, un consumado consumidor consumido.
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Si bien mis tratos con “La dama de cabellos ardientes” —como la llamó Barba Jacob— empezaron en Bogotá, fue en Medellín donde emprendí un proceso de metódico encantamiento, contemplación y exploración con la marihuana. Un uso creativo, más que recreativo. Un magma de hojas de hierba infestó una veintena de diarios con embriones de versos, artículos, reflexiones, apuntes, memorias, jeroglíficos y electrocardiogramas, materia prima de El coraz ´n portátil y AY-YA.
En la milenaria ganja hallé un medio excepcional de experimentación anímica, excursiones psíquicas y entrañables vivencias de inspiración. Su influjo no se limitaba a alterar las relaciones habituales entre los sentidos (pues ciertamente me permitía palpar la música, desmenuzarla, dialogar con los alimentos, paladear olores). A la vez, aguzaba, afilaba, espoleaba la memoria profunda, la visión interior, el instinto, la libido, la imaginación.
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Uno de los tesoros más manoseados, releídos y subrayados de mi biblioteca proviene, como otras preciadas joyas, de Medellín. Conserva el sello de la Librería América, calle 51 #49-58. Se trata de Pontificaciones, un volumen que reúne veinte conversaciones con el escritor Norman Mailer, uno de los intelectuales norteamericanos más controversiales de su época.
Consumidor durante años de dosis moderadamente promiscuas de whisky, marihuana, Seconal y Benzedrina, Mailer compartió vívidas descripciones e inquietantes reflexiones acerca de su experiencia. Cito extractos de algo que declaró a propósito en mayo de 1958: “Si las drogas proporcionan sensaciones extraordinarias, el que las toma está probablemente recibiendo algo de Dios […], si está recibiendo amor de Dios, puede ser que le esté drenando parte de su sustancia divina […], puede estar incurriendo en un acto extraordinariamente perverso en el mismo instante en que tiene la sensación de estar lleno de Dios y ser un bondadoso místico”.
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La probabilidad de un Dios extenuado por la voracidad de los adictos, así como la idea de que el marihuanero consume en una hora la energía de tres días, son tesis perturbadoras: “La marihuana afecta el sentido del tiempo, te abre a tu inconsciente. Se percibe la importancia de cada instante y cómo cada cual está en constante movimiento y cambio. Los objetos y las relaciones que damos por supuestas se cargan terriblemente de significado. Es algo más sensual, más natural, pero lleno de presentimientos. Se vive un estado de extrema alerta, y al vivir en un estado tal de autoconciencia el tiempo se hace más lento, la página está más llena. […] Todo sucede como si estuvieras acudiendo a las reservas que tienes para los próximos tres días, todo el trabajo inconsciente de los tres próximos días —o treinta días, o treinta años— se anticipa. Haces mejor el amor, hablas mejor, piensas mejor, comprendes mejor a las personas. El asunto es que tienes que llegar lejos, porque estás usando tres días en una hora. […] ¿Qué pasa con el que fuma todo el tiempo? No lo sé, pero sospecho que está hipotecando algo, está arrebatando algo al futuro”.
Habida cuenta de que llevo más de tres décadas fumando ganja, de ser cierta esta teoría, mi deuda con el futuro asciende ya a varios siglos. Menos mal los escritores solemos manejar escalas temporales que abarcan centurias y milésimas de segundo. En un viaje de hachís, Théophile Gautier vivió trescientos años en un cuarto de hora. Esta semana yo recobré un par de milenios repasando el Tao Te Ching.
En este sentido, la marihuana y la literatura son fuentes de eterna juventud y senectud.
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En mi labor de escritura, la bareta ha propiciado el juego analógico, la capacidad de captar y establecer correspondencias, secretas simpatías, relaciones insospechadas entre elementos dispares de la realidad. En palabras de Hugo Mujica: “Todo lo que el hombre hace es tratar de enhebrar los pedazos de un paraíso que no está perdido sino fragmentado”.
Decido trabarme y salir a dar un paseo para ilustrar este punto. Veo las cortinas desgarradas y pienso en las velas de un barco ebrio. Las escaleras son el fuelle desplegado de un bandoneón. El bicicletero, un monstruoso avispero metálico. Afuera me sorprende una fina llovizna. Si el cerebro es lluvia, la brisa de la ganja lo impulsa. Porto la cabeza como una tea que la ganja aviva.
La rutina psíquica es el lobo feroz, la liebre que avanza rectilínea. La dama de la ardiente cabellera les hace zancadilla. Ruptura rutinaria de la rutina, es una Caperucita multitasking, Alicia y minotauro en el jardín de senderos que se bifurcan.
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Antonio Escohotado es uno de los máximos estudiosos de la ebriedad como práctica inmemorial de la humanidad. Los tres tomos de su Historia de las drogas son fundamentales para entender el fenómeno en su carácter político y cultural. Como un apéndice a su investigación de 1989, el filósofo publicó después Aprendiendo de las drogas, un práctico manual de vuelo, vademécum y memoria personal sobre la materia.
Al referirse a la marihuana, además de insistir en la desautomatización perceptiva y la irrupción de sentimientos y emociones inusitadas, destaca una alternancia básica en sus efectos subjetivos. Por una parte, en el ámbito social y recreativo se potencia la jovialidad y la efusión sentimental: “Promociona actitudes lúdicas, a la vez que formas de ahondar la comunicación, y todo ello dentro de disposiciones desinhibidoras especiales, donde no se produce ni el derrumbamiento de la autocrítica (al estilo de la borrachera etílica) ni la sobreexcitación derivada de estimulantes muy activos, con su inevitable tendencia a la rigidez”.
De otro lado, en un ámbito más introspectivo, aludiendo a lo que Walter Benjamin describió como “un sentimiento sordo de sospecha y congoja”, Escohotado resalta un elemento de aprensión y oscura zozobra: “Una tendencia a ir al fondo —rara vez risueño— de la realidad, que nos ofrece de modo nítido todo cuanto pudimos o debimos hacer y no hemos hecho, la dimensión de incumplimiento inherente a nuestras vidas”.
No conozco una descripción más sagaz acerca de la lucidez depresiva que acarrea el consumo solitario y consuetudinario de cannabis sativa. “Mar del saber, mar triste, mar acerbo”, puntualiza el verso de Porfirio.
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El pasado 18 de agosto, El Espectador formuló una exigencia en su editorial: “Tenemos muchas taras heredadas por años y años de una cruenta guerra contra las drogas. El mundo corre hacia la regulación del cannabis. Los estudios científicos acompañan la idea de que el cannabis no puede compararse con las drogas duras. ¿Qué esperamos para cambiar de enfoque?”.
Una postura afín a la planteada por la revista Time 35 años atrás: “A medida que crece la frustración ante una política fracasada, la gente seria se pregunta ¿por qué no acabar con el crimen, y sus beneficios, legalizando las drogas?”.
Y acorde con lo vaticinado por Andrés Hoyos en el número que El Malpensante dedicó al tema en octubre de 2000: “A su debido tiempo, el uso de drogas psicoactivas será legal. La prohibición será considerada extraña y trágicamente viciada, tal vez estúpida y cruel […] proteste quien proteste, es preciso dar un timonazo”.
La guerra contra las drogas —el acto de locura humana más grande de la historia, según Wade Davis— es una cruzada, o mejor, una coartada en la que la aldea global ignorante y la patria boba se retroalimentan. “El narcotráfico se acaba este año”, aseguró con cara de palo Fernando Londoño, ministro del Interior en 2003. Alejandro Gaviria acotó que en la guerra contra la droga se corre todo el tiempo para permanecer en el mismo lugar. Y así es: cumplimos ya medio siglo en esa bicicleta estática, enfrascados en una absurda, violenta y lucrativa causa perdida.
En 1982, un estudio realizado entre estudiantes de bachillerato en Estados Unidos reveló que para el 88.5 por ciento era fácil conseguir drogas; veinte años después, el mismo estudio arrojó un porcentaje invariable, idéntico. Y mientras en 1989 murieron 150 000 personas a causa del alcohol y 450 000 a causa del tabaco, a causa de la marihuana no murió ninguna. Lo cual no impidió que 1,6 millones de estadounidenses fueran arrestados y 700 000 condenados por su comercialización, porte y consumo en 2010.
Mientras el anhelado timonazo y el inexorable cambio de enfoque se dan, jalonados en buena medida por las perspectivas macroeconómicas de una industria mundial en ciernes, el tema de la regulación, legalización o despenalización de la marihuana seguirá encendiendo el debate. Quienes están a favor argüirán, como lo hiciera Carl Sagan en su momento, que la prohibición es un despropósito, “un impedimento para la utilización cabal de una droga que ayuda a producir la tranquilidad, las intuiciones, la sensibilidad y los sentimientos de amistad que tan desesperadamente necesita un mundo cada vez más disparatado y peligroso”.
Escéptico empedernido, Mailer replicaría: “Me opongo a la legalización de la marihuana. Que reduzcan las penas, pero que no la legalicen. Las corporaciones se apoderarán de ella. Marihuana en cigarrillos con filtro, marihuana con vitaminas y toda la polución de la propaganda. Y llegarás a odiar el mero pensamiento de fumarla porque te habrán introducido en su esquema”.
En uno u otro escenario, por mi parte supongo que seguiré desposado con la crepitante dama. Como puede ocurrir en cualquier matrimonio, por momentos consideraré deshacerme de su ubicua, incesante compañía. Pero luego recapacitaré, seguro que recaeré, y al caer la tarde he de invocar religiosamente su mecanismo de infinito, ese miserable milagro que, tal como los espejos de Roca, al horror agrega más horror, y más belleza a la belleza.