Día 5
El Giro de Dante
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Por MAURICIO LÓPEZ RUEDA
Allá en Ravena, en la Emilia Romagna, fuimos a ver salir la etapa 13 del Giro. Era el cuarto día de Egan Bernal con la maglia rosa, la de los noventa años, una creación de Armando Cougnet, periodista de La Gazzetta dello Sport, en 1931.
En Ravena, donde está la tumba de Dante, espíritu que ha rodado con la caravana desde Turín, el alcalde Michele de Pascale nos contó, con cara de crepúsculo, que la ciudad, desde 2004, “es amiga de la mujer”, y que la idea surgió del mismísimo poeta florentino, quien dio cuenta de uno de los primeros feminicidios ocurridos en territorio italiano, el de Francesca de Rímini, quien en 1275 fue asesinada por su esposo, Gianciotto Malatesta (mala cabeza), tras haberla encontrado en amoríos con su hermano menor, Paolo.
Curioso que el alcalde, para enaltecer el edulcorado programa de protección a la mujer, en una ciudad donde por cada cuatro hombres hay nueve mujeres, haya puesto de ejemplo un caso tan antiguo, con polvo y polillas, y no diera cuenta, por ejemplo, del asesinato de una ama de casa ocurrido hace poco, encontrada en su casa degollada, en un claro crimen pasional.
Gazzetta dello Sport del 23 de mayo.
Y yo tampoco sé por qué me pongo a hablar de estas cosas, si estaba hablando de Bernal y su “rosa”, y de su Campo Felice, y de su Mafe, quien como cualquier fulana va de un lado a otro en la villa de los sponsors y los invitados especiales, siempre con un ramo de flores entre las manos y una capucha que la cubre del frío, atavío que me hace recordar a La vendedora de rosas de Víctor Gaviria, o a esa niña que dijo haber visto a la Virgen, en Fátima.
Y Egan en su Fórmula Uno, su Pinarello Dogma F12, se para en frente del lote, esperando que suene el aria Nessun dorma, de la ópera Turandot, de Puccini, que marca la salida de la etapa. “All’alba vincerò, vincerò, vinceeeeeeerò”, se escucha con estruendo en los parlantes, y Egan, que quizás sí tiene idea de lo que suena, y de lo que significa, ajusta piñón y plato y se lanza hacia un nuevo destino, mientras Mafe se sube a un carro, con todo y sus flores, para seguir a su amado de rosa.
De Ravena, la ciudad de Francesca, nos vamos a buscar el Véneto, y a su principal ciudad, Verona, donde nos esperan más amores trágicos y muertes incomprensibles.
Yo me escurro de la tropa de periodistas y me siento en un café a rogar que la birra me cueste tres euros, para que me alcance para otra, porque si son a cinco, paila, me toca cuñar con agua. Y allí me tiendo, en una silla de un segundo piso que da a la calle por donde llegan los ciclistas. Espero que sea Gaviria el que gane, y que le dañe la fiesta a Elia Viviani, el veronés, quien ese día llega a su ciudad con traje de aros olímpicos, porque lo acaban de nombrar el abanderado de Italia en Tokio, y bueno, con barba y pecho inflado, el hombre se cree Enrico Caruso.
Verona, la tierra del drama de Romeo y Julieta, y de Mercurio, de quien poco se acuerdan los lectores de solapas. Para mí, que me emborracho con tres sorbos de una Nastro Azzurro, le digo a la mesera, en el más vil de los italianos: “Gaviria es il Mercurio, il Mercurio dalla Romeo y Julieta”, y ella, toda rubia, toda garbosa, me tira, con la cuenta por ahí derecho: “Non capisco”.
Gaviria tampoco gana ese día. Yo me voy para la sala de prensa, ubicada en las afueras de la ciudad, muy lejos de los edificios bonitos, del coliseo romano, de la casa de Julieta y de la fuente de los enamorados.
“Ni una puta selfi pues en ese maldito coliseo. Agg, qué hijueputos, más bien me voy a comprar pastillas para la hemorroide”.
A propósito, todavía no le pongo nombre a esa diabla, y es que todavía no molesta. Deja trabajar la hija de perra. Con eso me basta.
Un amigo me preguntó que si me he hecho preguntas en este viaje. Y claro, me hago preguntas todos los días. “Qué hago por acá, para dónde putas voy y cómo se pide papel higiénico para ir al baño”.
La tarde se extiende hasta las nueve y dan muchas ganas de cerveza. Debo escribir que no ganó Gaviria, mucho güevón ese. Dizque se le trabó el sillín, y dizque le salió sangre por la nariz. Yo espero que no me vaya a salir sangre por el orto, porque eso sí sería grave. Tampoco ganó Viviani, el abanderado. A todos les ganó Nizzolo, el lombardo, y hasta ahí la etapa, porque de resto fue tan aburrida como caminar en tiempos de pandemia.
Nos espera el Zoncolan, esa es la gracia.
Las etapas de montaña en Europa son una paridera. Si uno quiere ir a la salida, tiene que correr y correr, y luego correr más para poder estar en la llegada. Son estrictos los organizadores con el volumen de gente en esas cumbres, tan estrictos que cobran a diez euros estar ahí, en primera fila para ver la batalla.
Los periodistas preferimos obviar la salida y priorizar la llegada. Nos vamos temprano, con cuatro pares de medias, dos camisetas y unos tres buzos. Gorro de invierno, capucha, guantes. Lo que sea para enfrentar el frío.
En carro, solo podemos subir hasta cuando faltan cinco o tres kilómetros, lo demás lo hacemos a pie, o en telesilla. Yo siempre me pido la telesilla, para vivir la experiencia, el vértigo. Me parece genial ir sentado en esa hielera, con el culo mojado y con la sensación de estar cruzando el umbral del más allá.
Cuando nos bajamos, todavía nos quedan trescientos o cuatrocientos metros hasta la meta, lugar en el que a todos nos meten en jaulas, para que veamos el final de la carrera sin estorbar. Yo hago fuerza para que lleguen ligero, porque se me congelan los dedos.
Egan va otra vez en punta, con Vlasov y Harold Tejada. Carthy, Yates, Evenepoel y Ciccone van cortados. Veo pasar a Mafe, con sus flores, a la distancia. También ella va para su corral, el VIP, donde alguna bebida caliente le darán, y queso con jamón, y hasta galletas.
“Ya me dio hambre juemadre, tocará sacar el sánduche de atún del morral”.
No suben al Zoncolan por la ruta de siempre, lo hacen por el otro lado, el más fácil, el de Sutrio. El récord de la subida lo tiene Gilberto Simone, menos de cuarenta minutos, pero por el lado duro.
A Vlasov se le hace dura la subida y declina el ataque. Egan deja que sus compañeros lleguen, y tras ellos llegan los rivales rezagados. El lote vuelve a unirse y la fuga recupera esperanzas.
En el vagón de escapados marcha Lorenzo Fortunato, un joven italiano del Eolo Kometa, el equipo de Alberto Contador e Ivan Basso. Fortunato tiene gracias, como Mercurio, pero se parece más al Lazzaro de la película de Alice Rohrwacher, medio ingenuo, medio atolondrado.
A mí se me siguen helando los dedos. Guardo las manos dentro del buzo, pero tengo que sacarlas cada tres minutos para ver los tiempos de carrera, para hacer cuentas, y para probar el sonido y las baterías del micrófono.
Cientos de aficionados se paran en los puntos que permite la nieve y desde allí esperan el paso de los corredores. Se frotan las manos y danzan para mantenerse calientes. Hasta eso, para mí, es un espectáculo digno de contar.
Vuelven a saltar chispas entre los favoritos. Nibali y Ciccone prueban al muisca colombiano en las rampas del ocho por ciento, pero Egan ni se da por enterado. Le basta con un tirón de Moscon para cazarlos, y luego se mete tercero en la fila para seguir subiendo. Cada vez quedan menos kilómetros, pero los rivales parecen no tener fuerzas para un nuevo combate.
Entre tanto, el joven Fortunato sigue avanzando en su “caballito”, como jugando a la guerra, como el Cherubinno del aria de Las bodas de Fígaro, de Mozart, Non piu andrai. “Cherubinno alla vittoria, alla gloria militar”.
La niebla cubre toda la montaña mágica y a través de esa penumbra avanzan los ciclistas, rumbo al purgatorio de Dante, quien como un niño se para a la vera del camino, desde el infierno de la lujuria, acompañado por Francesca, a esperar que tiren las borraccias, para saciar la sed de redención.
El lote se va despedazando a medida que se hace dura la cuesta. Fortunato también sufre en las últimas pendientes, pero se aferra a su juventud para seguir domando esa cordillera de fina nieve. Aprieta los dientes y se va de lado a lado, como el esloveno Tratnik, quien va tras él como el lobo que huele la sangre.
Dante los enfila hacia el infierno de la soberbia, pero perdona a Fortunato, el Lazzaro ingenuo del Eolo, quien se eleva como cometa hacia la cima, y vence.
Atrás parece que ataca Simon Yates, o al menos eso dicen en la RAI, pero la imagen muestra al británico parado en pedales, pero no con la fuerza de un verdadero climber, sino más bien como alguien que quiere descansar las piernas y cambia de posición para espantar el dolor del ácido láctico.
No, ese no es un ataque, pero sirve para desgranar aún más el pelotón de favoritos. Solo Egan se va con él en medio de la niebla, y al cabo de unos kilómetros ven la señal del último kilómetro. Entonces a Simon le pesan las piernas y se ancla en los tramos del veinte por ciento. Egan lo pasa de largo, abriendo la boca y expirando vapor. Inclina su cabeza y mira el potenciómetro. Cambia de relación y va y va. Los italianos comienzan a gritar, las banderas ondean en lo alto y la gritería anuncia la proximidad del hombre de rosa.
El colombiano cruza cuarto en la etapa y deja plantado a Yates, y desanimados a todos los demás aspirantes, quienes ven cómo se aleja el zipaquireño en la general individual.
Llega la hora de los premios, de las subidas a podio. Luego la atención a la prensa, en los corrales. Egan se anuncia a través de pétalos rosa de papel reciclado. Luego ingresa al corral y responde cinco preguntas. Se va, y Mafe, como la novia de un pirata maldito, se queda en esa isla de nieve sola, con su ramo de flores, viendo cómo su Romeo se aleja, tiritando del frío, rumbo a su descanso. Dante va con él, cantándole poemas, y ella sonríe a la distancia, huérfana de un beso, como si fuera Francesca, la apasionada.