Libros en cuarentena
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Por FERNANDO MORA MELÉNDEZ
Fotografía de Juan Fernando Ospina
Apenas se decretó el encierro y ante la promesa de algunos ratos de ocio, pequeñas dádivas de tiempo que la pandemia obsequiaba, salieron a la luz viejos títulos de obras literarias que, pese a su olor apestoso, prometían consolarnos, desde aquella donde el detective Edipo busca al culpable de la epidemia, hasta la de las damas galantes que huyen del tufillo infecto a contarse historias en unas tardes deliciosas de una villa florentina. Las fábulas nos consuelan con esa ilusión de interpretar lo que no podemos comprender ni aceptar. Con argumentos parecidos los promotores de lectura ampliaban la lista. Hasta cabría, por el título, uno de Borges, Textos cautivos. En él se menciona un proverbio chino, premonitorio, de El Libro del Dragón: “Los platos raros producen enfermedades rarísimas”.
En fin, las influenzas literarias tenían su lado bueno. A domicilio, desde las librerías de lectura Rappi, llegaban ediciones asépticas de La Peste, de Camus. Y se recordó el soneto de Quevedo: “Retirado en la paz de mis desiertos, con pocos pero doctos libros juntos, vivo en conversación con los difuntos, y escucho con mis ojos a los muertos”.
Lejos de estos refugios, otras corrientes circulan en las salas de lectura pública donde a los libros prestados ahora se les conmina a un rincón de cuarentena, una purga microbiana que busca alejar las páginas manoseadas y ojeadas del lector desprevenido. La imagen evoca ya no las novelas sobre pestes sino aquellas donde los propios libros son la peste.
Montag, el bombero de la novela Farenheit 454, oculta libros en lugares insólitos de su casa para protegerlos de las llamas. Como saben los lectores de esta saga distópica de Ray Bradbury, él traiciona las órdenes de sus compañeros de cuadrilla que tienen la orden de quemar todos los libros de la ciudad. Una historia de ficción que no se aleja de otras escenas, reales, donde los libros han caído en piras sacrificiales porque los sensores los consideran peligrosos. Las letras dan miedo y hay que reducirlas a ceniza. Sucedió en la Alemania nazi, pero también en la Manizales del procurador Torquemada.
Ahora los libros se han puesto en cuarentena, ya no por temor a que sus ideas se contagien sino porque aquellas páginas también pueden hospedar al virus. Se habilitan salas para recibir los tomos bajo sospecha. Se disponen mesas donde personal enguantado los pone con las hojas abiertas, como mariposas languidescentes de todos los tamaños. Se busca que el aire expurgue sus páginas y se lleve lejos al espíritu maligno. Allí permanecen en cuarentena hasta que los retornen al orden bibliográfico. La zona donde reposan estas criaturas del ingenio humano se acordonan con cintas para evitar el paso de cualquier lector impune que pretenda curiosear. De buena fe se prohíbe su lectura y tal vez eso, ¿por qué no pensarlo?, ayude a que se les tome, de manera furtiva, y se vuelvan libros tan atractivos como todos los que han sido prohibidos. Una buena manera de aumentar el índice tan bajo de lectura que tiene el país. La escena me ha recordado el poema del español José Manuel Lucía Mejías, que dejo acá, a manera de colofón infeccioso y no menos provocador:
Aléjame de los libros, amor,
de los libros vampiros chupasangre
para alimentar sus letras capitales y miniaturas.
Tengo miedo, amor, de los libros.
Sueño que saltan de las estanterías,
me rodean, me asedian, me hieren con el filo de sus hojas,
y me clavan sus lomos en los brazos.
Conservo heridas que sangran al amanecer.
Las letras son moscas que me recorren,
me duele la cabeza.
Invéntate un juego que me aleje para siempre de los libros,
que me despierte de esta pesadilla escrita,
que me devuelva al olor del aire puro,
que hace tres siglos respiré en las páginas de los libros.