Esta herida llena de peces

Por LORENA SALAZAR MASSO
Ilustración de El Ovejo

El niño y yo llegamos al malecón de Quibdó. Buscamos una canoa que nos lleve a los dos, y al pingüino de tela que carga desde que salimos de la casa, hasta Bellavista. Nos sentamos en las escaleras de cemento que dan al río Atrato, le compro un mango con limón y sal que me vende una señora, y esperamos. Las mañanas son de las aves, cantan desde los árboles que se elevan a la orilla del río; hasta las más jóvenes tienen un nido de polluelos desnudos, indefensos, hambrientos.

—Ma, mira un pajarito —dice.

—No es un pajarito, es un gallinazo —respondo con la boca llena de mango.

El gallinazo cabecirrojo descansa sobre una bolsa de basura. No quiero explicarle al niño la diferencia entre un animal tan sombrío y un pajarito, y él tampoco pregunta. El animal alza el vuelo y la corriente se lleva la bolsa río abajo.

El pueblo nace en la margen derecha del río y se expande hasta internarse en una selva que se cobra la invasión y reclama su espacio cuando llena las paredes de humedad y moho. En Quibdó, el Atrato huele a pescado en sal, naranja y madera mojada. Cauce profundo, custodiado por casonas viejas, acompañado de niños y mujeres que lavan ropa en la orilla. Es el río en sus primeros años; viene del Carmen de Atrato y muere en el Caribe. Los habitantes del pueblo viven de él: pescan, lo navegan cantando, le rezan. Un brazo ancho de tierra negra.

Adentro, en la selva, el Atrato no espejea como el Amazonas, no se parece al verde Cauca ni al Magdalena que recorre el país enfurecido y espumoso. A veces pardo, a veces canelo, tiene el olor que brota de un álbum de fotos que se abre después de mucho tiempo.

Amarradas al muelle, esperando llenarse de pasajeros y comida: tres canoas de madera y dos pangas rápidas, blancuzcas. Cada una con su conductor a bordo preparándose para la jornada. Todas las mañanas, camino a la escuela, el niño y yo jugamos a despertar el pueblo: atravesamos la calle Alameda mientras los negocios abren sus puertas; saludamos al señor de la carnicería, acariciamos los pollitos de la tienda veterinaria, miramos de reojo a los borrachos dormidos sobre las mesas de la cantina, que según el niño, son muñecos; coteros descargan bultos de arroz. El edificio de las putas tiene el balcón cerrado —duermen hasta tarde—, carretas de plátanos y canastas de limones se alinean entre la calle y la acera; una vieja despeinada, que conozco hace tiempo, nos grita desde su balcón que vamos tarde y apuramos el paso.

El pueblo amanece con la ilusión de un niño que abre un libro por primera vez. Ilusión que mengua cuando el sol llega a su punto más alto y comienza a descender hacia la selva. El bochorno de las tardes de Quibdó pesa, el sol calienta, sofoca; brilla en la frente de las personas hasta que, a las cuatro o cinco, revienta como aguacero. No llueve: el cielo se desparrama sobre los negocios que tienen la mercancía al aire desde la mañana.

La gente no sabe adónde voy con el niño, caminan junto a nosotros como si nada pasara. Algunos Willys esperan racimos de plátano verde que traen las pangas desde los caseríos para llevarlos hasta las tiendas de los barrios. Una de las canoas —la más pequeña— se llena con tres cholos y dos sacos de mercado. Cruzan el río a remo, de pie, firmes y serenos; enfundados en sus pantalonetas naranja, verde limón, azul cielo. El malecón empieza a llenarse de viajeros, nos preparamos para embarcarnos en la canoa más barata. El niño no entiende muy bien a dónde vamos —le dije que de paseo—, oculto la nostalgia que me da volver al lugar que alguna vez fue mi casa, donde no queda nada de mi niñez. Pero sí de la del niño.

La canoa más grande sale en media hora, nos iremos en ella. La conductora, una mujer negra como el cacao, se mueve bajo un vestido verde con bordados indígenas —sueños, apariciones, alguna predicción— y sandalias, sandalias tres puntadas. Desde la canoa nos da los buenos días y grita que lancemos el equipaje para acomodarlo en la bodega. Miro al niño: una pulga aferrada a mi vestido, adivino su miedo. Le propongo un juego: contar hasta tres y lanzar nuestras cosas a la canoa. Uno, dos, tres: la ropa de los próximos días, pijama y cepillos de dientes vuelan dentro de una maleta pequeña. La conductora la guarda en un compartimento cerca de los motores y vuelve la mirada hacia nosotros. También lanzo mi bolso y el pingüino del niño.

—¿Y yo qué tiro, ma?

La conductora lo mira y le dice que salte sin miedo, que ella lo recibe. Tomo el dije de limón que cuelga de mi cuello y lo beso. El niño me mira, de inmediato sabe que puede saltar. El dije es una señal que él, muy seguro de sí, inventó una noche.

—Ma, siempre que estás con el limón entre los dientes dices que sí a todo.

Los niños establecen reglas inquebrantables. Me someto a su ley. A cambio le pido que haga las tareas antes de salir a jugar. Lo preparo para una vida llena de intercambios. Nos vamos educando mutuamente. Yo le enseño a ser y él me ayuda a deshacerme, a vivir bajo nuevas formas, señales que nadie comprendería. Está conmigo. No me nació a mí, pero soy su mamá. Lo digo para mí cada noche, una oración al desapego. Frente a la canoa quiero pedirle que no salte, que volvamos a la casa y prendamos la tele, que lo necesito. Le sonrío, su mano derecha libera mi vestido, dejándolo lleno de arrugas.

—A la una, a las dos y a las… tres —grita, salta y lo recibe la conductora—. ¡Ma, te toca!

Saltar o arrojarse a la corriente. Para el niño, estoy a punto de saltar. Suena alegre, festivo: un juego. La sombra de saltar es arrojarse. Me arrojo fingiendo un salto y el niño me abraza como cuando llega de la escuela. Plancho su camisa con mis manos y nos sentamos en las bancas de madera que nos señala la conductora. Blancas, sin espaldar. Si esto fuera un avión pequeño, diría que vamos en el asiento 2B y 2C, la conductora lleva el timón desde atrás. A diferencia de nuestros viajes en avión, ni ella, ni su ayudante, un joven que acaba de saltar a la canoa, se sorprenden de que mi hijo sea negro y yo blanca.

Carne, ropa, sal y tablas para una cama; velas, lápices, frutas y tres cajas con pollitos vivos; maíz, sábanas, ollas y libros de primaria. En ese orden viajan las necesidades de Bellavista. Las maletas van llenas de velas, leche en polvo y pañales. La ropa se reinventa. Un vestido puede revivir como falda, pañuelo, cojín, trapo de cocina. Lo que importa es que la gente coma, duerma y, si es posible, estudie.

La canoa no está pintada. Un pedazo grande de madera —manglares tallados— que no necesita color. Nuestras sillas no están bajo el techo, no le temo al agua que cae del cielo, no me importará mojarme cuando las nubes dejen caer la tormenta. Solo necesito un espacio seco para el niño, quizás entre las señoras de la última fila, solo dos bancas van cubiertas por una carpa negra de plástico grueso.

El ayudante de la conductora reparte chalecos salvavidas. Huelen a ropa mal secada. Los tomo con un agrado fingido. La señora de al lado, a quien la conductora llamó Carmen Emilia, se queja mientras se abrocha el chaleco: “Esto no lo han lavado nunca, no”. El niño, en cambio, se siente superpoderoso. Mira a todos por encima del hombro. Me aseguro de que lo tenga bien puesto y pueda respirar. Me pregunta si puede ir con el chaleco a la escuela. Le digo que no, que al llegar a Bellavista tendremos que devolverlo. Me tuerce los ojos y se sienta mirando hacia la selva, altivo, con los brazos cruzados.

Diez personas hemos saltado a la canoa. En la banca de atrás hay dos gemelas con trenzas hasta la cintura: Rossy y Mary, se presentan. Rossy pide otro chaleco, el que le tocó tiene el broche malo. Él le lleva dos para que escoja: verde o rojo. Rossy se pone el rojo y le sonríe, él le ayuda a abrochárselo y regresa sonriendo a la parte de atrás, donde se pone el chaleco verde. La conductora lo mira de reojo.

Esperamos a un señor que está despidiéndose de su mujer. O quizás de su madre. Lo llena de bendiciones, acomoda el cuello de su camisa, le entrega unos billetes enrollados. Lo besa en la boca. Es ella quien le plancha las camisas: “Pobres, pero no arrugados”. ¿Qué dirán si lo ven mal vestido? Que no lo quiere suficiente.

La conductora enciende motores, las manos que dicen adiós se van haciendo pequeñas, nos alejamos de la música de las casetas y en el aire solo queda el ruido de la canoa.

Desde el agua veo qué sostiene a Quibdó: la historia de los enfados del río, esas marcas que deja el agua en la tierra y el malecón. Señoras en las ventanas, mironas que ya barrieron la acera, le hicieron el desayuno al marido y se dedican a mirar. Afortunadas. Señoras que viven al lado del río, en casas con patios grandes, con veraneras que cuelgan del techo, hijos que lloran en las cocinas. Cuidan el río, creo que le rezan. Atrás quedan siluetas de calzones enormes colgados en patios y el solar de la casa cural, donde reposan las benditas batas blancas con las que darán el sermón de hoy.

Los pies de la conductora: dos troncos hinchados, con cicatrices de picaduras de mosquito y uñas naranja que se aferran a sus sandalias tres puntadas. La reconocerían por el color de las uñas. Si naufragáramos, la encontrarían por las uñas: “Vela ahí”, dirían, “esa es la conductora”. Recojo mis pies, pongo el bolso encima de ellos; la vergüenza me sube como fiebre de media noche. Nunca aprendí a usar sandalias tres puntadas. La mujerona revisa los motores, la densidad de las nubes y los bolsillos de su delantal donde, seguramente, guarda plata y comida.

El niño se duerme minutos después de arrancar. Efecto secundario de la pastilla para el mareo y el vaivén del río. Dormido suda mucho. Lo abanico, le paso un pañuelo por la frente y le peino las cejas con mi dedo más pequeño. No trago saliva, no pestañeo, me muevo por dentro. Una lágrima rebosa mi ojo derecho y cae directamente en la mejilla del niño. Rueda hasta su boca, humedece sus labios y desaparece.

—El niño se tragó su lágrima —dice la señora que va a mi lado, Carmen Emilia.

—Bueno, nunca pude darle pecho —respondo.

Carmen Emilia disimula, mira el cielo colmado de nubes de lluvia. Quizás refunfuña en la mente el nombre de algún santo que lleva en el bolso. Se aferra a él como a una oración. Las flores de su falda desteñida, la blusa blanca, a la que le quedan un par de lavadas, deja ver un brasier color crema, como mi piel. La señora también suda y es tan negra como mi hijo. Con los pechos que tiene alimentaría a una escuela entera. Crecí con señoras como ella, de esas que cuando asoman la cabeza sobre el río, la velocidad del viento no las despeina.

Llueve. Nubes se rebelan contra el sol y caen sobre nosotros. No es un aguacero, no empapa; incomoda y pica. Tampoco da frío. Una lluvia templada, como las gotas de sudor del niño. Le susurro que debo cambiarlo de silla para que no se moje, pero se agarra de nuevo a mi vestido. Recostado en mis piernas, tiene esa edad en la que están muy grandes para cargarlos, pero muy pequeños para ocupar un asiento; o quizás soy yo que lo veo más pequeño de lo que es. De mi bolso saco una carpa transparente de plástico y lo cubro. La conductora baja la velocidad y las personas que tampoco están bajo techo abren sus paraguas negros, rojos, morados. Paraguas grandes, de pueblo. No traje paraguas, pero el niño va cubierto. Carmen Emilia quiere ayudar, me acerca la mitad del suyo. Me cae agua-lluvia en el pelo, en los hombros, en el vestido blanco de rayas azules. Le digo que me gusta la lluvia, que muchas gracias, que me va a dejar como si hubiera nadado con ropa. Ríe mostrando todos los dientes, tan blancos como los de mi hijo. Se rinde. Cierra el paraguas y dice que me acompaña en la lluvia.

El viento arrastra las nubes a la selva, el agua cesó. Ya no veo casas, los árboles son reemplazados por otros, manchas verdes que ponen límite al río. El niño se voltea, me mira desde sus ojos negros. La carpa me deja ver su nariz —chata, redonda, pequeña—, suspira y susurra la pregunta:

—¿Ya casi llegamos?

—No, acabamos de salir.

Carmen Emilia tiene los ojos cerrados. No sé si reza o duerme. ¿Puede un adulto dormir con este ruido?: viento, palabras cortadas, el agua contra la madera y la conductora cantando a los gritos —desafinada, con los ojos cerrados— una canción de una tal cachaloba quitamaridos.

Le quito la carpa al niño, la doblo a la mitad y la extiendo frente a nuestra silla. Sin nubes, el sol cae sobre nosotros, secándonos la ropa. El olor del chaleco y de mi cuerpo se unifica: huelo a perro mojado y el niño también. A él no le importa, está concentrado mirando a Carmen Emilia. Mueve las manos frente a ella para comprobar si duerme o finge, así como él cuando recibimos visita en casa. La señora ni se mosquea.

El río duerme, navegamos encima de un tigre que en cualquier momento puede tragarme entera, a mí y al niño. ¿Cuántas veces pinté de niña este río en mis dibujos? Repetí hasta el cansancio que era uno de los más caudalosos del mundo. Qué orgullosa me sentía de él. Profundo, importante, peligroso. Cada época de lluvia en la cabecera o en el pueblo hacía que se metiera a las cocinas, inundara la escuela. No hubo semana en la que una niña no fuera a clase con los zapatos húmedos. Las monjas se daban cuenta y nos obligaban a quitárnoslos y entregárselos. Los ponían a secar detrás de las neveras de la cafetería de la escuela, donde guardaban las gaseosas. Cuando llegábamos a casa, las mamás nos regañaban por las medias sucias.

El niño se duerme y Carmen Emilia despierta. Abre la boca como una osa, estira las manos, se peina. Saca un banano de su bolso y me ofrece otro.

—¿Cuántos años tiene?

—¿Qué? —pregunto.

—El niño, ¿va dormida o qué? —responde masticando banano.

Me gusta el sabor de las frutas antes de echarse a perder. Tienen manchas, arrugas, golpes, mordeduras de gusano. Nunca, una fruta tersa, sabe tan bien como una que ha sufrido el paso del tiempo. Carmen Emilia me dice que, ya que estamos en confianza, le cuente del niño. La gente siempre pregunta cosas para tener una excusa y contar sus historias manipuladas, tejidas durante años. No la conozco, pero queda mucho río por delante. Suspiro, estiro las piernas y respondo la pregunta detrás de la pregunta.

—Desde que el niño llegó he pasado más noches junto a su cama que sobre la mía, vigilando su respiración, el aire caliente de cachorro que entraba y salía de su naricita me daba motivos suficientes para trabajar y darle todo lo que me pidiera; lo que adivinara en sus ojos negros. Una mañana, después de maldormir junto a su cama, el niño me despertó con su llanto.

—¿Por qué soy negro y tú blanca? —me preguntó.

Él tenía cuatro años, y yo no estaba preparada para esa pregunta. Si hubiera crecido dentro de mí, si lo hubiera parido, habría sido menos difícil responder. Quizás le habría dicho que en el mundo hay personas de muchos colores y que, al mezclarse, nacen colores nuevos. Que su papá era negro y yo blanca, que él había sacado lo mejor de nosotros: la piel del papá, los ojos y el andar de la mamá. Pero no tiene papá y no nació de mí.

Carmen Emilia no me quita la mirada de encima, sabe escuchar. Toma la cáscara de banano que llevo en las manos y la manda a volar. No sé si me cree. Se queda mirando el río, café como ella, como la madera de la canoa, como el niño. Después de un silencio corto, continúo:

—¿Qué hace alguien que crece sin madre?, ¿lo cuida el viento, una profesora, la señora de la tienda de la esquina?, ¿quién le enseña a rezar, a temer, a dejar de dibujar?, ¿quién le dice: “¡niño, eso no se hace!”?, ¿quién le corta las alas y quién se las cose?, ¿quién le pone los pies en la tierra? No tenerla, a veces, es lo mismo que tenerla. Una madre es algo que duele. Es herida y cicatriz. Para un niño, una mamá es la persona que pregunta si quiere leche en el chocolate, la que regaña cuando camina descalzo por la casa, la que prueba la sopa primero, se quema la lengua y espera a que se enfríe un poco. Una mamá es la persona que está.

Ese día no lo mandé a la escuela.

En el patio de la casa, junto al palo de limón, puse la mesa de madera en la que trabajaba entonces. Llevé lápices de colores, hojas, y senté al niño frente a mí. Antes de contarle la verdad, le pedí que hiciera líneas de todos los colores. Abusó del verde, hizo círculos morados y azules; llenó la hoja de naranja, amarillo, rosa, negro, rojo, crema y café. Le quebró la punta al azul cielo. Con la hoja pintada sobre la mesa le expliqué que así es el mundo, colorido, y que eso incluía a las personas, que somos naturaleza.

—¿Soy un árbol? —preguntó.

—Un árbol con ojos y pies y lengua —dije.

—¿Tú qué eres? —preguntó sonriendo.

—¿Qué crees? —dije poniéndome de pie para que me mirara completa.

—Pues una mamá —gritó.

Me senté junto a él y le conté la verdad:

—Eres negro y yo blanca porque tienes dos mamás: una es la mujer negra que te llevó en su barriga nueve meses y te trajo al mundo. La otra soy yo, que te he cuidado todos los días desde que eras un bebé.

El niño miraba las naranjas mientras escuchaba.

—La mujer de la que naciste no pudo quedarse contigo, con nosotros —dije.

Tomé una hoja, dibujé dos mujeres: una negra, otra blanca, y un niño, negro también. Le expliqué:

—Esta es tu mamá negra, esta es tu mamá blanca y este eres tú.

Que era muy afortunado porque casi todos los niños tenían una sola mamá y él tenía dos, le dije también. Sorbió los mocos, parecía feliz y convencido. Pude solucionarlo diciéndole que eran cosas de Dios, pero ya le había enseñado que la voz de Dios solo la escuchábamos adentro, a las ocho de la noche, antes de ir a la cama. ¿Quién le iba a responder si le hablaba a Dios en voz alta y a las diez de la mañana?

Le pedí que hiciera su propio dibujo. Además de dos madres y un niño, llenó la hoja de círculos verdes, limones. Antes de terminar dijo señalando mi silueta:

—Ma, casi no te ves.

—El color blanco es aburrido. Dibújame un vestido.

Entonces encima del blanco pintó con todos los colores. Mi silueta parecía una colcha de retazos. Pero en el centro la combinación de todos los colores dio paso al negro.

Al final, me preguntó si su otra mamá nos traería regalos cuando viniera a visitarnos. Le dije que sí.

—¿Volvió a preguntar por la mamá negra?

—No. Pero enmarqué los dibujos que hicimos ese día y los colgué en su cuarto. Él sabe que tiene dos mamás, pero no lo hablamos más. Sé que cuando le preguntan en la escuela por qué tiene una mamá como yo, él responde que tiene dos mamás y se ríe de los otros que solo tienen una. Corre, se esconde en el baño y llora. No sabe por qué, pero llora.

El sol pica, los árboles compiten con el agua: quieren meterse, robarle espacio al cauce del Atrato. Se cuelan los alaridos de un pájaro, cada vez más fuertes, me preocupa que despierten al niño. Carmen Emilia señala un árbol, me dice que es un gavilán saraviado. Señala otro, y luego otro. También dice que es una lástima no saber cuándo un pájaro llora o canta. No digo nada. Me va a despertar el niño.

—¿Le gusta ser blanca? —me pregunta rompiendo el silencio.

Paso la mano por el pelo del niño, le acomodo la camisa y le quito los zapatos verdes. El pajarraco no canta más. Miro a Carmen Emilia y le cuento un recuerdo.

*Fragmento del libro Esta herida llena de peces, Editorial Angosta, 2021.

Esta herida llena de peces
Lorena Salazar Masso
Editorial Angosta
2021