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Editorial UC 120

Estación purgatorio

Hace dos años un incendio en una estación de policía de Itagüí, en la vereda Las Gómez, dejó tres internos con quemaduras graves y al menos treinta más en el hospital por inhalación de gases. Entre detenidos y policías se reparten las acusaciones de motín o atentado. En septiembre de 2020 en la estación de policía de Soacha, en San Mateo, murieron ocho detenidos luego de un incendio en la llamada “carceleta” de la estación. De nuevo la disyuntiva entre motín o incendio provocado por los policías. En este caso tres agentes y la comandante de la estación están acusados de homicidio doloso.

Esos son los fuegos visibles en las estaciones, pero el fuego bajo de todos los días, el que pasa desapercibido, constituye hoy uno de los grandes abusos del Estado. Sabemos que Colombia no tiene una gran tradición en eso de ahorrar sufrimiento, que incluso para muchos algo de tortura es un escarmiento necesario y que una buena parte de la opinión pública supone que los derechos mínimos se suspenden ante la sospecha de un fiscal. Medellín y los demás municipios del Área Metropolitana tienen las peores mazmorras del país en sus veinticinco estaciones de policía. Una simple comparación con Bogotá deja ver el excepcional descaro que se ejerce en Medellín. En la capital no hay siquiera 600 detenidos en las estaciones de policía; mientras en Medellín y los demás municipios del Área Metropolitana cerca de tres mil personas, 80 % sindicados y 20 % condenados, sobreviven en corrales, calabozos y sótanos donde de puertas para afuera manda la arbitrariedad y la corrupción de los agentes, y de rejas para adentro, el terror que imponen los jefes de “galera”.

Según la Personería en las estaciones del valle de Aburrá no debería haber más de 500 personas; según la ley nadie debería pasar más de 36 horas en esas llamadas “salas de paso” —algunos detenidos suman hasta once meses—; según un fallo emitido por la Corte Suprema en 2019 los entes territoriales debían resolver ese “estado inconstitucional de cosas”; según el decreto nacional 804 de 2020, “por el cual se establecen medidas para la adecuación, ampliación o modificación de inmuebles destinados a centros transitorios de detención a cargo de los entes territoriales…”, las cosas deberían arreglarse pronto; pero la realidad es según la voz del marrano, y en las estaciones de policía viven las “personas excluidas de las ventajas de que gozan las demás, e incluso de su trato, por ser consideradas inferiores”, según la primera acepción de la palabra paria que entrega el diccionario.

Quienes permanecen en las estaciones simplemente no tienen el respaldo suficiente para solventarse un mejor abogado o un buen soborno. Los defensores de oficio que atienden a la mayoría de estos detenidos llevan hasta ochenta procesos y sus recursos de defensa no van mucho más allá de los testimonios de su “cliente”. Un caso sencillo. Hace más de tres meses fueron capturados once hombres y tres mujeres en un operativo por microtráfico en Manrique. A todos ellos se les impuso prisión preventiva como medida de aseguramiento. Los duros de la vuelta, al menos cuatro de ellos, ya están afuera dirigiendo la esquina con relativa prudencia, los demás, con culpas o sin ellas, están regados en las estaciones sin una primera audiencia programada. Los familiares tienen una oferta vigente: “Yo se lo ayudo a sacar, pero tiene que pasar al menos quince palos”. No hay manera, son “personas excluidas de las ventajas de que gozan los demás”. Quienes tienen algún mando y acusaciones por delitos graves simplemente se convierten en jefes del “roto” y cobran cincuenta mil semanales por dejar vivir a los huéspedes. La estación La Candelaria donde hay 390 detenidos puede dejar sesenta millones mensuales si pensamos que hay noventa afortunados que penan sin pagar. Los policías por su parte cobran lo suyo por dejar entrar algo de comida —lo que sirven allá es aguamasa casi siempre vinagre—, por permitir un vistazo a un detenido, dejar pasar las drogas para airear las catacumbas, mover SIM cards y teléfonos. El sufrimiento y la tortura tampoco pueden ser gratis. Y mucho menos para quienes no han sido condenados.

Las estaciones comenzaron a ser sitios de tortura desde el año 2013. Una petición de sobresueldos de los trabajadores penitenciarios se presionó con la decisión de no recibir más sindicados en las cárceles. Los municipios tuvieron que resolver el tema en un país donde al menos el 20 % de los imputados termina pasando una parte del juicio en esos calabozos improvisados. En Medellín la acumulación comenzó en los bajos del palacio de justicia y muy pronto comenzó la ruleta de responsabilidades entre la rama judicial, el Inpec, la Policía y las administraciones municipales. Las estaciones de policía cogieron el turno y al parecer es una deliciosa incomodidad por la facturación que entrega. Ni gobernadores ni alcaldes parecen tener ningún problema con que la ley 65 de 1993 diga muy claramente que “corresponde a los departamentos, municipios, áreas metropolitanas y al Distrito Capital de Santafé de Bogotá, la creación, fusión o supresión, dirección, y organización, administración, sostenimiento y vigilancia de las cárceles para las personas detenidas preventivamente y condenadas por contravenciones que impliquen privación de la libertad…”. En Medellín, en la administración de Federico Gutiérrez se prometió y nada se hizo; Daniel Quintero ha dicho que hará la cárcel de sindicados, ya veremos si usa la clínica de la 80.

En enero pasado, luego de padecer dolores por un cáncer durante ocho meses, murió un detenido en la estación de policía de La Candelaria en el Centro. No valieron pedidos ni gritos ni llamados de la Defensoría ni fallos de las Cortes. Son de esos sitios ajenos a toda ley, sobre los que no es posible sostener una mirada humana.

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