Número 146 Octubre de 2025

Música para hacerse golondrina

por ALEX JIMÉNEZ • Fotografías de Juan Fernando Ospina

Bloco de carnaval en el parque Pío X.

Las crónicas de viaje deberían considerarse una vertiente de la literatura fantástica. Siempre, a la larga, nos adentramos en algo que acaso no existe —nuestra propia realidad— casi al margen de la geografía donde ocurre. Ser turista es viajar sin vincularse con el territorio explorado. Mi interés era lo opuesto. Sin embargo, la brevedad de la visita no permitió desprenderme de esa condición un poco vergonzosa. Lo mejor, entonces, era abrazarla con humildad. No conocí Río de Janeiro: conocí algunos callejones de sus favelas, alguna porción de alguna de sus playas, algunos gestos que algunas personas hacían cuando tocaban algunas de sus músicas. No conocí su realidad: conocí algunos hechos que coincidieron con mi paso y que serán otros para otros pasos. Y ya que durante doce años me tercié un leño con cuerdas cada fin de semana para ganarme la vida, se supone que debo tener la capacidad de decir algo sobre nuestra experiencia sonora en esa ciudad. Advierto que leerán las impresiones de una turista que intentó atravesar una ciudad y se atravesó a sí misma: es crucial no perder de vista que este texto está escrito en primera persona de un singular muy singular.

Pasamos las primeras 150 horas de Río de Janeiro en un hotel con tarima central en el lobby. Quise intercambiar canciones por comida y bebida para el equipo, que es como sobrevivo en Medellín, pero en recepción me dijeron que cualquier artefacto musical que viera en el espacio era pura utilería. En los parlantes de ese hotel sonaba a un volumen discreto música domada por la industria, para consumo masivo, siempre en inglés.

Los alrededores de los hoteles suelen ser un poco como células de un lugar indefinido, ideal, llamado primer mundo. Cuando una mañana saqué a pasear mi ansiedad, no esperaba encontrar algo que me revelara a un país, aparte de retazos de palabras de transeúntes. Por eso me sorprendió percatarme de los parlantes exteriores de un local cerrado, por el que salía un manantial de samba muy cristalino. Creo que en ese momento supe por fin que estaba en Río de Janeiro. Ya había atravesado parte de la ciudad desde el aeropuerto, pero el teleférico, los cerros circundantes y algunos detalles de la arquitectura me llevaban constantemente a mi ciudad natal. En cambio, un parlante que regalaba samba día y noche, incluso si no había gente cerca, era algo que por supuesto nunca había vivido. Días después veríamos que se trata de un hábito bastante común de las favelas: bafles en lo alto de los postes, casi siempre con música en el idioma del país. No percibí que hubiera un choque entre las diferentes músicas de diferentes parlantes, ni siquiera en un espacio tan turístico como la noche de Pedra do Sal. Aunque en cada negocio de ese lugar había un parlante, solo se percibía el cambio de música cuando uno de ellos ya no arrojaba sus ondas lo suficiente para pelear con el otro. En Medellín, los negocios gritan su propia música y en el aire se hace un remolino esquizoide.

El barrio que habité en Medellín por cuatro décadas tenía banda sonora desde las siete de la mañana, con horario extendido los fines de semana, eventuales intervenciones performáticas de borrachos en las noches y géneros que incluían rock clásico, salsa, boleros, popular, tango y reguetón, cada uno con siete u ocho canciones que se repetían hasta el hartazgo.

¿Quién me vende una cantina, ojalá que bien surtida? / Mulata, guajira, mi prieta, te quiero, te adoro, mi vida, mujer / Pero estoy lejos de ti, sin saber dónde estarás / Dile a tu nuevo querer que no hay nada que temer / Love is like oxygen, you get too much, you get too high.

Pero ese fenómeno quizá se relacione más con nuestra incapacidad de sortear el silencio que con la música como eje que congrega. Durante doce años toqué canciones en bares, restaurantes y eventos, y no temo decir que la música no es el epicentro de la comunidad paisa. Río de Janeiro forja su identidad en torno a música nacida de sus entrañas; Medellín, en torno al ruido. Desde luego, en la capital de Antioquia cada tribu urbana se identifica con una serie de sonidos y no con otros. Pero no hay un sonido alrededor del cual las tribus abandonen sus diferencias. O quizás haya uno, aunque en muchas ocasiones sea asumido con cierta ironía. Me refiero al célebremente vapuleado en ¡Que viva la música!: “El pueblo de Cali rechaza a Los Graduados, a Los Hispanos y demás cultores del sonido paisa, hecho a la medida de la burguesía y su vulgaridad”.

Andrés Caicedo habla de ese asunto que se repite por décadas: las músicas de resistencia que son secuestradas, despojadas de sentido y blanqueadas. Es lo que ha ocurrido por siglos con las expresiones afrodiaspóricas en todo el mundo y con las estéticas que nacen en la periferia. Medellín fue el centro donde se aglutinaron la carrilera y la parrandera del resto del departamento, músicas que nacieron en pueblos circundantes, al igual que la trova paisa. También cultivó el bambuco y la guabina de otras regiones del país, y adoptó el tango, el son, la salsa, el punk, el metal y el reguetón de latitudes más distantes. A esos sonidos foráneos les dio su propio toque, y aunque muchas veces les quitó los dientes, también ha sabido tratarlos con dignidad: el son montuno del Conjunto Miramar, de cepa local, cuya Chela me suena a callejones intrincados de infancia; Los Yetis y su rock and roll criollo; Lejos de ti, tango grabado por un grupo argentino en Medellín y compuesto por el guamalense Julio Erazo; la salsa de Fruko y sus tesos, cuyo Preso, encerrado en cuatro compases, relata la historia de alguien encerrado en cuatro esquinas; el punk y el metal de los ochenta, expresiones de resistencia en la época más violenta de una ciudad que alcanzó la tenebrosa cifra de noventa mil homicidios entre 1975 y 2013; el reguetón de la actualidad, que, a pesar de su blanqueamiento, tiene en Karol G. a un referente femenino en un género históricamente masculino.

Hubo una rama del metal que, según el documental El diablo nació en Medellín, tuvo su origen durante la época asolada por los carros bomba: el black metal de Parabellum, cuyo sonido influenció a leyendas del género como Mayhem. También en esta tierra nace la guaracha. En ambos casos, se trata de una reinvención de algo externo. Medellín lleva apenas algunas décadas ensayándose como creadora.

La tradición de músicas nacidas en Río de Janeiro es, por el contrario, antigua. A finales del siglo XIX, los choros ya estaban afianzados en la cultura carioca, seguidos y también un poco desplazados por la samba en las medianías del siglo XX, y seguida y también un poco desplazada luego por el funk de las últimas décadas. Lo más notable no está, sin embargo, en la edad de esas tradiciones, sino en la capacidad de congregar a la comunidad. Por eso la música es un eje palpitante de la identidad carioca: en torno a ella, las personas entienden que pertenecen a algo más grande. Esto encuentra explicación en el hecho de que esas músicas hunden sus raíces en tradiciones afrodiaspóricas ancestrales que llevan siglos resistiendo. Sus ritmos ocurren en ceremonias de religiones de matriz africana, cuyo código de vestimenta es un blanco respetuoso, o en ruedas de samba, cuyo código es una cerveza en la mano, porque, como explica Leticia Gonçalves en su tesis Ativismo e roda de samba, “las culturas africanas no hacen diferenciación profunda entre lo profano y lo sagrado”. Un ejemplo está en la cabula, ritmo precursor de la samba que ocurre en las ceremonias de los terreiros, lugares donde las comunidades afro se congregan en torno a sus tradiciones.

Escena de carnaval en Río de Janeiro. Jean-Baptiste Debret, 1834. Archivo Itaú Cultural.

En nuestra visita a Río, pudimos conocer el terreiro Tufal (Tenda de Umbanda Falangeiros de Luanda), donde nos explicaron cómo los diferentes ritmos musicales se usan para convocar espíritus divinos. Hubo un ritmo en los tambores que le habló a mi vientre. Cuando pregunté su nombre, me dijeron que era “barravento”, relacionado con Iansã, también conocida como Oyá, la orixá femenina asociada a los vientos, las tormentas y los rayos, y cuyos elementos son el aire y el fuego. Caio Bayma, pai do santo (sacerdote) de Tufal, nos habló de la misión del terreiro de acoger a la comunidad que ha sido excluida debido a su ascendencia africana y que, por extensión, acogió poblaciones que viven una marginalización por su identidad sexogenérica. En su tesis, Leticia Gonçalves cita a Muniz Sodré, para quien la ancestralidad, más que contener una tradición, representa un momento de autonomía del grupo donde la memoria vigila y conserva un conjunto de reglas y de personajes históricamente sintonizados con una manera particular de ordenamiento de lo real. Y de Eduardo Oliveira extrae esta idea reveladora: “El mito no explica, hace revivir el tempo de los ancestros (…). Es menos un encadenamiento lógico gramatical y más una gramática de las intensidades”.

El hecho de que no se delimite muy bien lo profano y lo sagrado es una idea que conversa con la circularidad de las ruedas de samba, encuentros donde los músicos están en el centro y la comunidad alrededor. En ellas, la música es el corazón en torno al cual se congrega la tribuna, el público, el coro, el baile. Ese pertenecer a algo más grande podría verse reflejado en las largas líneas melódicas, expansivas, que suelen aparecer con bastante frecuencia en esa música. Si aceptamos con Rousseau que el origen de la lengua es musical y metafórico, podemos decir que en los acentos de cada geografía se esconden melodías olvidadas, cantos que se metieron en los pliegues de la piel y se recuerdan con el cuerpo. En Río percibí, además de pinceladas de inglés y francés, entonaciones del italiano y del árabe. También de otros lugares que no conozco y que quizás son más importantes. Qué lástima llegar a este lugar común y qué verdadero lo siento al pronunciarlo: la musicalidad está en el aire. En una calle del centro, por ejemplo, encontramos a un hombre vendiendo frutas en una vieja van. Su pregón, muy peculiar, salía a través de un megáfono donde estaban las grabaciones que él mismo hacía en casa con su celular: había construido un álbum musical de pregones, para los diferentes productos. No tengo conocimiento de que algo así ocurra en mi tierra natal. El hombre tenía un pudor de artista tan marcado, que se negó a cantar ahí en la calle para quienes se lo pedimos. Su nombre era Fagner, la forma brasileña de Wagner. No me cuesta nada imaginar que estuvimos ante la encarnación callejera de uno de los más grandes genios del romanticismo alemán.

Rueda de samba en La vaca atolada.

En el bar La vaca atolada vimos al grupo de samba hacer música con una caja de dientes, una botella plástica y otros objetos. Se trataba de algo más que una anécdota para turistas. Leticia Gonçalves da la explicación profunda en su tesis: “En el medio orgánico de la samba, todo objeto se hace musical: cajas de fósforos, cacerolas, platos, tenedores, botellas de cerveza, vasos, entre otros (…). Y la cadencia rítmica propia posibilita la apertura de la producción musical a la participación de las personas. De esa forma, la samba incluye y se adapta a las improvisaciones, las sorpresas y las dinámicas de la fiesta”. Durante semanas creí que quizá lo que había sentido en esos espacios había sido solo una respuesta personal a algunas consideraciones íntimas. Meses después, leí en las páginas de Gonçalves la descripción de mis emociones, a partir de lo que ella misma había vivido: “Cuando estoy en la rueda, batiendo palmas o bebiendo mi cerveza, viendo a tantas personas cantar, sonreír y bailar, mi espíritu reposa y siento amor, alegría y éxtasis”. Al hablarle de esas sensaciones, Leticia me respondió con un refrán que yo había escuchado de boca de Socorro Mosquera en Medellín meses antes: “Una sola golondrina no hace lluvia”. La diáspora africana conversa a través de siglos y de miles de kilómetros.

En el año 2018, cuando fui a Bogotá para ver a Radiohead, quería vivir a la banda que me salvó la vida por más de diez años, cuyas letras y acordes memoricé de corazón, que canté llorando en la soledad de mi cuarto y me ayudó a lamer mis heridas con armonías, melodías y texturas inusuales, parecidas quizás a lo que sentía por esa época. Con perplejidad, tuve que admitir que en el concierto no sentí nada diferente a la admiración de estar ante una gran banda. Para mí, fue un concierto emocionalmente árido. Los comentarios y textos de los seguidores días después me resultaron inexplicables: era como si yo hubiera presenciado un evento diferente. Esto podría tener múltiples interpretaciones, pero voy a contrastarlo con una situación que fue su reverso casi perfecto. Aparte de los Choros de Villa-Lobos, nunca sentí nada por la música tradicional del Brasil, salvo aburrimiento si mis oídos tenían que padecer a algún listillo saturando acordes en un bossa nova. Sin embargo, cuando estuve en ruedas de samba y otros conciertos en Río de Janeiro, casi siempre acababa con los ojos llenos de lágrimas, pese a no conocer una sola de las canciones, ni lo que decían, ni sentir que me llevaban a lugar alguno de mi historia personal. No había una explicación racional para esa sensación de inmensidad que me embargaba y me movía al llanto. La música de Radiohead es para la individualidad, aunque ocurra a nivel masivo, y su propósito es explorar vastedades internas. Las músicas tradicionales de Río, en cambio, son de la comunidad, parten de un pálpito central que se expande hasta el tamaño del cosmos y se contrae de nuevo, y acompasan los corazones que están en círculo escuchando. Creo que nunca había sentido de manera tan clara, tan inobjetable, que soy un ser humano conectado con otros seres humanos. Estoy usando palabras totales como “siempre” o “nunca”. La vastedad de lo que sentí lo amerita. Hay una sensación ritual en la experiencia musical de Río de Janeiro. Ese pertenecer a algo más grande, a una red de almas, lo viví una y otra vez, y una y otra vez lloré: en la escuela de ballet Nas pontas dos pés, montada en la cumbre de una favela; en la escuela de baile funk de Ayesca Mayara Souza, a la que se llegaba atravesando callejones con hombres armados; en el terreiro en el que sentí una conexión con la música de Oyá; en las ruedas de samba de La vaca atolada y de Pedra do Sal.

Una noche vimos un bloco de carnaval: una banda que tocaba a ritmo de marchinha canciones de samba con percusión, trompetas y otros instrumentos de viento. Las largas y ensoñadoras líneas melódicas de los bronces eran acompañadas por un océano sin límites de voces que se unían en una, mecían mi espíritu y me decían con calidez: esta noche perteneces aquí, eres un alma gota, somos mar, eres bienvenida. Fui consciente de mi naturaleza peregrina, supe que estaba de paso en esa vastedad, y sentí con mi cuerpo que toda mi vida había vivido aislada del mundo, sin pertenecer a una comunidad, sin saber quién era, gota que perdió el rumbo del río y del mar. Y sin embargo, la posibilidad de ser acogida bastaba para que mi tristeza infinita percibiera una mínima posibilidad de redención. Esa ínfima esperanza de luz me llenó de una dicha sin nombre. Entonces no pude parar de llorar.

Volví de Río percibiendo que he sido turista del lugar en el que nací, y preguntándome cómo podía dejar de serlo.