Luego de un fin de semana con los aguaceros, la serena embriaguez, la charla y la risa, el encuentro amargo con un rostro conocido, la cremación de un ser aparentemente entrañable, la tristeza en las lágrimas del amigo —su hermano— y de dormir con mi querida, decido volver a casa.
Son las tres de la tarde. El día hermoso, tibio, bajo el sol adormilado. Un lunes de nubes dispersas, suspendidas, ociosas. Camino unos minutos y me cruzo con una multitud curiosa que se amotina expectante al borde de la Avenida Guayabal, a la altura del Parque de las Chimeneas. La calle cerrada por cintas amarillas que acordonan un cuerpo retorcido en el pavimento, cubierto con un pedazo de tela azul hospitalaria. Unos metros más adelante descansa una tractomula estacionada a sus anchas.
La mujer anonadada, el voyeur que graba la escena, la emoción del testigo. La duda de si fue suicidio recorre entre cuchicheos. Matarse resulta cosa extraña, un espectáculo. “¿Qué pasaría en su vida para querer morir así?,” se pregunta la vendedora ambulante. Y me lo pregunto, compungido. No es Gonzaloarango para luego volverse a recoger su despojo.
Ante la conmoción huyo cabizbajo. Emprendo ruta ensimismado en el paisaje del asfalto. La muerte es cotidiana, mordisquea la sombra, y junto a ella la colérica indiferencia de quien se queja por llegar tarde al trabajo o a la casa, o a un beso. Un rictus de enojo. Mucho más si es por alguien que resolvió quitarse la vida. Justo dos días antes, con el amor, hablaba sobre el método del suicida y la preferencia personal llegado el caso. Ni ahogado ni quemado. Alguna vez la imagen fugitiva de ayudarse del metro, pero a ninguno se le ocurrió la idea de disponer de las llantas traseras de un tráiler.
Sus huesos delgados y su piel rugosa daban muestras de que la vida había pasado por allí, de que su idea la estuvo elucubrando durante lustros mientras era curtido por el mismo sol que ahora doraba sus puños extendidos. La vejez no afirma las ganas de vivir. A veces es simple instinto. Y el suicidio, la única elección auténtica tomada en la existencia vacía de sentido.
Un escalofrío recorre mi nuca tras esta idea y la angustia se concentra en la boca de mi estómago mientras por mi cabeza pasa la imagen reiteradas veces. “El mundo da asco”, me digo.
Absorto me dirijo al Parque del Artista, embotado, queriendo tomar un respiro al darme cuenta de mi larga caminata. Al momento que estoy por sentarme, un conciudadano me aborda, con aire simpático —como amigo de toda la vida— sacándome de mi meditación. Sin darme cuenta ya he respondido a las preguntas de quién soy, de dónde vengo, a dónde voy, a qué me dedico. Que me parezco mucho a quien buscan, decía, por llevar gafas y cabello largo, mientras bromea con sus entradas ocultas bajo la gorra. Me dice que tranquilo, que trabaja para los que cuidan la vuelta, que dónde estudio y qué celular manejo, que si cargo computador de alta gama y que si tengo tres cuentas bancarias pero que no le muestre, que si mamá que si papá. Que al que buscan se llama Juan Carlos y es un hacker que obtuvo información delicada y le van a dar diez millones por él. Que en mi cara se nota que no tengo un peso pero pregunta por mi saldo. Yo me río, turbado, por reflejo nervioso.
Me hace todo un perfil en un mensaje de texto. Sonríe mientras habla con su jefe por celular: “¿Cómo lo he tratado? ¿Todo bien?, dígale”, me indica mientras me estira el celular: Muy amable, digo a través de la bocina. Me pide que lo acompañe hasta el puente para que me vean y así dejarme tranquilo, que lo disculpe por quitarme el tiempo. Accedo y le pregunto su nombre. Me dice que se llama Felipe pero le dicen el Flaco, que vende bareta por si en cualquier momento tengo antojo. Ante su formalidad le digo que no, que solo quería sentarme a procesar la imagen del cadáver expuesto. Me ignora. Habla ya con su hija y le dice que está trabajando, que más tarde se ven en la casa. Llegados al semáforo otro sujeto sale a nuestro encuentro, más bajo que yo, silencioso. No se presenta. Es su supuesto socio, devoto a Dios por su cruz tatuada en el cuello. El Flaco dice que pasemos la calle, cruzamos y me quedo esperándolo con su colega, tiene que ir a hablar con su jefe y corroborar la información. Que confíe. Que si fueran guerrilleros ya me hubieran montado a una camioneta. Que si tengo algo que esconder. Ya no amigable sino airado.
Ahora estoy solo con el que reza —y peca y empata—, en su mudez empiezo a preguntarle, ansioso, para hacer mis propias validaciones de la historia montada por Felipe. “¿A quién es al que buscan?”, pregunto. “¿Él no le dijo?”, pregunta de vuelta. Hermético, titubea ante las preguntas. Lo llama su socio indicándole que debemos ir para revisar directamente conmigo la información. Orden del jefe. Ya crispado por el miedo y la rabia, la taquicardia y el temblor en manos y piernas, por la idiotez a la que había llegado, le digo que no, que esa ya me la habían hecho y peor, que llame a quien tenga que llamar pero que no me iba a quedar ahí parado. Y me fui como quien dice “muy bravito”.
Después de asegurarme de no estar siendo perseguido por nadie y por fin llegar al concurrido Parque Obrero, calmo mis nervios con el bálsamo de una cerveza y tres cigarros, y pienso: “No solo la muerte es cotidiana, también lo es el hampa”. Me reprocho por haber confiado en el Flaco, por haberle brindado la mano. Al mismo tiempo se me revelan dos verdades obviadas y por tanto olvidadas: también al pillo lo espera su hija en casa y también los viejos después de viejos se suicidan bajo tractomulas.
Vagar la ciudad subsume a la vida en su propia bilis de tráfico, transeúntes azarosos, hollín y polvo, afán, puñal y embuste, morbo por el sufrimiento ajeno y provecho sobre el bondadoso. Desilusión, apatía, cinismo. ¿Cómo vivir con ternura rodeado por navajas? En el transcurrir de tres horas, esta pila de concreto me brindó el gesto que la define: miseria. Y para mis adentros me repito: “El mundo da asco”, así, al unísono de esta certeza, preste la candela al extraño que la pide, y sonría porque hayan sembrado un carbonero al costado de la acera.