En aquellos tiempos todavía vivíamos en el barrio El Socorro, en San Javier, Comuna 13 de Medellín. Corría el año 1988. Alquilábamos una casa de paredes blancas y un pequeño jardín externo en donde mi madre sembraba centavitos y plantas de flores de iluminadas. Estaba ubicada en la esquina norte de la calle 101, frente a una de las caballerizas de los hermanos Ochoa.
Era la época del “ponte duro bongó”, “avísale a mis contrarios”, “cuidado en la calle, cuidado en la acera”, “dile que la yerba no le deja na, que coja la coca que le deja más”.
Uno de mis vecinos, Lucas Muñoz Restrepo, era hijo de alias Tyson y sobrino de alias la Quica, de modo que los sicarios del cartel de Medellín frecuentaban la cuadra y siempre le preguntaba al pelao si todo iba bien y si los demás niños del barrio éramos sus amigos. Pasaban revista.
El pelao, al que yo le llevaba cuatro años, decía que sí, que todos éramos buenos con él y lo invitábamos a jugar todo el tiempo. Entonces Tyson y su hermano sacaban rollos de billetes y nos daban a cada uno una liga que, a veces era tan grande, que nuestras madres descansaban de las cuentas acumuladas en la tienda de don Humberto.
“Quién te dio esa plata Mauricio”, preguntó mi madre asombrada la primera vez que le entregué los billetes. Le expliqué tranquilamente lo del hijo de Tyson y ella rezongó, aunque al cabo de un momento recobró la calma. Al día siguiente me dijo que le señalara la casa del niño, pues quería hablar con la mamá. Y fue a conocerla.
La mamá del hijo de Tyson, Doris, vivía a unas cuantas casas de la nuestra, después de un terreno baldío muy amplio, donde los niños de la cuadra íbamos a coger guayabas y a dispararles con caucheras a los pájaros.
La mamá del hijo de Tyson era morena, de mediana estatura, muy joven y voluptuosa. Los hombres mayores de la cuadra se la pasaban haciéndole favores. Se ofrecían para arreglarle el jardín o la estufa o cualquier cosa que le fallara. Buscaban un motivo, por ridículo que fuera, para entrar en aquella casa y poder observar a la mujer, que se la pasaba en sudadera, shorts o pijamas muy cortas.
Wilmar, el hijo intermedio de doña Ana, la señora rica de la cuadra, era el que más visitaba a Doris. El man era frentero y se metía a esa casa día y noche. A veces salía con ella a bares y discotecas, y por algún motivo, a Tyson nunca se le pasó por la mente pegarle un tiro. A Lucas no le gustaba hablar de esa relación con nosotros.
Doris era una de las tantas novias de Tyson. Se habían conocido en una taberna en Robledo. Ella era consciente de no ser la exclusiva del matón. Era consciente, además, de que aquel hombre sanguinario jamás viviría con ella y que en algún momento terminaría en la cárcel o en la tumba. Pero mientras eso sucedía disfrutaba de sus regalos, de su dinero y, en silencio, ahorraba para cuando la fatalidad tocara a su puerta.
No obstante, era tal su juventud y fogosidad que no podía ocultar ciertas necesidades. Un día, a su puerta llegó un joven del Círculo de Lectores ofreciéndole libros y enciclopedias para ella y para Lucas. El joven era alto, rubio y de ojos color avellana. Después de ese primer encuentro, el joven comenzó a visitar a Doris de cuando en cuando, siempre en las mañanas y cuando no estaba el niño, y se quedaba, para sorpresa de todos los vecinos, más de dos o tres horas.
Nosotros, los otros niños de la cuadra, tratábamos de evitar cualquier problema con el hijo de Tyson, lo cual era difícil porque Lucas era realmente odioso, soberbio y a veces violento. A cambio, tenía los mejores juguetes, los mejores tenis y los mejores juegos de video, y nos los prestaba, una o dos horas cada día.
Teníamos que ser obligatoriamente sus lazarillos, sus gregarios, porque todos queríamos saborear su vida de lujos y obtener de su padre y de su tío más billetes para nuestras madres. Le soportábamos todo.
Hubo un día en que Tyson nos dio más dinero que nunca. El 31 de mayo de 1989, cuando Atlético Nacional ganó la Copa Libertadores, en El Campín de Bogotá, ante el poderoso Olimpia de Paraguay, el equipo de Almeida, Amarilla y Samaniego.
Durante toda la semana, en la 101 se habían hecho preparativos para ver el partido. Fue algo muy parecido al día en que se estrenó Rodrigo D, de Víctor Gaviria. Era tanta la expectativa, que era necesario prepararlo todo con estricto orden, pues en la cuadra apenas había cuatro televisores a color: el de la casa de Juan K, el de la casa de Sergio, el de la casa de doña Ana y el de la casa de Doris, la mujer de Tyson.
Con esa última casa no se podía contar. Doris era hermética con sus asuntos privados y no permitía más de una o dos visitas al día, y cada una de ellas no duraba más de treinta minutos.
En la casa de Sergio no eran bienvenidas las muchedumbres, así que solo había dos opciones. Doña Janeth, la mamá de Juan K, y doña Ana, la madre de David y Wilmar, ambas se mostraron dispuestas y dijeron no tener problema en recibir entre diez y quince personas. Y justo, los que queríamos ver el partido éramos 36, entre adultos y niños. Así que nos repartimos. Unos fuimos donde doña Ana y otros donde Juan K. Yo elegí la casa de doña Ana porque siempre repartía algún mecato, y yo me la pasaba con hambre.
El partido fue una tortura. Olimpia se acercaba al arco de Higuita cada dos o tres jugadas, y el equipo colombiano se defendía con uñas y dientes, y con uno que otro rezo. Perea, Andrés, Leonel y Barrabás se multiplicaban en defensa mientras que Chonto, Alexis, Usuriaga y los demás intentaban por todos los medios la anotación milagrosa.
Todos los mayores de cuarenta años conocemos el final de aquel partido. Nacional venció por penaltis, con Higuita y Leonel erigiéndose como héroes. Ese día Nacional conquistó cientos de miles de corazones. Fue tal la alegría, que todos nos tiramos a la calle, a bailar el Pregón verde y a tirar Maizena a los cuatro vientos. Los carros y las motos pasaban pitando y desde las ventanas se ondeaban banderas de Antioquia, de Colombia y del equipo verde.
A las once de la noche apareció Tyson con su hermano, la Quica, en una camioneta Mitsubishi gris. Venían acompañados de otros tres matones, entre ellos uno que no paraba de tararear: “El rey del puñal soy yo, la ley soy yo”.
Se bajaron en medio de la cuadra con sus botellas de aguardiente y comenzaron a poner salsa dura y a festejar. Sabíamos que eran hinchas del Medellín pero se sumaron a la fiesta como todo el Valle de Aburrá. Un brindis no se le niega a semejante estrella. Tyson fue por su mujer y su hijo y los sumó a la fiesta. Luego nos llamó a los demás niños y a unos cuantos adultos y comenzó a darnos rollos de billetes. Recuerdo que a mí me tocaron ciento veinte mil pesos. Le di cien a mamá. Los siguientes días me la pasé comprando paquetes de chocolatinas Jet, peras de dulce y Pony Maltas. Fueron días maravillosos. Mamá, con los cien, mercó, pagó los servicios y me regaló unos tenis para el colegio.
A partir de ese 31 de mayo, le tomé un cariño profundo a Nacional.
Le pedí a mamá que me llevara a la Casa del Niño y el Deportista por los tenis y por un balón de micro. “Ma, usted me compra los tenis y yo compro el balón, pero lléveme”. Me llevó. Me compró unos Converse, yo me llevé un Golty.
Con el hijo de Tyson tenía una buena relación. El niño tenía una bicicleta nueva y nos prestaba la vieja a los demás, por turnos. También tenía una patineta y dos carros a control remoto. Nos la pasábamos con él, mañana y tarde.
Un día, sin embargo, estábamos jugando seguimiento por los solares y los muros de la cuadra, y el hijo de Tyson, que iba al frente, se cayó sobre uno de los establos de la caballeriza de los Ochoa. Todos nos quedamos sobre el muro, viéndolo llorar dentro del establo vacío. Había roto una teja y, al parecer, tenía una mano descompuesta. No sabíamos cómo ayudarlo y, al ver que venían unos trabajadores de la caballeriza, tras el estruendo por la caída, nos tiramos del muro y nos fuimos corriendo.
Me sentí mal y volví. Asomé mi cabeza por encima del muro y vi que se llevaban al niño hasta las oficinas. Iba llorando. Yo le di la vuelta a la cuadra y me fui hasta El Chispero, donde estaba la entrada principal de la caballeriza. Dieguito, Octavio y David me acompañaron.
Tocamos en la gran puerta y abrió un tipo joven y feo, que estaba armado.
—Qué quieren pelaos.
—Estamos buscando a un amiguito que se cayó del muro.
—Entren.
Adentro todo era tenebroso, aunque cuando se es niño, uno se asombra o se asusta por casi todo. Había unos hombres gordos con sombreros, relojes lujosos y camisas de botones sentados en la mesa de un caspete. Estaban tomando aguardiente. El hijo de Tyson estaba sentado con ellos, tomando gaseosa. El joven que nos abrió la puerta le dijo algo al oído a uno de los gordos y nos señaló. El gordo nos llamó con la mano derecha.
Fuimos, temblando casi. Dieguito quería devolverse y correr, pero la puerta había sido cerrada.
Nos hicieron sentar y nos preguntaron.
—¿Ustedes son los culicagados que se la pasan brincando en el muro y en el techo de la caballeriza? Vean el daño que hicieron, ¿o es que sus mamás o sus papás van a pagar por todo ese daño? Porque a mí me tienen que pagar por eso.
Estábamos al borde del llanto.
—Nosotros no queríamos hacer eso. Él estaba poniendo los seguimientos y nos hizo subir al muro, y se cayó —dije yo, llorando cobardemente y señalando al hijo de Tyson, quien me devolvió una mirada de furia y amenaza.
—Sapo, yo no tuve la culpa, me resbalé. Le voy a contar a mi papá —sentenció.
Los gordos se echaron a reír y le preguntaron:
—¿Quién es tu papá, negrito?
—Mi papá es Tyson, trabaja con Pablo —soltó sin miramientos.
—¿Cómo? Vea pues. Llamá a Tyson para que confirme.
Lo llamaron. Habló con los gordos, aunque no oímos nada. Luego le pasaron al hijo. Supe, por sus gestos, que le habló de mí.
Tras la llamada, los gordos nos dieron gaseosa. Ya habían atendido la mano del hijo de Tyson, que no estaba descompuesta. Nos reprendieron una vez más y nos advirtieron que si volvíamos a molestar en ese muro, nos iban a disparar.
Salimos todos juntos y el hijo de Tyson no quería hablarme. Se fue adelante, casi corriendo, directo a su casa.
Me quedé aburrido y temeroso. Entré a mi casa, pero mamá estaba trabajando, así que me quedé solo toda la tarde, escuchando Veracruz Estéreo. A las siete de la noche llegó mamá y le conté todo.
Mamá fue conmigo hasta la casa de Lucas. Habló con Doris y esta se echó a reír.
—No le pare bolas, doña Silvia, mi marido qué se va a meter con un niño. Ya regañé al mío por haber contado esa bobada, y el papá también lo regañó. No se preocupe. ¿Quieren tomar algo?
“Por eso estaba bravo. No era conmigo sino con su padre, que no le hizo caso”, pensé y respiré hondo. Era octubre 30. Estaba a un día de cumplir doce años.
Doris quería hablar con mi mamá. Me dejaron sentado en la sala y ellas se fueron para la cocina. El hijo de Tyson estaba en su cuarto, pero cuando me vio allí solo, se vino contra mí, a pegarme y a insultarme. Lo dejé, no podía enfrentarlo. Doris escuchó los gritos y lo reprendió duramente y lo envió a su cuarto. La conversación entre las dos madres había terminado, y también tenía que ver conmigo.
—Qué hacías peleando con ese muchachito. Lo mejor es que dejés de meterte con él. Uno nunca sabe —dijo mi madre cuando salimos. Luego, más calmada, me contó que la señora iba a formar una barra para ir a ver al DIM al estadio, porque tanto ella, como Tayson eran rojos de corazón. Que quería meter en la barra a todos los niños de la cuadra, porque además íbamos a tener un equipo de fútbol para jugar en el torneo Asobdim. La barra se llamaría “El hincha fiel”, la primera representación de la afición poderosa surgida en El Socorro.
Mamá le dijo que lo iba a pensar, porque no le gustaba que los niños tuvieran problemas. La madre de Lucas le dijo que no se preocupara, que a esas edades todo pasaba muy rápido y los niños volvían a ser amigos tan pronto se involucraban en algún juego.
En la cuadra, a muy pocos niños les celebraban los cumpleaños. Los afortunados eran, casi siempre, Juan K, el hijo de doña Janeth; David y Wilmar, los hijos menores de doña Ana; Sergio, el hijo de doña Paula y, claro, el hijo de Tyson.
Debido a la coincidencia de mi cumpleaños con la noche de Halloween, mi regalo, si había dinero, era un disfraz y un ponqué Ramo pequeño que comíamos mi madre y yo en la soledad de la cocina, pues para entonces, mi hermana vivía internada en Granjas Infantiles, un colegio de monjas en Girardota.
Ese día, el hijo de Tyson y su madre tocaron la puerta de mi casa a las cinco de la tarde y me entregaron un regalo. Era un Atari 2600 con diez juegos incorporados. Yo había soñado con esa consola mucho tiempo y cuando por fin la recibí ese 31 de octubre de 1989 ya había salido el Nintendo. Tanto el hijo de Tyson como Juan K, David y Sergio tenían Nintendos en sus casas. Agradecí el regalo. La madre del hijo de Tyson me dio un beso en la mejilla y el niño, en cambio, me hizo una mueca de resignación salpicada de rabia. Mamá los invitó a probar el ponqué que había comprado, pero la señora dijo que no era necesario. Ni siquiera cruzó la puerta, dio media vuelta con su hijo y se marchó.
Mamá me había comprado un disfraz de Llanero Solitario, así que me lo puse y fui a buscar a mis amigos: Higuita, Dieguito, Sergio, David, Juan K, Yeison. Todos estaban disfrazados y esperaban afuera de la casa de Juan K para comenzar el recorrido. Siempre íbamos a San Javier, a Antonio Nariño y a Santa Lucía. No bajábamos a La Floresta o a La América, por miedo a que nos robaran.
Quince días después yo ya hacía parte de la barra. La mamá del hijo de Tyson nos dio sudaderas, camisetas, banderas y hasta guayos para jugar fútbol. Su hijo me hablaba, pero siempre con insultos, aunque no volvió a intentar pegarme. Su padre llegó pocos días después y nos vio a todos en la calle. De nuevo preguntó si estábamos tratando bien a su hijo y, tras escuchar las respuestas, empezó a repartir dinero y juguetes. Cuando llegó mi turno, me dio la espalda. Se subió al carro y dijo sin mirarme, “a usted, esta vez, no le toca nada, por sapo”, y se fue.
Dos meses después, en enero de 1990, ya estábamos jugando en el torneo Asobdim e íbamos al estadio con frecuencia a ver al Rojo. Yo me enamoré del equipo el primer día que los vi desde la tribuna Oriental. No sabía mucho de fútbol. Pocas veces, por la tele, logré ver a Maradona y a Platini, por lo cual eran mis únicos ídolos. Pero ese día, un domingo de finales de enero, vi a dos jugadores que llenaron mis ojos y provocaron en mis adentros una emoción que, hasta entonces, había experimentado muy poco. Era una sensación de asombro y júbilo, como cuando me encontraba dinero en la calle o cuando, mirando al cielo en una noche despejada, veía pasar las estrellas fugaces. Pelusa Pérez y Óscar Pareja se convirtieron en mis nuevos referentes, por encima de Maradona y Platini. Los tenía a metros de distancia. Podía ver y oír sus toques a la pelota, podía escucharlos gritar. Eran reales. Jamás había visto a un par de jugadores tan técnicos y aguerridos. El DIM jugaba bien, daba batalla, aunque nunca peleaba las finales. Me hice hincha.
Durante varios meses fuimos al estadio y yo era un niño feliz, gracias a Pelusa y a Pareja. Gracias al torneo Asobdim conocimos varias canchas a lo largo de la ciudad y, en algunos partidos, logramos triunfar. Pero todo aquello acabó de repente. En abril, mientras iba hacia la iglesia de La América, un gran estallido me dejó un zumbido terrible en los oídos y tuve que refugiarme con otras personas dentro de la iglesia. Se escuchaban sirenas y gritos. Aunque era un niño, ya tenía conocimiento de Pablo Escobar y sus secuaces y del alcance de sus maldades. Sabía lo que era un sicario, una bomba, un atentado. Era consciente de todo el vocabulario de la violencia. El estallido había sido una bomba. La pusieron frente al almacén la Casa del Niño y el Deportista, uno de mis lugares favoritos para vitrinear.
Tyson y la Quica no volvieron por el barrio, algo les había pasado. Doris y Lucas se fueron. La barra se cerró, pero todos nos quedamos con las sudaderas y las camisetas. Los mayores siguieron yendo al estadio y yo les rogaba que me llevaran. A veces lo hacían. Jorge Hoyos, que dirigía Asobdim, se hizo novio de doña Janeth, la madre de Juan K, y para ganarse su amor y otras consideraciones nos daba boletas de vez en cuando a los niños. Yo pude seguir viendo a mis héroes, pero no me gustaba sentirme tan solo en esa tribuna, o tener que devolverme caminando por la ribera de La Hueso hasta llegar a mi casa.
En 1992 mataron a Tyson dentro de un apartamento. Lo sorprendió la Policía en pleno acto sexual con dos mujeres, y allí terminó su vida, en calzoncillos y acribillado por la fuerza pública. Yo salí de El Socorro en 1994. El barrio había cambiado y los nuevos combos no respetaban a nadie. Un hombre apodado Yuma trató de matarme dos veces y otro al que le decían el Bonito me persiguió tres veces con un puñal. A ambos los mataron en esa guerra inclemente después de la muerte de Pablo Escobar.
Mi fui a vivir a Aranjuez, con mamá y con mi hermana. Terminé el bachillerato en Campo Valdés e ingresé a la Universidad de Antioquia en 1998.
Los años pasaron. No volví a saber de Doris o de Lucas hasta que un día, no hace mucho, me encontré a doña Ana en el parque de La Floresta. Ella se había hecho rica a punta de hacer uniformes de colegio y vivía en una casa de tres pisos a un costado de la iglesia La Inmaculada.
Me contó que ella había sido, en sus inicios, la encargada del servicio doméstico en las casas de la Quica, Tyson, Palomo y Pinina. Que ella había llevado a Doris a vivir a El Socorro en esos tiempos, por orden de Tyson, y que ella era la única que sabía de Lucas, quien había sido reportado como desaparecido en México a comienzos de 2024.
“Es pastor en una iglesia de Estados Unidos, y no pregunte más”, me dijo.
Me sorprendió aquella noticia sobre mi antiguo vecino. También me sorprendió que doña Ana dijera que Doris había despilfarrado sus ahorros mafiosos en mozos y rumbas, y que ahora dirigía un taller de confección en Itagüí.
Busqué noticias de Lucas en la prensa, a través de internet, pero no encontré mucho. Solo la nota de su desaparición, pero nada sobre su iglesia, o sobre su liberación. Doña Ana añadió que estaba en California, cerca de la cárcel de Atwater, donde su tío, la Quica, purga una condena de doscientos años.
De algún modo, todos aquellos niños que crecimos en El Socorro hemos pagado largas “condenas”. Otros, peor aún, terminaron muertos. Dieguito, David, Flaco y Juan K, todos muertos; Sergio, Lucas, Nandito, exiliados y sin dar noticias. Yo, un vagabundo del teclado que intenta contar historias y que, en todas ellas, trata de encontrar redención murmurando la suya propia.