Cuando el alcalde notificó a Ambrosio de Cárdenas sobre la petición de Ignacia, este contestó tres días después, el 9 de septiembre de 1774, en una carta donde exponía cuatro razones por las cuales se debía “despreciar en un todo” la demanda de ella:
1) “Aunque es cierto que con repetidas instancias se propendió a que yo palabra le diese de casamiento fue mi respuesta que me impondría a la voluntad de mis padres para deliberar, y estos no consagraron […] de que se le dio noticia por mí a la dicha contraria y con esta sabiduría me admitió en su casa.
2) Se ignoraba el parentesco que entre ambos media, por lo que no se puede verificar el matrimonio sin expresa dispensa del señor obispo.
3) Disuadido de que mis padres no gustaban verificase con la dicha el propuesto matrimonio, se convence que si algún desmedro ha tenido en su crédito por mi entrada en su casa fue por ella suplido, pues estaba desengañada del ningún efecto del matrimonio.
4) Si tuvo pensamiento de que yo la habría de dotar, esta fue una moralidad muy supina, pues es público que yo soy un hombre tan pobre y despojado de bienes, que no tengo otros que con los que abrigo mis carnes”.
Asimismo, pedía al alcalde “darme libertad y condenar a la contraria en costas, jornales y manutención o alimentos desde el día en que por esta causa se originen, obligándola a ello como temeraria litigante”.
Días después, el 13 de septiembre, María Ignacia pidió al alcalde que le tomara una declaración juramentada a Ambrosio, y envió tres preguntas:
1) Si había propuesto esponsales con el fin de tener matrimonio.
2) Si bajo ese pretexto habían tenido relaciones sexuales en casa de ella.
3) Si le constaba que ella era una viuda honesta y recogida.
Ambrosio respondió a la primera pregunta que la madre y los hermanos de María Ignacia le habían propuesto que se casara con ella al ver el gusto existente entre ambos, pero él se limitó a decir que, en ese momento, solo prometió casarse siempre y cuando sus padres así lo aprobaran. A la segunda contestó que, efectivamente, “entraba a casa de dicha María Marín como también haber tenido cópula carnal con ella por su voluntad, sin ofrecimiento ninguno de casamiento”. Con la respuesta a la tercera pregunta, y probablemente viendo que la justicia se estaba inclinando hacia la agraviada, decidió sacar su “artillería” y tramar un subterfugio con miras a girar la acusación. “Sabe que es viuda la expresada Ignacia Marín, pero no sabe que sea honesta y recogida, antes lo contrario. Y le consta porque estando […] en casa de la referida un día llegó un hombre cuyo nombre se reserva y principió a acariciar a la dicha con la oferta de tres pesos de oro que le hizo, y quedaron pactados para donde se habrían de topar en el monte a causa de haber puesto la dicha María Ignacia el reparo de que en la casa era peligroso porque estaban los muchachos […] pero que en el paraje donde se habían quedado de topar cumpliría su deseo”.
A las dos de la tarde del mismo día, el alcalde ordinario de Marinilla, José de la Cruz Duque, visitó la casa de Ignacia Marín para ponerla en conocimiento de la declaración juramentada de Ambrosio. Puede imaginarse a esa mujer, analfabeta, escuchando la lectura de las respuestas del seductor mientras la invadía la indignación. Seguramente, a la decepción que ya tenía de Ambrosio, debió añadirse el hecho de sentirse traicionada por esa acusación tan deshonrosa que él había formulado. Pero ella, como buena hija de la Colonia, no dejaría que su reputación quedase en entredicho, y contraatacó el 15 de septiembre con un tercer escrito.
En las dos páginas del texto —que debió pagarle a algún conocido para que se lo escribiera, dado que difiere de la caligrafía del escribano que documentó el caso— arremetió contra la declaración de Ambrosio de Cárdenas:
“Una indigna y muy falsa declaración, indecente y estrepitoso narrar […] tan indecente y mal formado se halla dicho escrito, como lo que declara la parte contraria, por lo que se me hace preciso sujetarle la pluma a aquellas falsas declaraciones […] y no me atrevo, vuestra merced, a mancharle sus nobles oídos por las arrojadas y ardientes explicaciones que se hallan en su errada supuesta declaración y menguado alcance, que con tan licenciosa circunstancia ha vertido contra mi buena opinión y cristiana conducta, queriendo desacreditarme. Por lo que respecto a la rigurosa mancha con que ha tirado a tiznar mi honor pretende por ese medio librarse”.
De igual manera, aclaró el episodio narrado por Cárdenas, explicando que se trataba de Juan Miguel Duque quien había aparecido en su casa con miras a cobrarle tres pesos que ella le adeudaba por una fanega de maíz y para proponerle el trueque de dos marranas. De hecho, solicitó la declaración de Duque para comprobar la falsedad del suceso descrito por Ambrosio, lo que se ejecutó el 24 de enero de 1775 y donde este confirmó la versión de María Ignacia, refutando la de Cárdenas.
En dicho escrito, aparte de reiterar su solicitud de dote o del cumplimiento del matrimonio prometido, ella pedía que el alcalde, en tanto encargado de impartir justicia, tomase la declaración de Ambrosio de Cárdenas como calumnia y se sumara este delito a su prontuario, toda vez que, al dañar su reputación, directamente le haría imposible conseguir un nuevo marido: “(…) es conocida su malicia de no querer cumplir con la legalidad de hombre de bien, que pudiendo honrarme es atrevido al desdoro de mi honor. Pues, con semejante descrédito y falacia, perderé igual casamiento y no habrá quién quiera casarse conmigo”.
Posteriormente, el alcalde José de la Cruz determinó el 23 de septiembre de 1774 darles nueve días a Ignacia y Ambrosio para que reunieran las pruebas para soportar, la una su demanda, el otro su defensa. Adicionalmente, dio libertad a Ambrosio para que pudiese preparar sus argumentos: “Atendiendo a la larga prisión que Ambrosio de Cárdenas ha sufrido en la cárcel pública con un par de grillos, se le alza por ahora de dicha prisión y se le redunda a que la guarde dentro de la demarcación de este sitio, con apercebimiento de que si la quebranta se volverá a poner en la misma”. Cabe anotar que, en la época virreinal, los seductores solían fugarse para evitar responder por la dote o los embarazos de sus seducidas, por lo que con el apercebimiento a Ambrosio, que se hizo también a su padre José de Cárdenas, se buscaba frenar cualquier posibilidad de huida.